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Tribuna:LAS NOSTALGIAS DE ULISES
Tribuna
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Juana de Arco en el Pacifico

Habíamos salido de las islas Fiyi camino de Nueva Guinea y nos topamos con otra Nueva, esa forma onomástica con que los exploradores de todos los países -Nueva Inglaterra, Nueva Granada- recuerdan el lugar de donde partieron, perpetuándolo con un adjetivo que diferencie y al mismo tiempo una la tierra del pasado con la tierra del futuro.Esta vez, Nueva antecede a Caledonia, una isla asomada hoy a las primeras páginas de la Prensa mundial y que en aquel 1972 era desconocida para la mayoría de los ocupantes del planeta, excepto para los que comerciaban y fabricaban con la ayuda de su principal producto: el níquel, que, tras hacer a la isla rica (tercer yacimiento del mundo tras Canadá y la Unión Soviética), le hace pagar esa riqueza con la nube rosácea tristemente célebre en tantos sitios y que indica la contaminación atmosférica; algo siempre feo pero que en el Pacífico de aire purísimo y horizonte ilimitado representa para el viajero un choque todavía más duro.

"Sólo hace 10 años", me decía el doctor Catalá, director del acuario de Numea, "yo nadaba en el mar rodeado de un paraíso viviente. Hoy, todo está degradado, todo está muerto, junto a la costa".

Frente a nosotros, las especies que se han salvado tras los cristales: el pez-planta, que devora a unos congéneres y acoge amorosamente a otros sin que nadie sepa el porqué de su discriminación. O el pez-roca, que adopta la figura idéntica en color y contextura de una piedra para que su víctima se conrie. Son los que han encontrado en la prisión la forma de salvarse de los productos químicos. Pero más allá está la estrella del mar, que, a su vez, ha sido arrestada, no para salvarla a ella, sino para proteger a su presa favorita: los arrecifes de coral, que destruye sin parar hasta amenazar la existencia de las barreras australianas, importantísimas para la ecología de la región.

Los otros presos son seres humanos, presos no por el hierro o el cristal, sino por la distancia. Son los franceses de Nueva Caledonia, para esas latitudes, un asombroso grupo de gente de tez clara y cabellos rubios o castaños; un color que se extiende al nombre de las calles -Alma, Austerlitz-, en los productos que ofrecen sus tiendas: vinos de Medoc, perfumes, libros y revistas parisienses. Las muchachas y chicos con quienes hablé comentaban a Camus y a Sartre con la misma naturalidad que si estuvieran en el Boulevard Saint-Michel.

Son los franceses de Nueva Caledonia, he dicho, y ellos no encuentran ninguna contradicción en los términos. Ya por entonces empezaba a hablarse de la posibilidad de la independencia por los grupos canacos y ello irritaba al francés:

-¡Ésta es mi tierra! Mi familia lleva aquí más de 80 años y conozco otras con más de 100 de linaje asentado en este lugar. Y, por otra parte, si es la democracia la que decide la suerte de los pueblos, la cosa está clara. Somos más los europeos.

Curiosamente, así parece. La primera comparación que se le ocurre al viajero -Argelia o Rhodesia- falla aquí en la proporción de los dos grupos residentes. En los casos africanos, una minoría blanca pretendía dominar a millones de nativos de otra raza, pero aquí, el número, si no superior, es prácticamente igual: de 50.000 a 60.000 canacos o partidarios nativos de la independencia contra una cifra ligeramente más alta de caldoches, gente nacida aquí sintiéndose tan francesa como los abuelos cuando llegaron. Quedan, para completar la demografía, unos grupos mi noritarios de indonesios, vietnamitas, tahitianos, hasta unos 28.000 en total, que, contra toda lógica racial, se sitúan a la hora de elegir destino al lado de los europeos. La elección tiene su razón de ser: el recién llegado de tez oscura prefiere un poder blanco y por ello lejano que le proteja de unos nativos que no tienen la menor simpatía por quienes llegan de otras islas oceánicas a quitarles el puesto de trabajo.

Lo que distingue a este conflicto de otros similares es que la separación racial es también topográfica. Yo apenas conseguí ver en Numea más que blancos, mientras que algunos kilómetros al norte surgen letreros ominosos advirtiendo que aquello es tierra canaca y los franceses no son bienvenidos, situación que se ha confirmado en las elecciones; así, el Norte y el Centro votaron por el partido de la independencia, más o menos próxima, mientras el Sur lo hacía por el mantenimiento de la unión contra la metrópoli. Son tres regiones contra una, pero esta una, la de Numea, tiene el poder eléctrico, y de resultas de ello, el industrial. Por todo ello, el futuro de este país, más que al de Argelia y Rhodesia antes señalados, podría parecerse al de Chipre, donde la geografía ha mandado en la política seccionando la isla en dos y dando a cada mayoría étnica el mando de su trozo.

Lo que me pareció claro entonces y ratifico ahora, 13 años después, es que Francia no abandonará fácilmente a los compatriotas que allí están, tanto más cuando al sentimiento nacional se une el yacimiento de níquel mencionado y la situación estratégica de Nueva Caledonia junto al lugar donde se realizan las pruebas atómicas. Francia, con De Gaulle o los socialistas al mando, sigue oyendo muy alta la voz de la grandeur.

Una grandeur que levanta como símbolo de su existencia a Juana de Arco recubierta de asombrosa armadura bajo el cielo tropical y frente a la catedral de San José en Numea. El templo tiene estilo neogótico del siglo XIX pero su bóveda de piedra descansa sobre columnas de madera de un árbol del Pacífico. ¿Más símbolos? ¿La colonia manteniendo a la metrópoli? ¿Uno, el nativo soporta y el otro, colonialista, muestra la presunción de la altura? ¿O simple uso del mejor material que en ambos casos se encontró a mano? Todo depende de la imaginación del visitante y, lo que es más importante, de lo que él quiera que ocurra.

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