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La utopía hibernada

Una marea de malancolía nos anega. Es el amargo sentimiento de que no hay nada nuevo bajo el sol. Los caminos han sido todos explorados. Hemos tocado los bordes de lo posible. Hemos consumido las prácticas (la praxis, ¿no se acuerdan?), las estrategias, las alternativas. Se han quemado en la empresa hombres de acción, de pasión, de pensamiento. Y nada, no hay nada nuevo. 0 no nos lo parece.El punto obligado, mitificado, de referencia, es 1968. Pero la banda cronológica de la edad de la pasión por lo nuevo es mucho más ancha, aunque intermitente. Dentro de ella está el pensamiento utópico, el renacentista, y luego el racionalista e ilustrado. Está la fiebre romántica de novedad, la que hace llamar al abismo de la muerte en la invocación última de Las flores del mal: "tocar fondo en el abismo, infierno o cielo, ¿qué importa?, para encontrar lo nuevo en la sima de lo desconocido". Este ardor por lo nuevo, lo desconocido, lo completamente otro, no ha pasado, sin embargo, a transcripción política, a práctica social revolucionaria (ya salió una palabreja indispensable), sino en contados y breves momentos de la historia, el último de ellos, para nosotros, para Europa, en los años 60.

Por aquellos años, ni siquiera el léxico y las metáforas históricas de la revolución (toma de la Bastilla, del Palacio de Invierno, etcétera) resultaron suficientes para alojar todo el empuje demiúrgico de la práctica política con empeño y voluntad de instaurar lo absolutamente nuevo y nunca visto. Hubo que forjar un léxico también insólito, no usado: la alternativa, la impugnación, la contestación, el gran rechazo (Marcuse), y todo ello radical, global, en inequívoca discontinuidad, en un corte a tajo, sin transacción alguna, para desgajar del antiguo régimen, de la vieja podredumbre, al hombre nuevo, a la nueva sociedad. Marxismo cálido y teología cristiana se apresuraron a arropar a movimientos que habían nacido sin ellos. El principio esperanza de Bloch representaba un verdadero punto de Arquímedes exterior al mundo, a lo positivo y existente, para hacer palanca sobre él y poner la tierra en vilo. De acuerdo con ese principio, el movimiento de la historia no viene de atrás, acarreando la inercia de los siglos, pesadamente determinado por lo ya dado y por los hechos, sino procede suscitado y atraído por el futuro, saltando en voladizo hacia el vacío de lo que, aún está por venir, por ser. Los teólogos transformaron el fervor de lo nuevo en mística y profecía del advenimiento del Dios futuro: la trascendencia quedó entonces ubicada del lado del porvenir, de lo que ha de acontecer. Dios, proponían, está por mostrarse, por hacer ver quién es Él; Dios, no tanto es, cuanto será. Pero ni siquiera era preciso el ejercicio de la profecía religiosa o de la utopía secularizada para soltar las riendas de la pasión por lo nuevo y creador. En los años 60, hasta la lingüística pasó a

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ser generativa: la competencia del hablante, entiende Chomsky, consiste en su capacidad de generar infinitos enunciados diferentes. Esto es también capacidad de crear lo nuevo, de engendrar lo nunca dicho ni oído.

La fiebre de futuro y de novedad en aquellos días se nos aparece ahora como un episodio ardiente entre dos épocas escasamente esperanzadas. La precedió una representación del mundo marcada por el vértigo del absurdo, de la ausencia del sentido. El positivismo lógico había procedido antes al vaciamiento de significación de los grandes discursos instauradores de sentido: el metafísico, el moral, el religioso, el político. El existencialismo y sus epígonos dejaban al hombre solitario en un mundo sin signos objetivos, sin otras señales que las inventadas por él. También Beckett, e Ionesco, y Pinter sabían que el hablante es capaz de generar innumerables frases; pero en ninguna de ellas dice nada ni se comunica con nadie. Y, entre los jóvenes iracundos, la entonces joven Doris Lessing levantaba acta lacónica de que "no hay nuevos comienzos"; nada nuevo que notar después de 1914, puntualiza; todas las ideas supuestamente modernas distan mucho de serio, son casi siempre descubrimientos y herencia del siglo XIX.

Ahora, otra vez, no está el horno para bollos de novedad, de futuro. Se multiplican hasta el hastío los discursos, mas no hay en ellos, originalidad ni novedad. Godot no viene tampoco ahora; ni siquiera hay dos mendigos que le esperen. La utopía resulta difícil no sólo de realizar, sino incluso de concebir. Se han esfumado las condiciones de posibilidad de pensar utápicamente. No estamos condenados al presente, pero del futuro ya no aguardamos el cambio cualitativo, sustancial.

Los datos más a mano del enfriamiento del ardor están a la vista en el proceso político. A los eslóganes de la revolución sucedieron, primero, los de la ruptura, y luego, los del cambio: palabra inocente donde las haya, y proceso, desde luego, innocuo, que sólo alarma a obispos. Este ministro del Interior es como el otro; esta ley de Universidades no mejora a aquella otra primera; estos FACA y esta OTAN son los mismos. Ahora bien, la nueva era glacial alcanza a toda la vida cotidiana, congelada en retornos y reencarnaciones del más venerable pasado. Las jóvenes generaciones, de las que siempre se esperaron y vinieron los cambios, tienen ahora un estilo -más que un proyecto- de vida diferente del de los mayores, pero un estilo hecho de ingredientes históricamente archiconocidos. La cultura misma del sexo y de la droga poco tiene, de nuevo, aunque sí de remozado, y se agota, además, en el puro instante del presente, sin perspectiva alguna de mañana. Biólogos y etólogos pueden encontrar aquí cabal confirmación para su generalizada hipótesis de que existen fuertes constricciones biológicas en el aprendizaje de las especies, y de que la especie humana no constituye una excepción. Todas las innovaciones culturales y sociales, en esa hipótesis, caen dentro de una programación filogenética que sólo ahora comenzamos a comprender y también -desmesurada novedad, ésta sí- a poder manipular.

Justo los únicos fenómenos ahora indiscutiblemente nuevos tienen que ver, por un lado, con la manipulación genética, y, por otro, con la comunicación, con la información y con la computarización. No son santos de la devoción de profetas y utopistas, y con eso estamos en peligro de no reconocer las únicas novedades indiscutiblemente tales. Pero así es la terquedad de los hechos: lo nuevo no está donde había sido anunciado y esperado; a lo mejor, sin embargo, y aunque no guste, se halla en otro lugar.

Aceptemos, de todos modos, por un momento, que no existe ni se presagia novedad por ninguna parte. Hagámonos cargo de esta hipótesis, aunque sea como hipótesis y aun como ficción. ¿Qué ocurre si no nos encontramos en el alba de ninguna era o sociedad nueva, si estamos al final o sencillamente en algún segmento intermedio de la larga historia de una vieja sociedad? No por ello estamos condenados a la Thatcher, a enviar expediciones militares al otro extremo del globo, o a restablecer la pena de muerte. En las más antiguas verdades y tradiciones de Occidente, en sus filosofías, en sus éticas, en su ciencia, hay moral y hay tecnología bastante para poner cierto orden, mejor orden en la convivencia humana, para poner decencia, equidad, tolerancia, para racionalizar la distribución del trabajo y de los bienes que con él se adquieren, para poner término a los disparates más gruesos de la guerra, del derroche en armamentos, de las dictaduras, de la violencia policial, del destrozo de la naturaleza. Hay, en suma, recursos y razones bastantes para no desesperar, para no desmoralízarnos.

Se comprende, de todas formas, que haya cundido cierta desmoralización entre los que ayer, bajo la enseña que fuere, ardieron en el fervor de la utopía. No era esto, no era esto. Y claro que no lo es. ¿No lo será nunca? Con los aires que corren, la utopía está hibernada. Pero saldrá de su pasmo, ya lo verán. No es un horóscopo. Es lección de la historia. Bajo esta enésima glaciación hay. brasas del más antiguo fuego avivado por los hombres, la pasión por lo radicalmente nuevo y no vivido todavía, y la capa de hielo, por alguna línea de fractura, se resquebrajará.

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