Paradojas del poder
Parece normal que un dictador, un tirano, un monarca absoluto, un caudillo -o como quiera llamarse a quienes detentan un poder despótico- tiendan a apuntalarse en ciertas clases privilegiadas -por ejemplo, la nobleza o la plutocracia- o en determinadas organizaciones -verbigracia, un partido único- con el fin de mantenerse en el poder, sojuzgando de este modo a clases y estamentos menos favorecidos, y en general a "Ia mayoría de la población" o al llamado pueblo. ¿Hasta qué punto lo normal es anormal?Cuando un dictador -o alguna de las muchas variantes de este tipo político y psicológico- se apoya casi exclusivamente en. tales clases, estamentos u organizaciones corre un peligro: a fuerza de defender los intereses o las prerrogativas de ciertas minorías puede terminar por convertirse en mero jefe de una determinada oligarquía. Más bien que cabecilla que ejerce, o aspira a ejercer, un poder absoluto acaba por ser una especie de oligarca mayor, un primus inter pares incapaz de dar ningún paso decisivo sin que sus protegidos le recuerden que son, a la postre, sus protectores y que ellos lo llevaron y mantienen en la cúspide. En este caso, nada infrecuente en la historia, el poder dictatorial es considerablemente limitado, o lo es mucho más de lo que imagina el individuo que lo detenta. Limitado no por una Constitución o por esa fuente de soberanía que suele llamarse el pueblo, sino por el control severo y constante de los relativamente pocos que lo rodean y sostienen. Esos pocos -séanlo en virtud de su origen, de sus riquezas o de ciertas funciones estimadas básicas (sacerdotales, militares o burocráticas)- estarán siempre alertas para que el poder del supuesto dictador o tirano no sea realmente arrollador y absoluto. La fuente de todo poder, incluyendo el que parece ejercerse absolutamente, es la oligarquía de turno.
Con ello se produce una paradoja -una de las muchas paradojas del poder-: cuando una minoría, de cualquier especie que sea, realmente manda, ninguna dictadura o tiranía personales pueden triunfar completamente.
Con el fin de aumentar su propio poder, eljerarca o el monarca supuestamente absolutos pueden intentar llevar a cabo una maniobra a la que fueron muy aficionados bastantes tiranos griegos y que se convirtió en modelo de lo que han tratado de hacer tantos aspirantes a dictadores absolutos: quebrar los poderes, las prerrogativas, los fueros, los privilegios y, en última instancia, las voluntades de los oligarcas apoyándose en capas Populares o, en todo caso, en más amplios sectores o estratos del pueblo. A tal efecto, el dictador, o aspirante a dictador, absoluto tiene que convertirse en demagogo. Los demagogos prometen siempre mucho más de lo que cumplen o siquiera pueden cumplir, pero no tienen más remedio que apoyar -o declarar que apoyan- a alguna vasta mayoría contra los intereses particulares de minorías. Con ello se engendra otra de las paradojas del poder: con el fin de ser lo más absoluto que cabe, tiene que ceder más de lo que posiblemente quisiera.
Dentro de regímenes y sistemas no absolutistas, y en particular dentro de regímenes y sistemas democráticos, se produce a veces un fenómeno que ofrece ciertas analogías con el indicado. Un político encuadrado en un partido, o acaso -aunque menos frecuentemente- fuera de todo partido, descubre que un llamado a, y especialmente un contacto directo -o todo lo directo que se pueda- con, el electorado puede aportar resultados más sustanciosos y más inmediatos que cualesquiera campañas o cualesquiera actividades dentro de los cauces políticos más o menos regulares. Dicho llamado, y dicho contacto, pueden tener lugar de muchas maneras -apretones de mano a derecha e izquierda, sonrisas abundantes, discursos atractivos, frecuentes apariciones en la televisión, etcétera- Pueden ser, por supuesto -y son por lo común-, muy bien preparadas, pero tienen que dar la impresión de ser espontáneas. El político se convierte en lo que, refiriéndose a Ronald Reagan -y ahora, crecientemente, a Mijail S. Gorbachov-, se ha llamado un gran comunicador. El político, sea en el curso de una campaña electoral, sea desde el Gobierno, da la impresión de querer cortar por lo sano, de resistirse a quedar preso en laberintos partidistas o burocráticos: en suma, la impresión de querer realmente hacer cosas, todas ellas beneficiosas para el país entero y para toda la población. Hace, pues, lo que tratan de hacer los políticos y gobernantes mencionados, lo que hicieron en su tiempo Franklin D. Roosevelt y John F. Kennedy y lo que parece estar haciendo hoy día en Perú su nuevo dinámico presidente, Alan García. Se trata de hacer uso de un carisma personal para conseguir el poder o para mantenerse en él. Es la política de lo que se ha llamado populismo.
¿En qué medida las analogías entre la demagogia y el populismo hacen que no haya una línea de separación bien clara entre ambas?
La línea se desdibuja y termina por desaparecer cuando el político populista lo sacrifica todo a la obtención o a la conservación del poder -cuando sacrifica inclusive a ello las reglas del juego constitucional y dernocrático-. La demagogia no tiene grandes escrúpulos, no sólo porque el poder del demagogo es, o tiende a ser, personal, sino también porque las promesas del político de marras no se fundan en realidades. La demagogia, en suma, no es ni más ni menos que un conjunto de relaciones públicas sin sustancia. El populismo, en cambio, es -o tiene que ser- responsable. Por lo pronto, un político populista que no quiera convertirse en un demagogo no olvidará nunca las reglas del juego en el que todos participan. Se trata de un juego en el sentido más noble de esta palabra -del conjunto de operaciones políticas posibles dentro de un consenso constitucional y legalmente establecido-. De no seguir este juego puede producirse otra paradoja: la de que, a fuerza de querer ser realmente popular, el político se convierta en un dictador que tarde o temprano naufragará en la impopularidad.
La línea divisoria entre demagogia y populismo puede hacerse a veces tan tenue que termine Por quebrarse. Pero la línea existe y es deber de todo político realmente democrático mantenerla y no enmendarla.
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