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Foucault o la muerte de París

No es nada fácil revivir a Foucault. Retomar sus libros, que disparan contra todo azimut, exige sin duda una fuerte atención intelectual. Pero esto no es nada si se compara con el esfuerzo necesario para asimilar y sintonizar con su poderoso pesimismo, que avanza siempre de manera múltiple,- imprevisible: la marea oscura que le nacía ineluctable de la raíz de su alma.Podría describirse su trayectoria teórica como el paso a través de tres momentos sucesivos que, partiendo desde una investigación abierta y confiada, casi exultante, llega a la perplejidad dolorosa, manifestada en la, lección de enero de 1976 (College de France); fue un verdadero hundimiento -lúcida impotencia frente a lo que él consideraba la eternidad estúpida del poder.

La historia pudo comenzar con un sueño de liberación, sueño nacido en un escenario de enfermos y de locos (Histgria de la locura en la época clásica, 1961; Nacimiento -de la clínica, 1963). Es allí donde va perfilándose el descubrimiento de que el poder es a la vez magnífico e irrisorio, y allí también puede ironizar, moviéndose a sus anchas, con la flexibilidad de un hombre sin santo y seña. Es la época en que Foucault practica sin vacilar toda clase de estrategias desacralizantes y cuando más cerca se encuentra de un Nietzsche liberador a quien todavía no parece conocer a fondo. Se diría que entonces el motor secreto de su empresa es la esperanza en una aceleración de la crítica revolucionaria. Está mirando a la esfinge -¿puede ser otra la misión de un intelectual?-, a sus secretos, a sus preguntas ambiguas. En medio de "no-saberes" nos confiesa su gozo y deseo de ir más adelante. Aunque parezca mentira, la esfinge -sonrisa cruel- no detiene la aventura. ¿Qué puede hacer un intelectual que además no profesa ortodoxias sino interrogarla y desafiar su misterio? Casi al lado, las anfetaminas han escrito ya la Critique de la raison dialectique (1960) y un París llamado Gallimard reserva sus derechos en todos los países del mundo. "Rusia incluida".

El segundo momento presenta un juego de goznes no menos secretos sobre los que cambia la dirección del impulso analítico. La vida del hombre se empieza a configurar como derrota injinita. Para Foucault, las estrategias del poder llegan a formar una red siempre, más densa, de la que sólo un demente puede intentar la escapada. París -se ve- ha perdido sus paradiginas (Edgar Morin) y se lee ya -se lee acaso por querer ser "ilegible"- el Anti-Edipo (Deleuze y Guattari), y no es extraño que por el barrio Latino deambulen bellas "máquinas deseantes", para más señas al borde de la esquizofrenia. En un café, Sartre escribe una historia interminable sobre "el idiota de la farnffla", el gran idiota que honró a las letras francesas. París, de momento, tiene también otros nombres; atiende, por ejemplo, por el nombre de Monod, y se apellida El azar y la necesidad. Y Michel Foucault encuentra -¿por azar?, ¿por necesidad?- un singular maestro de moral: un parricida, Pierre Riviére -"habiendo degollado a mi madre, a mi hermana, a mi hermano..."-. La confesión de Pierre es un peso que nadie es capaz de levantar, ni siquiera él mismo. "No puedo hacer otra cosa que seguir el camino (de mis víctimas), así que espero la pena que merezco". En la atmósfera cargada de la ciudad, ¿quién puede estar seguro de no llamarse Riviére?.

El tercer momento es ya claramente tanático y los ceremoniales eróticos, la pedagogía de la masturbación (Historia de la sexualidad, 1976), se confunden con los ojos nacidos para mirar el mundo como una prisión (Vigilar y castigar, 1975). Las estrategias del discurso y del poder -ahora ya nadie lo duda- son mortales. A través de la prosa foucaultiana se filtra poco a poco una verdad, que considera la verdad de su discurso: el primer motor de todo cuanto bulle y se encrespa -la vidaes lo que él llama la "guerra originaria" -una guerra infinita-, y en consecuencia hasta la más blanda y democrática política no es sino violencia encubierta. Clausewitz y Hobbes conjuntamente, pero vueltos del revés por Foucault. El cinismo como única salida. Pero lo grave es que el poder se nos presenta, paradójicamente, como crueldad definitiva y tanática inocencia. El deseo, sobre el que Lacan ha escrito ya tanto, queda como meta inalcanzable, utópica, y el poder convertido en el único habitante del propio discurso. El Sena ya no es ni tan siquiera un río, es discurso normativo, vacío de deseo.

El desenlace fue rápido. Una convergencia fortuita anudó todas las dimensiones dispersas. El cáncer se le dispara y Foticault sale de la cronicidad inevitable de la vida del deseo. Literalmente se convierte en algo anacrónico, puesto que el poder y la muerte son intemporales y él ha revertido a su seno. Pero París intenta otra cosa, por aquello de quefluctuat, sed non mergitur; y no resulta esta vez un verdadero acierto. El esfuerzo hecho durante el último verano para lanzar una moda aceptable para el otoño de todos nosotros ha resultado baldío. Ni siquiera sirvió el bonito nombre de Lipovetsky (L'ere du vide. Essai sur l'individualisme contemporaine). Gallimard, para la ocasión, ha levantado el consabido monumento a la Gran Insignificancia y el exceso no encubre ya la falta de novedad. París ha muerto. Y así las cosas, va a merecer la pena que nos convirtamos en eso que Vidal Beneyto (EL PAÍS, 2-12-1984) llamó "epígonos suburbiales" -¡por favor, que se enfade alguien!-, sobre todo si lo suburbial se entiende no como provinciano, sino como lo periférico, para lo que Foucault fue tan respetuoso, como espacio escénico de una posible -y remotísima, desde luego- "rebelión de los saberes sometidos".

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