La moral del alirón

Ésta es la era de la limitación de las soberanías, de la liquidación de los estados-nación y de la plétora de los magnetismos de las grandes fuerzas de decisión sobre la escena mundial, que consiguen identificar su ámbito de actuación con el planeta entero -pronto con el cosmos mismo-. En política, el pragmatismo convierte a las ideologías en recipientes vacíos, que sólo conservan un cierto color, una cierta forma exterior. La competición deportiva, en tiempos traslación simbólica de las pasiones y de los combates políticos, sociales, nacionales o incluso religiosos, se convierte ahora en un correlato relativamente intrascendente, pero idéntico en su funcionamiento, de la competencia de grupos de poder, naciones y bloques. No ha cambiado el deporte. Ha cambiado la política, cada vez más idéntica con el deporte mismo.La adhesión a lo que queda de las ideas políticas es como la identificación con los colores del club. La tensión electoral es la emoción de los partidos decisivos. La ideología de los militantes es la misma actitud tautológica de los buenos seguidores, que se resume en los significantes vacíos de colores y enseñas y que se expresa en la moral del alirón. Ningún resquicio para la racionalidad.
La moral del alirón es tremendamente infantil. En los hurras que produce se ensanchan los viva yo que están en su origen. Mi equipo es el mejor -pierda o gane- porque es mío. Por eso en ella se encarna a la perfección la pulsión nacionalista más elemental. Su perversión más ingenua se produce, por la inversión del viva yo, en el muera el adversario secular. Para el buen barcelonista, la Liga se salva si no gana el Madrid. Para el madridista, si la gana cualquiera que no sea el Barça.
La moral del alirón vive además de pequeños y mezquinos acontecimientos. A los culés les basta ya con el 0-3 obtenido en Madrid para alimentar su cuota anual de compensaciones. A los merengues, con la derrota del Barça ante el Metz (14). Los primeros intentarán olvidar el triunfo del Madrid ante el Anderlecht. Los segundos harán incluso abstracción del liderazgo azulgrana en la Liga. Y si no, cualquier otra excusa será buena. Unos y otros hallarán argumentos plausibles para aliviar la ansiedad de un resultado adverso.
Un combate que se consume a sí mismo en unas pocas horas, que se engarza en un rito de celebración anual, que permite proyectar sobre el futuro las desilusiones del presente, pero que es pura apoteósis del instante cuando se resuelve favorablemente, se convierte en excelente terreno de adiestramiento para la participación que nos ofrece la geopolítica en el mundo de hoy. Todas las energías se queman en un instante. Desaparece la historia. Sólo queda el mito: la representación de un pasado imaginado como glorioso que se hincha en los pechos prendidos de ardor deportivo. Si la circunstancia se resuelve de forma favorable, entonces es el goce instantáneo que se anotará en los anales del mito.
Si las cosas ruedan mal, la consunción de la pasión en un instante deja el ligero rescoldo de la eterna esperanza: hay muchas ligas por delante. Finalmente, todos saben que en este juego nada se juega. Y esto es lo que proporciona intensidad y tranquilidad al esfuerzo emotivo.
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