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El sexo de los filósofos

En 1973 se escribió una pequeña biografía sobre el filósofo Wittgenstein -que aparecerá próximamente en castellano- en la cual se sugería que éste había sido un activo homosexual. Las escasas cinco páginas que se ocupaban del asunto fueron como la estopa y el fuego. La reacción que produjo fue tan agresiva que W. W. Bartley, su autor, se sintió obligado a ampliar el libro original en un tercio para contestar a sus numerosos críticos -católicos y anglicanos, en su mayor parte-. Los amigos del filósofo supuestamente ofendido le acusaron de mentiroso, chivato, chismoso y traidor a la causa filosófica. Como la castidad y la heterosexualidad estaban en causa, la vida académica cerró filas. Y, como suele ocurrir en tales casos, no sólo se han negado vicios al encausado, sino que se ha sublimado su virtud. Un psiquiatra que fue discípulo y amigo de Wingenstein ha llegado a decir que "un espíritu tan distinguido estaba bien alejado de cualquier comercio sexual".No es fácil saber cuál es la relación que media entre un individuo y su producción mental. Suelen ser tres las actitudes que se toman al respecto. La primera es la de separar al máximo la persona de sus ideas. El caso expuesto es un ejemplo de ello. Según esta postura, las ideas volarían muy por encima de nuestros cuerpos. El pensamiento, por definición, seria puro. Las ideas, desde luego, se encarnan en cuerpos, y dichos cuerpos, por su parte, tienen unos papeles bien definidos; tan definidos que por muy sublime que sea el pensamiento, quien lo porta es seráfico o seráfica, arcángel o arcángela. Los que se han tomado la molestia de defender a Wittgenstein no han hecho sino poner al desnudo uno de los miedos más centrales de nuestra sociedad: privadamente uno podría ser lo que quisiera, pero como. públicamente cada uno ha de estar en su sitio, en el espacio social que ocupa su cuerpo, un libro que trastoque las cosas es como incitar a las tablas de la ley a que se rompan sobre nuestras cabezas. Es el mismo Burtley quien dice que la educación de los niños americanos se realiza según una prueba en la que se asigna un alto coeficiente de feminidad -con su correspondiente peligro- a quien prefiera ir a un museo o leer un libro en vez de jugar al fútbol (es de suponer que con el Mundial aumentará la masculinidad).

Una postura diametralmente opuesta es la de aquellos que, más románticos, creen que los anteriores ponen las cosas patas arriba. Esta segunda actitud no está dispuesta en absoluto a separar la obra de un autor de su vida. Y en tal celo también se pasan. Así, y en el caso que nos ocupa, la sexualidad wittgensteiniana es vista como la misma fuente de su filosofar. Su teoría sobre el lenguaje sería un trasunto de su ebullición sexual (del semen a la semántica, como gusta repetir uno de tales intérpretes) y su doctrina ética una capa protectora contra sus desviaciones eróticas. Esta manera de ver las cosas enlaza con una vieja tradición según la cual se podría adivinar el pensamiento de Pepito o de Pepita conociendo su trasfondo libidinal, sus impulsos, sus energías últimas. Con una técnica y una osadía similar no han faltado quienes vieran en el idealismo de Hegel la expresión abstracta de su soledad depresiva, o en el también idealismo del obispo Berkeley -aquel que "sin creer en la materia" se casó tres veces- la transformación en clave especulativa de una vulgar colitis. Tendríamos cifrado, en fin, nuestro destino intelectual en el tamaño de la nariz, en el color de los ojos o en las malas digestiones. Y a un nivel más profundo, las nodrizas serían las verdaderas madres del pensar. Sirvan las palabras de D. de Rougement del juicio que nos merece esta cómoda reducción de lo que se expresa a algún núcleo recóndito: "A nosotros, los herederos del siglo XIX... lo más bajo nos parece lo más verdadero". Es la superstición de la época, la manía de remitir lo sublime a lo ínfimo, el extraño error que toma como causa suficiente una condición simplemente necesaria... Me cuesta mucho apreciar el interés de una emancipación que consiste en explicar a Dostoievski por la epilepsia y a Nietzsche por la sífilis. Curiosa manera de emancipar al espíritu esa que se remite a negarlo.

No siempre ha de ser tan grosera la relación entre vida y obra. Por eso, la tercera postura, siendo la más modesta, la menos afirmativa, es, probablemente, la más certera. Sin aceptar que haya algo último y definitivo que condiciona nuestras producciones, reconoce, no obstante, que no entendemos a una persona -filósofo o no- si cerramos los ojos ante su infancia, sus represiones, sus su- Pasa a la página 14 Viene de la página 14 blimaciones y sus ilusiones. Cuando Nietzsche se pregunta por qué él es un destino, responde así: "Conozco mi suerte". A quien habla de tal modo sólo se le puede entender si nos fijamos en sus deseos, en. sus intenciones y hasta en la seguridad que él tiene de su influencia en nuestras vidas.

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También nosotros conocemos un poco nuestra suerte. Y esta es la de estar en un contexto social en el que todo se entiende porque a nadie se le atiende. No hay ni tiempo, ni ganas, ni interés por contemplar a los otros corno posibilidades nuevas en vez de como repeticiones, viejas. O, mejor, si se identifica, si se juega a quién es quién sólo que con la confesada intención de clasificarle como enemigo del Estado o perturbador en potencia. Por eso suele ser, como siempre, la gente sencilla la que se revuelva contra esta destrucción de lo privado y nivelación de lo público. Cuando protestan, por ejemplo, de que los que mandan o aspiran a mandar son indiferenciables no hacen sino devolver una pelota que, previamente, se les ha arrojado. Primero, les han impedido ser de otra manera y, segundo, se les ofrece el ejemplo de unas vidas excesivamente semejantes como para que sus obras sean distintas.

Volvamos a los filósofos y al sexo. Es probable que en tendamos mejor a Wittgenstein -y a quien sea- si sabemos de sus dificultades sexuales y de sus esfuerzos por solucionarlas. Pero entender no es devorar. Existe un pequeño paso que en modo alguno hay que dar: ese que consiste en entrar en la vida privada de alguien como en terreno conquistado. Requiere habilidad unir vida y obra sin destruir la vida. Cuentan que a Wittgenstein le horrorizaba el que se penetrara en su vida privada. Incluso llegó a escribir: "No juegues con lo que está en lo profundo de otra persona". Tal vez por que, como también escribió, no suele ser muy bello lo que hay dentro. O, simplemente, añadimos nosotros, porque a nadie le importa.

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