_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Religión y política

Desde el siglo XVI por lo menos ha habido en Europa luchas sin cuento, algunas harto cruentas, en torno a una cuestión que arrastra, o supone, muchas otras: la de si las creencias religiosas son cosa eminentemente pública o asunto no menos eminentemente privado. Podría pensarse que, después de tanto tiempo, y con tantos problemas urgentes como hoy se plantean -entre ellos, el urgentísimo de cómo evitar un "invierno nuclear"-, la cuestión citada es una mera curiosidad histórica capaz sólo de apasionar a algunos eruditos. No ocurre así. En algunos casos parece que se vuelve a los debates de antaño, que oponían ferozmente los llamados "religionarios" a los calificados, entre otros modos, de "racionales" y "seculares".No me refiero ahora al indudable hecho de que en algunos países las cuestiones políticas están de hecho estrechamente imbricadas con cuestiones religiosas -o viceversa-; basta leer las noticias o viajar un poco por el mundo para darse cuenta de que el globo terráqueo está muy lejos de hallarse completamente secularizado o de vivir enteramente de espaldas a creencias -o a instituciones- religiosas. Éste es asunto muy distinto, digno de ocupar la atención de filósofos, teólogos, sociólogos e historiadores. Aquí me refiero a ciertas discusiones en varios países -cuyos ciudadanos pueden abrigar creencias religiosas distintas, o ser fieles de distintas iglesias, o ser ateos, o indiferentes- sobre si, y hasta qué punto, el que desempeña un cargo público al servicio de todos debe o no tratar de promover públicamente y, a la postre, imponer normas o dictados resultantes de sus creencias religiosas -o de la ausencia de ellas.

En una gran mayoría de casos se acuerda, por lo menos tácitamente, que las cuestiones religiosas y las políticas deben mantenerse separadas. Herederos todos, en semejantes Estados religiosa y políticamente pluralistas, de una tradición ya muy arraigada, se conviene que las creencias religiosas, -que incluyen, una vez más, la posibilidad de no tenerlas- pueden ser muy básicas, e inclusive las más importantes de todas para el individuo, pero que son asunto estrictamente personal, que no tiene por qué interferir en el proceso político. Puesto que se supone que hay, o debe haber, libertad de creencias, se concluye que no se debe tratar de imponer ningún sistema de creencias sobre cualquier otro o sobre la ausencia de creencias. Nadie se opone, pues, en principio, a la separación estricta entre "la Iglesia" ("Las Iglesias") y "el Estado".

Este acuerdo comienza a quebrarse cuando se plantean ciertas cuestiones consideradas "altamente morales", las cuales suelen hacerse depender, sin que se aclare siempre bien por qué, de creencias religiosas. Una de estas cuestiones es el aborto, pero puede ser, cualquier otra donde se admita y acepte que "la religión" en general, o alguna iglesia en particular, puede, y hasta debe, tener sus puntos de vista, expresables a menudo en dogmas y traducibles a recomendaciones y normas prácticas.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

¿Qué actitud adoptar en estos caso? El incrédulo, o el indiferente en materia de religión, no tiene al respecto problemas mayores: la separación entre las instituciones religiosas y el Estado encaja perfectamente con su propia actitud respecto a "la religión", de modo que cuando se suscita alguno de los problemas aludidos sigue con toda naturalidad su propensión a tratarlo, por así decirlo, "políticamente", esto es, como una cuestión susceptible de disputa, acarreo de argumentos o datos y decisión final a base de acatamiento de la opinión de la mayoría, sin por ello atropellar los derechos de las minorías. En un Estado religioso y políticamente pluralista, las creencias e instituciones religiosas tienen que ser tan escrupulosamente respetadas como no menos escrupulosamente separadas de los asuntos del Estado.

El problema, y a veces la angustia, se le plantea a quien habiendo sido democráticamente elegido para ocupar un cargo público sigue siendo un creyente y posiblemente miembro fiel de una iglesia que mantiene, como tiene perfecto derecho a hacerlo, opiniones, actitudes o dogmas bien definidos con respecto a una cuestión dada. ¿Qué actitud adoptará?

Hay tres, y son justamente las que vienen siendo objeto de enconadas disputas.

Una es la propugnada por el gobernante que es, o proclama ser, un fervoroso creyente y para quien en ciertas cuestiones no hay vuelta de hoja: el no seguir en ellas las enseñanzas de "la Iglesia", o de una Iglesia, o algún grupo de ellas, es pura y sencillamente pecaminoso o inmoral. Sintiéndolo mucho (o no sintiéndolo en absoluto), tal gobernante concluye que si en tales casos no se puede separar la Iglesia del

Pasa a la página 12

Viene de la página 11

Estado ello se debe a que éste tiene "una base religiosa", de modo que quienes se oponen a las presuntas enseñanzas religiosas se oponen a la vez a los fundamentos de la sociedad civil. Ni que decir tiene que entonces se desvanece, o va camino de desvanecerse, todo pluralismo, religioso o político, y con ello, una de las más firmes bases de la libre democracia -cosa que tal gobernante puede muy bien no echar demasiado de menos.

Otra actitud es la adoptada por un gobernante que sea, sin lugar a dudas, un sincero creyente y para quien, siendo "la Iglesia", o su Iglesia, depositaria de "verdades divinas", éstas no pueden simplemente echarse en saco roto o no obedecerse. Por si fuera poco, los electores sabían qué creencias religiosas profesaba, de modo que podían conjeturar que, llegado el momento decisivo, se atendría a ellas. La separación entre la Iglesia y el Estado, aceptable en muchos casos, es -presume nuestro político- cuando menos cuestionable en algunos otros, que pueden ser pocos, pero que son, moralmente hablando, decisivos. Esta actitud es, en último término, idéntica a la precedente, pero difiere de ella en "la manera" -que en asuntos políticos no es desdeñable-; en vez del puro fanatismo inquisitorial, tenemos aquí algo así como una "teoría religioso-política" para el examen, y aprobación, de los ciudadanos. Por desgracia, también aqui se va en camino de destruir todo pluralismo religioso y político, y con él, los fundamentos de todo sistema democrático.

Éste puede seguir manteniéndose sólo cuando el hipotético gobernante y sincero, y hasta fervoroso, creyente no cede un punto en lo que concierne a sus creencias religiosas y a su fidelidad a alguna determinada Iglesia, pero estima que por cuanto representa, y defiende los intereses, de todos los ciudadanos de su circunscripción, ciudad, región o país, basta con que uno solo de ellos no comulgue en sus personales convicciones religiosas para que, trátese del asunto de que se trate -incluyendo asuntos considerados "morales"-, estas convicciones no sean impuestas sobre tales ciudadanos.

"Nuestra moralidad pública", afirmó el católico gobernador Mario M. Cuomo, del Estado de Nueva York, en un resonante discurso en la universidad Católica de Notre Dame, el pasado mes de septiembre, "los patrones morales que mantenemos para todos, y no sólo aquellos sobre los que insistimos en nuestra vida privada- dependen de un punto de vista sobre lo justo y lo injusto alcanzado mediante consenso.

Los valores derivados de la creencia religiosa no son, y no deben ser, aceptados como parte de la moralidad pública a menos que la comunidad pluralista en general participe de ellos por consenso".

Salvo la discutible expresión "la comunidad pluralistica en general", que podría llevar al atropello de alguna minoría -aunque fuese sólo una minoría de una sola persona-, el gobernador de Nueva York dio en el clavo.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_