_
_
_
_
Tribuna:LAS NOSTALGIAS DE ULISES
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Los amish

Se ha recordado mucho en los días últimos los grupos norteamericanos que iban a ganar o a perder según fuera el resultado de las elecciones. Salieron a relucir, estadística en mano, los indios, los chicanos, los puertorriqueños, los cubanos y, naturalmente, los negros.Pero nadie, que yo sepa, ha hablado de unos que no votaron porque les daba lo mismo quién saliera elegido. Para ellos la vida, fuese quien fuera el vencedor, seguiría siendo exactamente la misma... ¿La misma de hace 10 años? No, la misma de hace dos siglos.

Me refiero a los amish, esa extraña minoría de apenas unas decenas de miles de personas que viven a la vez dentro y fuera de EE UU. Dentro porque geográficamente están en su seno y políticamente están obligados a seguir sus leyes. Fuera porque a pesar de ello viven aislados, encerrados en su concha, totalmente inaccesibles a la costumbre habitual yanqui, la admirada (o denostada) American way of life, que les resulta tan lejana y ajena como lo sería para un nativo de Nueva Guinea.

Y lo asombroso es que esa vida distante se realiza en el seno de uno de los Estados más modernos entre los que componen la Unión norteamericana, Pensilvania, con su culta y esplendorosa Filadelfia, con su potente e industrial Estado de Pittsburg, un Estado siempre a la vanguardia. Allí fue donde yo, profesor reciente de la Penn State University, me lo encontré como si fuera una visión del otro mundo, no ya geográfico, sino histórico. Porque lo que se me cruzó de forma incongruente en la asfaltada y modernísima carretera fue un carricoche con toldo negro que conducía un hombre de barba poblada, sombrero de ala ancha y traje oscuro; a su lado una mujer se tocaba con una cofia al estilo holandés y llevaba un vestido largo hasta los pies. El cruce duró unos segundos, la mujer no alzó la vista del suelo, mientras el hombre me miró fija y fríamente. Contuve el aliento. En unos metros había pasado del siglo XX al siglo XVII, de Andy Warhol a Rembrandt.

Porque de ese tiempo era el tipo de calvinista rígido y duro que me acababa de topar. Uno de los descendientes de los menonitas, una secta protestante extendida por Suiza, Alemanía y Holanda, que tomó luego de un jefe carismático amman el nombre de amish con el que ahora se les conoce. Huidos de Europa como tantos otros grupos ante las feroces guerras de religión, llegaron a Estados Unidos en el siglo XVII y tras recorrer varias zonas del todavía inexplorado territorio se asentaron en la región de Lancaster de Pensilvania, donde siguen viviendo.

Hasta aquí su historia es la de tantos colectivos que buscaron en América la paz y el trabajo que por motivos raciales o religiosos les negaban en su cuna europea. Pero lo que diferencia a los amish es que esa incorporación fue en su caso sólo física, no espiritual y ni siquiera técnica. Porque cuando EE UU fue prosperando con la ayuda de los adelantos industriales, los amish siguieron impertérritos en el ambiente que habían traído y usando el mismo dialecto bajo alemán de sus abuelos. Llegó el motor de explosión y los amish continuaron labrando la tierra con el viejo arado y los caballos que sirven también de tracción para sus desplazamientos. La electricidad es para ellos un nombre exótico, y naturalmente ignoran por ello el teléfono, la radio y la televisión. ¿Cine? ¿Prensa? ¿Para qué? La verdad está solamente en la Biblia, que se lee continuamente en privado o en público, dirigiendo la lectura un padre de familia cualquiera que ese día ha elegido el ejemplar del libro que contiene un papel -clave- entre sus páginas. Y de la misma forma que no hay sacerdote profesional, tampoco hay iglesia definida como tal. Cualquier hogar se convierte en templo si en él se reúnen los vecinos a cantar salmos. Los trajes son oscuros porque llevarlos claros sería muestra de vanidad, y tampoco llevan botones, que en su memoria histórica se asocia con los uniformes militares de las matanzas en las guerras de religión. Cuando con ocasión de una guerra el Gobierno de Washington llama a las armas, los mozos se presentan puntualmente en la caja de reclutamiento, se declaran objetores de conciencia y aceptan sin una queja el trabajo subsidiario en hospitales o asilos a donde los destinan. Al terminar el servicio vuelven a su casa y a su trabajo campesino, insensibles al mundo exterior en el que por unos meses han vivido. Cuando llega el momento oportuno los padres les presentan a la chica apropiada para casarse, una muchacha que, como todas, va sin pintarse la cara ni cortarse el cabello, recogido en un moño. Su delantal blanco es el símbolo de una circunstancia absolutamente obligada, es decir, la virginidad. Tras el matrimonio se lo quitan, naturalmente, y puede elegir el color de su vestido futuro, una muestra casi de frivolidad en ese mundo pero que tiene su freno en la condición de que ese color sea el que use ya siempre. ¿Tristeza? ¿Por qué? Los amish están tan programados por su ambiente como los gringos, sus vecinos, lo están para vivir de forma diametralmente opuesta, y en ningún caso sufren la frustración ante un ejemplo que no ven.

Los amish no hacen proselitismo ni permiten que lo hagan los demás en su casa. Al pagar puntualmente sus impuestos no temen la única posibilidad de que el Estado pueda objetar a su forma excepcional de vida, y ese pago no representa para ellos el menor problema porque tienen capital de sobra. La menor producción agrícola resultante de los medios anticuados que emplean se compensa por los mínimos gastos a que los obliga su forma de vida. La sociedad de consumo y sus urgencias se detienen bruscamente en la invisible línea que divide a los amish de sus compatriotas norteamericanos. Entre ellos nadie tiene que preocuparse ni siquiera por la elección entre marcas de cigarrillos o de licores. No fuman ni beben.

Una sociedad asombrosa, un pueblo que paró el reloj de la historia y lo hizo rodeado, sitiado por la nación que más acelerado lo lleva.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_