Tribuna:TRIBUNA LIBRE

La literatura del exilio o nuestro exilio de la literatura

Fue Valle-Inclán quien lo dijo: "España no está aquí, está en América", subrayando que nuestra esencia más pura se hallaba en México. Hay que "sumar al castellano todos los modos de hablar español", añadía.Interpretaciones al margen, el triste resultado de la guerra civil determinó la huida, el exilio, de varias decenas de millares de españoles. Buena parte de España, no cabe duda, se trasladó con ellos a Hispanoamérica, en especial a México.

Los libros de texto



Y a la guerra perdida sucedió la negación sistemática de los más elementales derechos, incluidos los lit...

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Fue Valle-Inclán quien lo dijo: "España no está aquí, está en América", subrayando que nuestra esencia más pura se hallaba en México. Hay que "sumar al castellano todos los modos de hablar español", añadía.Interpretaciones al margen, el triste resultado de la guerra civil determinó la huida, el exilio, de varias decenas de millares de españoles. Buena parte de España, no cabe duda, se trasladó con ellos a Hispanoamérica, en especial a México.

Los libros de texto

Y a la guerra perdida sucedió la negación sistemática de los más elementales derechos, incluidos los literarios, de los derrotados. Vicente Aleixandre, nuestro premio Nobel, nos ha recordado que durante bastantes años incluso estuvo prohibida la simple mención de su nombre.

Todavía tengo clavados en la memoria (¿cómo olvidarlos?) los libros de texto que padecí -compartiendo el destino de todos los jóvenes de nuestro país- a lo largo de mis estudios. Las historias de literatura casi siempre concluían, ¡qué coincidencia!, en la llamada generación del noventa y ocho, estrambote retórico al que jamás se llegaba y que -sea dicho en su honor- tampoco solía salir bien librado de tan dura prueba. Si el libro continuaba, abundaban entonces las descalificaciones por motivos extraliterarios, las verdades a medias y las deformaciones constantes, cuando no los insultos.

Hace días tropecé con el manual que me tocó sufrir durante mi último curso de bachillerato. Es de un autor muy conocido, y su segunda edición -la que me tocó padecer- corresponde a 1964, aunque hasta mis manos sólo llegase en 1968, el año del mayo francés. En aquella coyuntura, amarrado al duro banco del instituto de Béjar, me enteré, por ejemplo, de lo que el aludido autor, celebrado académico en la actualidad, consideraba la verdadera clave de la poesía de Juan Ramón Jiménez: "El proceso de la poesía juanramoniana", escribió, "no es más que el proceso de todo el arte abstracto. Su final es la pura geometría, el puro concepto. En cuanto a ese dios creado por Juan Ramón Jiménez en su lento trabajo de 40 anos, no es más que un dios de uso personal. A los demás no nos sirve ni nos resuelve nada: es un dios tan sin sentido como la poesía que lo expresa".

Y si esto se atrevia a opinar de Juan Ramón Jiménez, ¿por qué extrañarse de que La raíz rota, de Arturo Barea, le pareciese una novela "mal escrita (y), de espíritu miserable"? ¿Y qué opinar de su capacidad crítica después de leer las contadas líneas que dedica a Bergamín? Me limitaré a señalar que, tras algunas alabanzas tópicas, apostillaba, sin duda en calidad de alarde, que sus libros resultaban "los más graciosa y agudamente titulados de toda su generación". Su manual, en el mejor de los casos, es una obra repleta de omisiones. A Miguel Hernández, símbolo de la España encarcelada, estudiando su trayectoria desde El rayo que no cesa hasta el final, le despacha con este prodigio de síntesis: "En 1937, en plena guera, publica Viento del pueblo; después de su muerte se conocen algunos de sus poemas inéditos".

A manera de dignísimo colofón añadía una orientación decisiva: a Miguel Hernández hombre (¿quién era el poeta?) "hay que buscarlo en su correspondencia íntima", matizando entre paréntesis, en el colmo dé la erudición, que de aquella correspondencia "algo se ha traslucido".

Los que no vivieron la guerra

En un estupendo artículo, La nostalgia de la nostalgia, afirmaba Gabriel García Márquez que el exilio republicano español había representado una segunda conquista de América, pero una segunda conquista radicalmente distinta de la primera: "Los republicanos", razona, "no iban armados con la cruz y la espada..., sino con una fuerza del espíritu que nos cambió la vida al renovar cosas tan esenciales como las universidades, las librerías, el periodismo y, sobre todo, nuestras revenidas concepciones políticas". "En cierto modo", concluye, "yo también fui un exiliado español".

Tiene razón García Márquez, pero su frase se queda corta. En realidad, todos fuimos exiliados españoles, incluidos, por supuesto, los jóvenes españoles que no vivimos la guerra; a la fuerza y por la intransigente falta de generosidad de la fuerza encaramada en el poder, exillados de una parte fundamental de nuestra propia literatura, formados con la decisiva limitación de su ausencia.

De manera que si los republicanos derrotados fueron unos exiliados fisicos, nosotros, los españoles de España, estuvimos largo tiempo condenados a la triste condición de exiliados de los dioses inútiles de Juan Ramón Jiménez, de la poesía de fondo turbio (ni siquiera este exabrupto nos ahorra el manual) de Luis Cernuda, de la inteligencia excesiva de ese Bergamín asombroso y de los novelistas que escribían mal y con espíritu miserable, al decir y en supuesto beneficio de los monopolistas de los dioses útiles y bajo la celosa tutela de unos censores que ni siquiera resultaron ingeniosos a la hora de tachar títulos. Como Valle-Inclán había señalado, España estaba en América. Y creo que tal vez ya lo esté para siempre, pues el exilio republicano, indudablemente doloroso, ha rendido excelentes frutos.

Gonzalo Santonja es escritor.

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