Retransmitir la catástrofe
No existen maneras ambiguas de televisar el acontecimiento trágico. O se muestra el horror en directo, sin maquillaje o se limita el busto del telediario a recitar frases de agencia. Acaso las imágenes terribles que estos días salpicaron de muerte las pantallas del televisor hayan herido sensibilidades; hasta es posible que esas retransmisiones estremecedoras en directo, entre la niebla y el caos, hayan colaborado a ensanchar aún más esa creciente atmósfera de histeria y fatalismo que los españoles vivimos últimamente. Pero habría sido todavía más catastrófico que la televisión y la radio no hubiesen acudido con puntualidad a la cita con la catástrofe.El accidente ya no solamente exige la inmediata presencia de los equipos de socorro en el lugar del suceso. Tan intolerable como el retraso de las ambulancias es el retraso de las Cámaras de la televisión y los micrófonos de la radio. Lo verdaderamente escandaloso no es que se retransmita en directo la catástrofe, sino que las imágenes y los sonidos del horror lleguen antes a los espectadores que los primeros auxilio a las víctimas.
Más todavía. Resulta que uno de los instrumentos más infalibles e instantáneos de alarma con los que cuenta la sociedad actual son los medios electrónicos de comunicación. Tanto los sucesos de Barajas como otras tragedias recientes -el terremoto italiano de 1980, como ha analizado modélico Furio Colombo- han evidenciado que la celeridad en las retransmisiones radiotelevisivas de la catástrofe constituye el sistema de alerta más eficaz para poner en movimiento toda la pesada naquinaria burocrática de socorro. Han evidenciado el desfase de los tradicionales servicios de emergencia respecto de los actuales servicios informativos. Es cierto que se corre el riesgo de convertir la muerte en morboso espectáculo. Pero esa tan criticable condición espectacular que hoy día rodea a todo acontecimiento catastrófico también es la más segura garantía para conjurar las inercias y las desidias burocráticas, los inevitables vacíos administrativos en materia de información.
Es posible también que la catástrofe radiotelevisada en directó pueda provocar, por afán protagonista del medio electrónico, una conmoción social desproporcionada con lo verdaderamente ocurrido. En el citado caso, del terremoto italiano de 1980, las insistentes retransmisiones de la RAI crearon un clima de exasperación nacional que, a su vez, generó más tragedia (linchamientos populares, asaltos, desobediencia, etcétera). Pero ninguna de estas consecuencias secundarias es comparable al pavor que es capaz de infundir una televisión ciega y una radio muda.
En fin, sólo cuando el horror deja de ser narrado en directo empieza el riesgo temible del espectáculo amarillo.
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