Esclavos propios y ajenos
En el diálogo platónico de Las leyes puede leerse: "El que hubiere dado muerte a su propio esclavo deberá purificarse; el que, movido por la cólera, hubiere dado muerte al esclavo de otro deberá pagar al dueño el doble del mal causado". Los comentaristas de la teoría de la justicia agotaron ya las posibilidades de aplicar nuevas formas hermenéuticas a un tratado tan clásico como el dicho, aunque quizá no hayan señalado suficientemente cómo, tras la multitud de las apariencias y la multiplicación de las complejidades, los hombres seguimos enseñando nuestras Pobres y comunes miserias según pautas a las que el genio de Platón supo, al menos, poner un marbete identificador.Acabo de oír de nuevo la espantosa amenaza que se repite una y otra vez en todas las guerras que en el mundo hasta ahora mismo han sido. En la necia y absurda guerra que el Irán y el Irak están librando a nuestro lado -tan necia y tan absurda como todas las guerras de todos los tiempos y lugares-, la lucha en las trincheras ha dado paso al bombardeo indiscriminado de ciudades y a la amenaza de atacar y derribar los aviones civiles de cualquier nación que ose sobrevolar territorio enemigo. La venganza y la amenaza han sido siempre las armas del débil y el último recurso con el que se intenta suplir el fin inalcanzable. En este caso es la propia condición miserable de la guerra persa -el escenario de un Apocalipsis que no va a tener eco literario alguno porque nos queda más ajeno que exótico y más enojoso que preocupante-, es esta mísera circunstancia de esta ruin guerra, decía, la coartada para un episodio más (y tampoco más) en la historia de nuestra barbarie. Cantemos, pues, su alabanza.
Los soldados que mueren en frentes inmensos, sin excesivas urgencias tácticas ni mayor causa estratégica que el hecho en sí de encontrar las víctimas adecuadas, son los esclavos propios que se sacrifican en virtud y obsequio de unos principios fácil y eternamente justificables en algún texto sagrado y siempre a mano con la oportuna razón: la mayor gloria de Dios, o la lucha contra el Infiel (el Moro en nuestra versión doméstica), o la integridad de una Patria cuyo límite borra de continuo el viento del desierto. Poco importa el motivo, ya que siempre se nos presenta alguno que ha de venirnos como anillo al dedo, aunque se apoye en argucias y fantasmagorías que, en nuestro infinito orgullo de europeos, dábamos ya por enterradas allá por el tiempo de los ilustrados. De ser necesario, también podríamos echar mano -¿y por qué no?- del también sagrado motivo de la Razón. En cualquier caso, lo cierto es que los esclavos siguen muriendo por decenas de miles, salvo que el tamaño del circo de la tragedia nos permitiera multiplicar las cifras que conocemos por diez o por cien. En un tratado ya histórico de la psicología social, el inglés Dixon explicó muy a las claras cuáles eran las claves de la incompetencia militar y hasta qué punto deben tomarse muy en serio -y para mejor entenderlas- los sentimientos de propiedad con los que adalides, caudillos y demás suertes aventureras manejan a sus esclavos. Si acertamos a trasladar el escenario a los despachos de los estadistas, la ceremonia se acerca aún más a la sentencia platónica. Muertos los esclavos, no queda más remedio que purificarse y la purificación es una ceremonia admirable puesto que supone el descargo de las responsabilidades a través de la transmisión de la culpa a terceros implicados, ya fueren objetos, hombres o bestias. La penitencia concluye la mascarada de forma aún más sutil y eficaz, en la medida en que se acepta un castigo -a menudo retórico- para enjugar calamidades y catástrofes que no podrían transferirse sin sonrojo a la escala individual. Pero todavía puede mejorarse el panorama sin más que hacer caer tales purificaciones sobre los mismos afectados por la tragedia. Las guerras modernas han puesto al alcance de casi todos los Estados la posibilidad técnica de conjugar así sus ecuaciones, toda vez que los adelantos científicos han desarrollado una industria de la muerte que quizá no haya detenido los conflictos, pero sí ha acertado a de-
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mocratizarlos. Los esclavos vuelven a ser ahora todos los ciudadanos, como en las épocas anteriores a la teoría política de los griegos.
Pero la sentencia de Platón tiene una segunda parte, también admirable: significa el luminoso añadido utilitarista. preciso para conservar en la modernidad a cualquier fórmula. excesivamente abstrusa. Los esclavos propios se inmolan a título de inventario; los ajenos son cuantificables y están protegidos por un seguro a todo riesgo o, al menos, a riesgo de coléricas e injustificadas masacres. Matar los esclavos de la nación de al lado por motivos bien justificados, es decir, en la guerra de trincheras, por ejemplo, es algo así como una necesidad estructural. La cólera señala el capricho y, en consecuencia, la necesidad de reparaciones monetarias. La cólera bombardea Bagdag, o Teherán, o Basora, o Ahwazh, y da paso a la exigencia de cuantiosos y determinados daños y perjuicios. Hubiéramos podido escoger otra guerra -cierto es- y otras ciudades. En cualquier caso los esclavos hubieran sido los mismos y su precio idéntico, en términos humanos. Pero políticamente hablando, la cosa cambia. Si en el Oriente Medio acaba por derribarse un aeroplano de alguna compañía occidental, los esclavos habrán mudado de repente su condición y se escucharán voces de indignada cólera ante la barbarie. Platón no se hubiera conmovido tanto. Ceniza en el cabello y una bolsa generosa es todo lo que hace falta.
Copyright Camilo José Cela, 1985.
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