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Un sueño de Brahma

Primera cuestión: ¿se pueden tener experiencias cuando apenas se tiene lenguaje? Cuestión previa: ¿se tiene alguna vez lenguaje?, ¿lenguaje propio? Bien; suele haber consenso en que Beethoven Io tuvo cuando compuso sus últimos cuartetos, y en que Rimbaud lo tuvo cuando escribió Les Illuminations, y en que Einstein lo tuvo cuando planteó la teoría de la relatividad. Todos ellos consiguieron asomarse al exterior del código vigente, manteniendo la indispensable referencia a la tradición. El caso es que toda experiencia real tiene que ser mínimamente caótica; también, mínimamente redundante. Entre la locura y el anonimato, una incandescencia que fluctúa.(Y no estarña de más recordar que, termodinámicamente hablando, la fluctuación es uno de los nombres del azar.)Pero aquí me importa enfatizar un punto. Tal vez nunca se tengan experiencias suficientemente reales, pero lo que sí cabe es el buen uso del asombro. Cabe un pasmo de buena calidad. Lo cual, por cierto, está al alcance de todas las fortunas. ¿Por qué las cosas son como son, y no, más bien, de otra manera? Sabemos, con Marx, que las ideas son función del munido, y no viceversa. Pero el asorribro es previo al mundo y a las ideas. Y por esto el arte no ha muerto y el lenguaje culebrea. Y hasta la propia metafísica se apresta a renovar su repertorio de metáforas. Recuerdo ahora que la vivencia que presidió mi adolescencia cabría formularla así: tiene que haber algo infinito. Era una especie de ontologismo que no estoy seguro de haber superado jamás. La realidad, o es infinita o no es. El capricho de un cosmos finito y nada más se me antojaba perfectamente insatisfactorio.

Que cada cual lo construya como mejor se le acomode: que para eso es cada cual. Yo cavilo que en el último estrato del pasmo está el aliento más recóndito de la dignidad humana. Y también de cualquier génerro de creación: desde la poética a la culinaria. Quiero decir que hay una exasperación que nos conduce a trascender. Metidos en ese intervalo inverosímil de universo que no se sabe si ha de extinguirse en una expansión indefinida o si ha de invertir su proceso dentro de 50.000 millones de años, a mitad de camino entre el átomo y la galaxia, con la única certeza de la muerte, ¿por qué iba uno a andarse con pamplinas? Los antiguos anacoretas vivían con una calavera al lado. Eran gente sabia. La calavera al lado mantiene las debidas dosis de exasperación y desapego. Centra los temas. Y no a la manera infantil de Ignacio de Loyola, no para dar miedo; al contrario, para quitarlo, para cobrar perspectiva. Nosotros podemos contemplar un mapa cósmico, algo que nos recuerde las dimensiones del hombre dentro de un universo que puede que sólo sea una partícula dentro de un megauniverso muchísimo más vasto, que a su vez etcétera, en regresión infinita. Esta es hoy nuestra calavera: un conjunto de muñecas rusas.

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Addenda para estudiosos. El tamaño del planeta Tierra es la media geométrica entre el tamaño del universo y el tamaño de un átomo. La masa de un hombre es la media geométrica, entre la masa de ía Tierra y la masa de un protón.

Estiman los teóricos del llamado principio antrópico que estas son coincidencias muy notables. Yo mantengo mis reservas. Eso sí: estoy dispuesto a admitir que igual que hay agujeros negros, pueden haber múltiples dimensiones de la realidad estrictamente invisibles, y de las que, por definición, ninguna información experimental puede llegarnos,

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Un sueño de Brahma

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aun cuando estén a un palmo de nuestras narices.

Sí, hay una articulación entre exasperación, lenguaje, asombro. Un cierto ánimo vengativo. La sobrecogedora precariedad de cuanto existe, desde el hombre hasta los quarks, nos trastorna y a la vez nos inmuniza. El universo parece el capricho cruel de un dios demente, un recochineo de arbitrariedad sofisticada que llega hasta el punto de resultar mínimamente comprensible. El colmo de los sarcasmos: hay un logos. Recordemos la famosa sentencia de Alberto Einstein: "Lo más incomprensible del universo es que sea comprensible". Bien: sólo hasta cierto punto. Hemos descubierto unas llamadas leyes de la naturaleza que nos sirven para andar por casa; ciertos isomorfismos entre mente y mundo. Eso es todo. En tamaño marco de referencia, cualquier acontecimiento se diluye en un fugacísimo juego de artificio.

Hace unos miles de años, los sabios indios lo planteaban del siguiente modo: el universo es un sueño de Brahma destinado a desaparecer cuando Brahma se quede más profundamente dormido, y a reaparecer cuando Brahma vuelva a soñar. Pero lo que Brahma sueña es sí mismo; y, en consecuencia, cualquier cosa es Brahma. Cualquier cosa es Brahma jugando al escondite consigo mismo. Así que lo que uno escribe son las aventuras minúsculas de Brahma en un intervalo minúsculo de su sueño real. Así que el alcance de mí mismo es Brahma, o como quiera despacharse la ocurrencia. Lo absoluto. Así que las peripecias minúsculas de nuestra vida son efectivamente minúsculas, pero no por ello dejan de ser absolutas. Y a la vez fantasmagóricas.

Recientemente comencé a escribir un ensayo titulado El retorno de lo infinito. Si cada partícula es un cosmos, y cada cosmos es una partícula, y así indefinidamente, la realidad de las realidades es lo infinito, único capaz de desalojar la nada. ¿Infinito?, ¿Dios?, ¿Brahma? El nombre es lo de menos. El caso es que reaparece la vivencia romántica de mi adolescencia: sólo lo infinito puede más que la nada. Sólo lo infinito es perpetuamente nuevo: pícaro, demente, inagotable, informativo. Y aunque suene extraño, esta vivencia tiene tanto de oriental / hindú como de occidental / bíblica. Hay una cierta complementariedad. Lo absoluto es el Uno, lo absoluto es el Otro. Depende del punto de mira. Si nos instalamos en lo absoluto (hinduismo), lo absoluto sólo puede ser el Uno, cualquier cosa es el Uno, yo soy el Uno. Si nos instalamos en el hombre (judaísmo), lo absoluto es el Otro.

Y si radicalizamos la finitud de lo que está a mano (filosofía griega), tenemos el esquema alucinante que hace posible el discurso fecundo de la ciencia. Pero, en última instancia, es lo mismo. La realidad acaba siendo siempre inaccesible. Va retrocediendo ad infinitum. Y una vez admitido lo infinito hay que arrancar de lo infinito. Y si arrancamos de lo infinito, ¿cómo puede haber otra cosa fuera de ello? La respuesta hindú es tajante: todos somos ya ese último infinito. Cualquier cosa es ese último infinito. "Tú eres esto". Tat tvuam así. Se lo explicaba sosegadamente Uddalaka Aruni a su hijo Shvetaketu, y nos 19 cuenta la Chandagya Upanishad. Esto es Atman, el único Sí-mismo.

Bajo infinitos disfraces.

Yo soy un disfraz de Átman; usted es un disfraz de Atinan, y la vida es un baile de máscaras. Este articulillo deslabazado también es un baile, un juego, una, sarcástica respuesta frente a no se sabe qué.

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