¿Dónde están los menendezpelayistas?
Hay unas cuantas razones para escribir hoy sobre Marcelino Menéndez Pelayo, liberados ya de los hagiógrafos que le presentaron como el hombre carlyliano de la raza hispana y como la síntesis del reacionarismo nacional, por encima de Balmes, Vázquez de Mella y el propio Donoso Cortés, según la doctrina del nacional-catolicismo y la opinión de Pemán, que buscó en Menéndez Pelayo los orígenes de Acción Española. Es urgente devolver a Menéndez Pelayo su digna importancia, igualmente alejados de los que todavía insisten en considerarle un insigne polígrafo, "el más ilustre de cuantos haya dado España", y de quienes lo califican de "lodazal crítico que hay que superar" e incluso olvidar. Es un esfuerzo, pero hay que sobrevivir a la amenazadora avalancha de artículos, libros y conferencias que enterraron de mala manera la figura del erudito cántabro en estos últimos cuarenta años, con algunas pocas excepciones de comprensión, entre ellas los casos progresistas de Juan Goytisolo y Juan Antonio Gaya Nuño.La Prensa de Santander recordó este año, como en sus mejores tiempos, el aniversario de Menéndez Pelayo rehaciendo algunas encuestas sobre su figura. Que recuerden las hemerotecas, las últimas se habían hecho cuando el centenario de su nacimiento, el 3 de noviembre de 1956, y con ocasión del traslado de sus restos mortales a la iglesia-catedral de Santander, en presencia de Franco y lo más granado de la jerarquía católica, que alguna vez quizá soñara con llevarle a los altares. Un diario local, en aquel evento, hubo de suprimir la respuesta de una buena señora a la que el reportero había acudido por tener el mérito de ser la más vieja del lugar. Preguntada por cómo recordaba a don Marcelino, la señoruca, dura de oído pero ligera de memoria, contestó mientras se sujetaba el moño: "¿Marcelinueo, dice usted? ¡Ah, sí! ¡Qué bueno era en la cama!".
Pero estas son anécdotas en la vida intensa de un erudito incansable, de memoria prodigiosa, que amaba a Dios sobre todas las cosas y al libro como a sí mismo, que había escrito en el epílogo de los Heterodoxos sobre la España evangelizadora de la mitad del orbe, martillo de herejes, Luz de Trento, espada de Roma y cuna de san Ignacio (lo que tenía por nuestra grandeza y nuestra unidad, "no tenemos otra"), y que se consideraba cristiano a machainartillo y defensor de los intereses de la Iglesia "antes que ningunos otros". Al fin y al cabo, para los asuntos de tejas abajo, que también cultivó con apasionamiento distraído, tuvo como maestro al más ilustrado y malicioso de los españoles de su época, don Juan Valera, que le escribía cartas sobre el modo de conducirse en sociedad con las señoras (cartas destruidas, naturalmente, por los hagiógrafos del autor que glosamos), le aconsejaba quedarse soltero y, hombre de los peros y de los aunques, como de él mismo decía don Juan, intentó en vano apaciguarle al cazador de heterodoxos su reaccionarismo neocatólico.
Se ha dicho que la Restauración quiso hacer a don Marcelino el baluarte de sus ideas, pero no es verosímil que se le ocurriera tal idea al propio Cánovas, tan dado a los imposibles (Romero Robledo mediante...), ni, desde luego, a quienes, como Azaña, Galdós o Alvaro de Albornoz, firmaron su candidatura al Nobel o a la presidencia de la Academia Española. Don Juan Valera fue más optimista. Avisado e instruido como nadie, aunque muy perezoso, veía en su mozo amigo un alter ego de superior sabiduría y buscó, por tanto, bañarlo en las corrientes de la vida. "Usted será personaje de gran cuenta en las letras", escribe el santanderino. Y expresa la esperanza de recuperarlo para la causa restauradora. El Criterio, de Balmes, se dice, no es más que una colección de fabulillas desatinadas con metafisiqueja en lugar de moraleja. El anticlericalismo es mucho más que una pasión de zapateros progresistas. Y con alegatos como los prodigados por el marqués de Valdegamas o exabruptos como los del Brindis del Retiro, "si el catolicismo no fuera divino, con pocos como Donoso.. -, vendría a tierra y se hundiría".
Del famoso Brindis del Retiro hace ahora cien años (1881). En la fonda Persa del Retiro terminaba uno de los más importantes actos del centenario de Calderón. Algunos oradores y algunos extranjeros habían mantenido tesis que disgustaron a don, Marcelino -como le disgustarían las mantenidas hoy por Umbral, por ejemplo-. Sin que nadie lo espere, don Marcelino se levanta y empieza un discurso feroz en el que defiende la fe católica, apostólica y romana ("la Iglesia, el partido de Dios en la Tierra"), al municipio español, a los dramas calderonianos y hasta a la Inquisición. Doña Emilia Pardo Bazán ve a Meriéndez Pelayo (y se lo cuenta en una carta) con la corbata desatada, muy sofocado y echando chispas, y a todos los extranjeros ébahis y a los del signo de la bestia hechos unos venenillos. A Valera y a Galdós -su otro gran amigo progresista Galdós-, el brindis les parece una pitada. Y hasta su delicado y neurótico hermano Enrique, el buen poeta. le reprende por no haberse contenido. Pero don Marcelino, más tradicionalista que los mismísimos Nocedales, no cede. Estaba muy cargado de tonterías y hasta barbaridades, y además, le habían dado de postre un champaña atroz.
A Juan Goytisolo, en el Furgón de cola, debió divertirle este suceso, que fue acontecimiento en la Prensa de la época. En él piensa cuando pone a Menéndez Pelayo como ejemplo para quienes ahora no saben manejar tan certeramente la sátira y la ironía. Los otros ejemplos son el retrato de don Jorgito el inglés vendiendo biblias protestantes a los gitanos de España (Azaña también eserlbió páginas memorables sobre Jorge Barrow), y aquellos trampantojos furibundos que escribió contra la filosofía alemana, presumiendo de no saber la lengua de Hegel, contra la masoneria krausista, de la que se declara el más implacable enemigo, porque es "una jerga que Dios confunda"; contra Salmerón, que le impuso el único suspenso de su vida académica (en metafísica) y del que se mofaba con gracia, pues en el café pedía, en lugar de agua, "un vaso de óxido hídrico"; contra Joaquín Costa, después amigo suyo, porque más que pronunciar las palabras las vomitaba, o a favor de la Inquisición, con argumentos insostenibles y que el propio don Marcelino tendría que haber puesto en duda si hubo sinceridad cuando gritó in dubiis libertas frente a don Gumersindo Laverde, y cuando defendió a Rubén Darío frente a los censores del Pórtico a Rueda, por peligrosa novedad. Menéndez Pelayo, que vivía con el poeta nicaragüense en el hotel Cuatro Naciones, escuchó el recitado y comentó divertido que aquellos versos eran, sencillamente, los viejos endecasílabos de gaita gallega, "tanto bailé con el ama del cura / tanto bailé que me dio calentura". Todo libro vedado se ha leído siempre con avidez, afirma don Marcelino. "La privación es causa de apetito...", y Meriéndez Pelayo era pagano en arte hasta los huesos, y también pagano en lides amorosas y hasta en las alcohólicas, por mucho que se empeñen en contrario algunos de sus biógrafos.
¿Quién es hoy Marcelino Meriéndez Pelayo? A muchos nos deja fríos, por tomarle la palabra a Emiliano Aguado. A otros les molestan algunas de sus páginas, y están en su derecho. Pero hay que hacer nuevas lecturas. Los que, como José Luis Abellán, están escribiendo la todavía inexistente historia total del pensamiento español, in ortodoxos ni heterodoxos, verán en Meriéndez Pelayo dos tiempos. Dos ideas: las de juventud, ultramontanas, expresadas sin piedad y, en ocasiones, sin caridad; y las que fueron rectificadas generosamente cuando corrigió las segundas (o terceras) ediciones de su inmensa obra. "Jamás he ofendido a sabiendas a nadie", diría en un prólogo de La ciencia española. Peleaba contra las ideas, no contra las personas. E incluso hizo alguna alabanza de la tolerancia.
He citado a Abellán y es la última razon para escribir hoy sobre Marcelino Meriéndez Pelayo. El autor de Historia crítica del pensamiento español, al presentar hace unos días el tomo tercero de su inmenso esfuerzo intelectual, ha dicho que quiso hacer con ese libro una "obra patriótica" para todos los españoles, una obra para contribuir a una "España mejor". El Abellán se enfrenta a partir de ahora con el siglo XIX, hecho el vademécum, según Laín, de la ciencia que hubo, la que no hubo y la que debe haber. Quizá veamos ahora la lectura correcta de Menéndez Pelayo, el tiempo del menendezpelayismo. O tal vez no. Después de todo, los españoles hemos hecho algo mejor que escarmentar herejes, oprimir al lombardo y escandalizar al padre Las Casas, como ya enseñó Azaña hablando de Ganivet. Don Marcelino, además de ser un David que desde niño derribaba a los gigantes "por la gracia de Dios", contribuyó, y mucho, a poner.la primera piedra de la historia del pensamiento español. No está de más recordar cómo lo hizo, porque servirá. Y si de cada período de nuestra historia tomó el modelo de los "hombres representativos", frente a los "héroes" de Carlyle o los "privilegiados" de fray José de Sigüenza, veamos quiénes y cuántos representan el siglo XIX. Si Séneca fue la cultura romana; san Isidoro, la España visigoda; Averroes, la España árabe; Maimónides, la civilización hispano-judaica (siglos XI al XIV); si Alfonso X El Sabio y Raimundo Lulio representaron la España cristiana de la Edad Media; Nebrija, el siglo XV; el erasmista Luis Vives y el escolástico Francisco Suárez, el Siglo de Oro, el XVI; Quevedo, el obispo Caramuel y Nicolás Antonio, el XVII, si Feijoo, el fundador de la filología comparada, Hervás y Panduero y Jovellanos fueron los polígrafos del siglo XVIII, ¿quién será, con iguales criterios a los sostenidos por Marcelino para esta selección, el representante del diecinueve? ¿Quiénes? ¿Menéndez Pelayo entre todos ellos?
Los hagiógrafos de Marcelino Menéndez Pelayo, que tanto han contribuido con su pedrea de retruécanos, al enterramiento del erudito santanderino, hablaron del "ilustre polígrafo", del más insigne. Al margen de estas exageraciones, ¿qué habrá quedado? ¿Dónde están los menendezpelayistas?
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