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Laura, la volatinera

Le gustaba desde pequeña ver cómo las muchachas se doblaban como culebras y hacían el pino en un cilindro de chopo. Le encantaba verlas deslizar entre aros de todos los tamaños y torcerse luego hacia atrás y sacar la cabeza entre las piernas. Ella lo intentaba luego, en los columpios del parque, pero no le salía.Laura se pasaba las tardes enteras en la ventana de su séptimo piso, esperando a que llegaran los volatineros. Muchos días no venían, pero cuando los veía aparecer, con la cabra o con el chivo, con panderos, zambombas, trompetas, cornetines y ca cerolas, se le encendían los ojos. Era una familia entera que llegaba a la plaza, de cuando en cuando, armaba estruendosa jarana y circo improvisado y a cambio pedía monedas, que caían de las ventanas y las terrazas y rebotaban en la acera. Luego, como fantasmas, desaparecían por los descampados.

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Pero a los nueve años, Celia, la hermana mayor de Laura, convenció a Julián, su padre, maestro de Educación General Básica, para que las dos entraran en el gimnasio. Con siete años, Laura ya se doblaba tanto como la mejor volatinera, y un año más tarde era capaz de andar por un alambre suspendido. Le fue fácil, porque tenía buen oído, y ya por esa edad había leído en aquel álbum de el por qué de las cosas que dentro de las orejas, además de los secretos, está el equilibrio.

Desde aquel primer gimnasio hasta los Juegos de Casablanca, Laura siempre destacó porque la tapaban el pecho las medallas, demasiado grandes para su tamaño. Ahora destaca por lo mismo, porque tiene los ojos muy grandes y el cuerpo chiquitito. Destaca, porque en el bar de la barriada humilde en la que vive, en la pizarra del menú está escrito: Laura, reina de Casablanca y de Axpe, porque así se llama la calle donde vive.

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