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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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La Constitución y el transfuguismo político / 1

Como si nos hubiéramos internado por el túnel del tiempo asistimos, en el verano de 1982, a un fenómeno político parecido al que acaeció en la primavera de 1977, meses antes de las primeras elecciones democráticas. En efecto, la desintegración suicida de UCD está provocando, en el espacio político de la derecha, un continuo hacer y deshacer de las bases de nuestro sistema de partidos que no tiene por qué envidiar al manto de Penélope. Por el momento son ya cuatro o cinco los partidos políticos que se están desgajando del partido centrista. Lo cual es grave, al menos, por tres razones.De entrada, porque se puede hablar de sistema de partidos en un país cuando el número de éstos, su ideología, su estructura interna, sus dimensiones, sus apoyos sociales y sus formas de interacción aparecen como duraderas y gozan de una cierta estabilidad. Con ello no quiero decir que tales elementos se encuentren petrificados o no evolucionen apenas. Al contrario, el sistema de partidos de cualquier país se encuentra en evolución constante, puesto que al depender los partidos unos de otros basta con que uno sufra una modificación para que influya en la suerte de los demás. Nos parece, en principio, que se deba negar la conveniencia de semejante evolución, desde el momento en que se producen periódicamente elecciones democráticas. Las diferentes estrategias que los partidos adoptan en cada confrontación electoral obliga, a la vista de las expectativas del electorado, a modificar e ir perfilando los elementos que constituyen y conforman todo sistema de partidos. Por consiguiente, sería negar la evidencia si afirmamos que un sistema de partidos, para ser tal, debería permanecer inmutable en el transcurso del tiempo. Pero, por el contrario, también es cierto que los sistemas de partidos aparecen tanto más perfilados cuanto más lenta y reflexiva sea su evolución. O lo que es lo mismo: un régimen político será tanto más estable cuanto mayor estabilidad alcance el sistema de partidos que lo configura. Aplicadas estas reflexiones teóricas al caso español, la consecuencia es que una modificación esencial del sistema de partidos, que ha estado vigente en nuestro país en estos últimos cinco años, comportará ineludiblemente graves costos para el funcionamiento y consolidación del sistema democrático naciente.

En segundo término, la vuelta a la atomización de la derecha, en vísperas de las elecciones, aparece como una grave irresponsabilidad de este sector de la clase política. Se asiste nuevamente en nuestro país a una deficiencia tradicional de la derecha para competir en un sistema democrático. Lo cual, en los momentos actuales, es mucho más grave que en el pasado, porque España está asistiendo a una cita histórica que la permitiría salir de esa tradición turbulenta que nos ha mantenido alejados del quehacer europeo. Algunos creen ver en el actual guirigay de la derecha española una clara incapacidad para solventar con dignidad su innata tendencia a la reacción y al ultramontanismo. No es extraño así, perdóneseme la anécdota, que hace unos días en una de las cenas que el rector Morodo organiza en la Universidad de Santander, a la que yo asistí, y en donde estaban congregados representantes de la cultura, la universidad y la política, uno de los comensales me hiciese un comentario de Areilza, que llevaba el protagonismo de la reunión, diciéndome que su lucha por la implantación de una derecha civilizada en España no había cosechado más adictos que el que la preconizaba. Yo no quiero ser tan pesimista, y pienso que todavía es tiempo de que aparezca un fuerte partido que encarne ese ideal de los partidos conservadores europeos, que es vital para el funcionamiento de una democracia moderna y occidental.

Por último, el fenómeno del transfuguismo político incide, a mi juicio, en un problema de corte constitucional. Nuestra norma fundamental cuenta, entre las pocas innovaciones que ha adoptado, la de un cambio radical del papel de los partidos en un régimen moderno. En efecto, a partir de un análisis, que no me es posible hacer aquí, parece claro que se basa en un concepto de los partidos mucho más acabado del que es propio de otras Constituciones occidentales. La actualmente vigente en España descansa, implícitamente, en la idea de que los partidos, al ser "instrumento fundamental de la participación política", son la clave de bóveda de nuestro sistema representativo. Tanto numerosos artículos de la Constitución como el decreto-ley de normas electorales de 1977 descansan en la idea de que la identificación entre el elector y el elegido, indispensable para la existencia de una auténtica representación, radica en los partidos políticos, los cuales dan substancia viva al pluralismo político, que es uno de los valores fundamentales de nuestra Constitución.

De ello se deducen tres consecuencias importantes. La primera es que para el funcionamiento de nuestro sistema democrático es indispensable la existencia de partidos sólidos y, con una clara especificación ideológica o programática que ilumine las opciones del elector.

La segunda, que una vez que el elector se pronuncia por una opción política concreta, los elegidos deben de mantenerla hasta el fin de la legislatura.

La tercera, que en nuestro actual sistema legal se asiste a una lucha entre el concepto tradicional del representante que representa a toda la nación, y no está obligado a mandato imperativo alguno, y el del representante delegado de un partido, que está sujeto a un mandato ideológico que le obliga a aceptar la disciplina de voto de su partido.

Por ello, la regulación que lleva a cabo la Constitución y otras normas jurídicas de los partidos políticos, si nos atenemos tanto a la letra como a la práctica política, está comportando un enorme desgaste para la democracia, debido a la incoherencia de algunos de sus postulados.

En efecto, la cuestión de los parlamentarios que han sido elegidos por un partido, con arreglo a un programa determinado, y después abandonan el mismo para pasar a otro -que posee otro programa- es una estafa política que rompe con el principio de idem sentire que se encuentra en la base del concepto de participación y representación en su sentido moderno. Así, como decía Mounier, "cuando la representación traiciona su misión, la soberanía popular se ejerce por presiones directas sobre los poderes: manifestaciones, revueltas, grupos espontáneos, clubes políticos, huelgas, boicoteos y, en el límite, la insurrección nacional". Claro que también puede darse, ante la quiebra de la representación el fenómeno contrario, esto es, la abstención pura y simple del ciudadano.

La extensión, cada vez mayor, del abstencionismo en nuestro país, es probable que se deba en gran medida a este falseamiento que se produce de la representación a causa de los trasvases y cambios ideológicos de nuestra clase política y, sobre todo, parlamentaria.

Jorge de Esteban es catedrático en Derecho político.

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