El porvenir de la tauromaquia
El lenguaje taurino resulta uno de los ámbitos idiomáticamente más ricos de la lengua española. Las Tauromaquias de Pepe-Illo y de Francisco Montes, Paquiro, lo fijaron y articularon, imponiendo una manera de decir los ritos taurinos y, por lo tanto, de verlos. A todo lo largo del siglo XIX y hasta nuestros días se ha ido desarrollando e insertando metafóricamente en otros dominios dicursivos, pero perdiendo buena parte del rigor lógico y conceptual con el que se presentan los juegos taurinos a principios del siglo XIX. En ambos clásicos de la tauromaquia teórica, y sobre todo en la obra normativa de Paquiro, cada lance está caracterizado por la distinción entre el terreno del toro y el del torero, sea en varas, banderillas, muleta o con la espada. Hay pluralidad de suertes posibles, y cada una se reconoce por los tiempos que los dos cuerpos en liza, más el engaño, dibujan en su cruce. Entrar en jurisdicción, citar a la suerte, tenderla, cargarla y rematarla son algunos de esos momentos lógicos. Los tres últimos resultan los fundamentales: para Paquiro toda la tauromaquia se resuelve según la ejecución de distintas suertes a los toros más diversos que puedan salir al ruedo.Multiplicidad
Ocurre que esta concepción, tan clara y distinta, no encuentra en la actualidad una estructuración equivalente del lenguaje taurino y de las transformaciones suscitadas por la práctica del arte del engaño y la burla del toro. Se suele hablar de parar, templar y mandar, por ejemplo, pero estos términos ni siquiera valen para describir suertes como las de varas, o de banderillas, o incluso la llamada suerte suprema o con la espada. Las categorías taurinas se basan en la amalgama y superposición de varios sistemas teóricos contrapuestos entre sí, resultando con ello un lenguaje taurino perfectamente válido pero mal estructurado conceptualmente, con las correspondientes confusiones en los modos de contemplar y luego decir o recordar los lances.
Por ello al hablar de tauromaquia conviene precisar previamente algunos términos, para evitar malentendidos.
En primer lugar, se habla de fiesta y de fiesta nacional. Pese a ello, la tauromaquia hoy en día es internacional o, lo que es lo mismo, los toros se juegan en público conforme a distintas reglas, costumbres y lenguajes. En Navarra (y en México con la .pamplonadas") se corren toros por las calles, ejecutándose suertes conforme a las peculiaridades del espacio urbano y de la manada. Las corridas a la española, las más difundidas, tienen lugar en cambio en un recinto cerrado y sagrado, con los pies de torero firmes y frente al toro, recurriendo a un engaño. Los forçaos portugueses tienden la suerte con los brazos y el tronco, embarcando la acometida del toro, mientras andan hacia atrás para templarse en las embestida; al final el toro es parado en cuadrilla. En las Landas francesas el toro encabeza el cartel, pues es protagonista con nombre propio y cuenta a veces con más de 10 años de edad: se trata de burlarlo mediante saltos, quiebros y adornos. La enumeración de juegos taurinos podría prolongarse: el rejoneo, el derribo, la sokamuturra o toro ensogado, las cocardes de la Carmaga, el desencajonamiento, etcétera.
La tauromaquia es por lo tanto múltiple, como lo son las lenguas y los ámbitos geográficos en los que se desarolla. Su unidad estará así en los conceptos teóricos que den razón de las distintas maneras y estilos de jugar toros. Las nociones de juego y suertes, así como los distintos modos y tiempos en su ejecución, siguen siendo las adecuadas para analizar el lenguaje taurino.
Predominio de la 'corrida'
Pero, en segundo lugar, la corrida ha predominado y subordinado a las restantes formas de tauromaquia, desempeñando el papel de variante fundamental tanto en el siglo XIX como en el XX: precisamente a partir de su sistematización. El lenguaje taurino hoy en boga refleja bien este fenómeno social, no exento de connotaciones políticas centralizadoras. Cuando se discute sobre la cuestión taurina y algunos ilustrados propugnan la supresión de la fiesta por arcaica, salvaje, cruel y estéticamente anticuada para la Europa del siglo XX, es claro que sólo se alude a la corrida organizada en tres tercies, con suerte de matar incluida. Esta última y el tercio de varas encuentran el mayor grado de oposición. La modalidad portuguesa, en la que los toros salen vivos del ruedo, se menciona a veces como alternativa. El sentido último de sus críticas sería que hubiese toros, pero para mandarlos directamente a la carnicería:, evitándoles esa carnicería que se produce sobre la arena ante los ojos de aficionados y turistas. Como los corderos, las vacas o los pollos sintéticos, el toro sería simple amasijo de carne a comer, y no un individuo con sus querencias, su sentido, su nobleza, su bravura, su mansedurmbre o demás características que afloran en el ruedo.
En tercer, lugar, la singularidad del toro bravo y el cuidado selectivo de su casta hasta producir el toro de lidia, se basa en una peculiaridad de dicho animal: es territorial, como el hombre y otros animales, pero cuando es provocado acomete en defensa de su territorio. Como ataca por derecho, puede ser burlado una y otra vez. Mas este engaño, consustancial al toreo con capote o muleta, no desanima a la fiera ni reduce su agresividad. Vuelve a embestir y el juego se produce mientras tenga fuerzas. Sobre esta base, la repetición de acometidas diferentes, se organiza el juego taurino y se diversifica en suertes. En los encierros navarros, en cambio, el juego se fundamenta en la tendencia del toro a refugiarse en la manada, así como en el lugar que, por su idiosincracia, tiende a ocupar en una manda al galope. En ambos casos, al igual que en las restantes variantes de la tauromaquia, el toro da juego al ser humano. Y no sólo a su cuerpo, sino también a su mente (o alma). Inserto como signo en un sistema simbólico, suscita libido y pasiones. Se le teme, se le castiga, se le descuartiza, se le come, se le admira, se escribe sobre él, se le pinta... El toro pone al hombre en contradicción consigo mismo y por eso se habla de él con inusitada variedad de matices en su privilegio y su destino, porque sólo por eso existe.
En cuarto lugar, las fiestas taurinas desempeñan una función social importante, y en algunas épocas fundamental. La historia de España menudea en sublevaciones populares ligadas a la prohibición o a la inadecuada organización de los festejos taurinos. Desde el toreo caballeresco hasta la irrupción a finales del siglo XVIII del puelo llano en la plaza, en lo que Pedro Romero de Solís ha llamado la corrida del tumulto, las inquietudes y transformaciones sociales han tenido su correspondiente expresión, si no su origen circunstancial, en los cosos taurinos. La corrida del tumulto, al instaurar el toreo a pie y relegar a los antiguos protagonistas, los caballeros, al papel de picadores dentro de una cuadrilla, dio expresión simbólica a un profundo proceso de cambio social, a una revolución no culminada en otros ámbitos sociales.
En los siglos XIX y XX las corridas de toros siempre han sido un fenómeno político, y aunque hoy en día se prefieran otros juegos para la expresión simbólica de contradicciones sociales y rupturas incumplidas (fútbol, televisión, elecciones, etcétera), lo cierto es que todavía los ruedos son ámbitos y tribunas de una concepción laica y civil de la sociedad: valgan como ejemplo los mítines políticos, los conciertos de rock o las reivindicaciones sociales que todavía dejan oir su voz en algunas plazas de toros, como la de Pamplona. El agora del ruedo cuenta allí con un coro que es caja de resonancia de la sátira, la crítica y las proclamas sociales y políticas.
'Juego perverso '
Cuando se habla de suprimir la fiesta taurina, por lo tanto, hay que precisar muy bien lo que se pretende eliminar, no vaya a ser que el esteticismo fino esté del brazo de la porra o de la sotana, acaso sin saberlo. No es lo mismo que la historia de España produzca rubor y que éste se condense en el símbolo de la tauromaquia o en alguna forma concreta de sus juegos, o que, en el caso límite, se quiera hacer desaparecer al toro mismo, con toda la extensión que se acaba de atisbar -espero- en dicha palabra. Esta última tentativa parece en cualquier caso muy difícil, al estar la tauromaquia fuertemente inserta en el lenguaje.
Si nos centramos ahora exclusivamente en la corrida a la española, la crítica más habitual se concentra ahora en su crueldad (no está de más recordar que los Pepe-Illo y Paquiro escribieron sus Tauromaquias en defensa de
El porvenir de la tauromaquia
la fiesta, amenazada entonces de prohibición por el riesgo para las personas, y por ser un espectáculo pagano). Y, en efecto, al toro se le burla, se le pica, se le barrena, se le aguijonea, se le quiebra, se le agota y también se le mata. Todo ello ante el público, eventualmente ebrio. No cabe duda de que el toreo es un juego perverso.Esa es su ventaja. Llevar a los bovinos a la carnicería es una trivialidad teórica, determinada por la necesidad de comer. Sortearlos en los ruedos o correrlos por las calles es un lujo cruel, una perversión.
Sobre todo porque el juego es público. En su casa, cada cual puede ser todo lo amoral que le permita la televisión, pero a la luz del día las cosas cambian, porque hay un orden público, y una decencia. Es normal que desde cualquier tipo de moral pudibunda y vindicativa se intente prohibir las corridas. Si Antonio Ordóñez, por ejemplo, eleva los ojos y los brazos al cielo, desarmado, y se siente y se ve lleno de gracia con las astas de un toro todavía entero a medio metro de su pecho, o si ante un toro caído en la arena se acuesta con él, se miran tumbados largo rato y se aman públicamente hasta provocar el entusiasmo del respetable, moralistas e ilustrados han de condenar necesariamente estos desmanes. El amor en privado, y con un partenaire de la propia especie.
Crueldad improductiva
La crueldad del toreo, además, es improductiva. La experimentación científica con ratas y cobayas puede valer, porque produce nuevos conocimientos gracias al célebre "torturar la naturaleza" del método experimental baconiano. Las corridas producen, a lo sumo, además de aburrimiento, un goce de dudosa especie, y jamás el principio de placer ha sido buen aliado del orden y la moral públicas. Cuando los festejos taurinos servían para clamar las iras del populacho o proporcionaban votos, aún cumplían una función social compensadora. Pero hoy en día el capital político se acumula por vías muy diferentes, con lo cual surge un nuevo flanco al descubierto para la tauromaquia. El propio resurgimiento en múltiples pueblos y ciudades de juegos casi olvidados resulta más bien preocupante desde la razón de Estado. Los conflictos y desórdenes han acompañado históricamente, y siguen acompañando, a estas fiestas. No en vano la Guardia Civil, además de la habitual Policía Nacional, mantiene todavía una presencia simbólica en las plazas de toros. Los juegos taurinos (como todos los juegos, por cierto) dependen de Interior, y no de Cultura, Economía o Turismo. Las competencias legislativas en materia taruina no se transfieren. El Reglamento Tauirino ha de ser único, y desde luego innegociable.
Y sin embargo...
Todavía se oye decir en los tendidos "que haya suerte", o "vamos a verlo", junto con el sintetizador "a ver si es verdad".
¿Cómo se han insertado estas nociones en el lenguaje taurino? ¿Será que unos juegos basados en la burla y en el engaño, cuando no en la estafa, tienen relación con la verdad y que ésta les es atribuible a veces, y que la verdad se puede ver escenificada en un ruedo, y precisamente la verdad de la suerte? La polémica sobre la tauromaquia quizá debiera centrarse en estas preguntas, más que en el número de varas reglamentarias o en la romana de los toros.
Las suertes taurinas se caracterizan, en efecto, porque no se sabe cómo van a ser, pese a la normativa de Paquiro. Y sin embargo, si las hay, entonces seguro que va a ser reconocidas: en la plaza se sabe cuándo ha habido suerte. Lo sabe el torero porque las siente como tales. Lo sabe, el público porque las ve como tales. Los maestros de la tauromaquia afirman incluso que también el toro sabe cuándo hay suerte (o mando, si se prefiere), porque en esos lances el pensamiento y el cuerpo del torero no se distinguen del toro: se ven mutuamente, sólo se ven a sí mismos, y se entienden. Los actores de dichas suertes supremas (jamás la suerte suprema tuvo forma única) podrían decir con Hölderlin: "Por un momento viví como los dioses; más no hace falta". Y en el entusiasmo de los espectadores se expresa la contemplación de la verdad, en este caso dos cuerpos enlazados en juego perverso y cruel determinado por la muerte, necesaria y fortuita, respectivamente.
La tauromaquia, más allá de su ejemplificación histórica, de su función social y de sus modalidades, se fundamenta en dichos instantes o suertes. Y por ello, siendo efímera como verdad, y mortales sus intérpretes, es eterna como forma.
Pepe Luis Vázquez lo declaró maravillosamente bien, preguntado por el futuro de la tauromaquia: "Nunca morirá; cualquier día, en algún pueblo perdido, surgirá algún chaval diciéndose a sí mismo: pero, ¿dónde aprendí yo esto?".
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