Tribuna:

El caso del monumento invisible hallado en Sitges

Como es demasiado sabido, Lacan mediante, la primera pieza perfecta de la narración policiaca se debe al genio de Edgar Poe y cuenta el extraño caso de una, carta robada que nadie podía encontrar porque su ladrón la había ocultado del modo más perfecto: dejándola a la vista de todos, como un papel sin importancia, en su mesa de despacho. Pero, después de todo, una carta es cosa menuda y perdediza (¿acaso no existe en castellano como frase hecha perder los papeles?), lo que quizá facilita su escamoteo. ¿Sería posible que algo mucho más grande, todo un monumento, fuese invisible por su pr...

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Como es demasiado sabido, Lacan mediante, la primera pieza perfecta de la narración policiaca se debe al genio de Edgar Poe y cuenta el extraño caso de una, carta robada que nadie podía encontrar porque su ladrón la había ocultado del modo más perfecto: dejándola a la vista de todos, como un papel sin importancia, en su mesa de despacho. Pero, después de todo, una carta es cosa menuda y perdediza (¿acaso no existe en castellano como frase hecha perder los papeles?), lo que quizá facilita su escamoteo. ¿Sería posible que algo mucho más grande, todo un monumento, fuese invisible por su propia evidencia y permaneciese oculto en su trivial mostrarse a quienes cien veces pasan ante él? Veamos.Supongamos una. preciosa población de la costa catalana; por ejemplo, Sitges. Sigamos suponiendo que allí -en el marco de las actividades de la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo- se celebra un curso sobre Novela policiaca y novela negra. El palacio de Maricel acoge, es un decir, a Juan Cueto, vigoroso ilustrador del origen popular del género policiaco, que quizá debe más a Eugenio Sue o Vidocq que al propio Conan Doyle. Imaginemos también que el director del curso -al que llamaremos, para abreviar, Ricardo Muñoz Suay- ha conseguido. los servicios del Peter Pan del pun (o, si prefieren, Peter Pun), el gran Guillermo Cabrera Infante, que nos cuenta de sus odios y amores detectivescos y define magistralmente al indigesto John Le Carré: un Dostoievski menor dictado en inglés a una secretaria de la KGB. Y hasta a mí mismo me supongo, sueño dentro del sueño, intentando profesar un ensayo de Poe-ética.

¿Qué puede unimos a todos nosotros, a Ricardo y a Guillermo, a Juan y a mí, mejor que nuestro voluminoso cariño -no hubiera bastado menos- a Gilbert Keith Chesterton, el inventor del detective teológico y de la apologética enigmática? Cada uno le acompañamos de otros nombres preferidos, éstos si que variables; pero a él, rotundidad donde la esfera se cruza con la cruz, no le cambiamos por ninguno.

Pues bueno, ahora tenemos que van y vienen los personajes de este caso por el paseo marítimo de Sitges, del hotel a Maricel y vuelta a empezar, guiñando el ojo (como pícaros Raul WaIsh) a las alemanas en top-less y a los gays ingleses, según el gusto de cada cual o la inspiración del momento. Hasta que otro amigo común -LIuis Permanyer- nos hace notar que en pleno paseo, a cincuenta metros del hotel, se alza un monumento a Chesterton. Nos lo dice a las tres de la madrugada y nos precipitamos sobre el descubrimiento: allí está, la cosa es indudable aunque increíble.

El hermoso medallón de bronce y una leyenda realmente digna del personaje: "A G. K. Chesterton, enamorado de Sitges, cuyas primaveras honró con su noble presencia. Ni más ni menos. El suceso es tan mágico que a la mañana siguiente, ya menos eufóricos, Juan Cueto y yo fuimos a ver si el monumento se había desvanecido, huidizo Brigadoon, de nuestros deseos nocturnos. Pero no, allí estaba todavía (o allí había vuelto a aparecer). De modo que nos hicimos una foto junto a él, en homenaje a uno de los hombres más enormemente buenos, enormemente sagaces y enormes de nuestro siglo.

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