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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Las tendencias comunistas

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LA CONFERENCIA provincial de Madrid del PCE se ha pronunciado a favor del reconocimiento estatutario de las corrientes de opinión en el seno de la organización. Dado que la medida no significa mas que la aceptación oficial de un fenómeno que existía de hecho en el PCE, la respuesta de la dirección y sus críticas a los prosoviéticos y renovadores pueden parecer a primera vista desmedidas. De otro lado, la moción aprobada, muy matizada y cautelosa, legaliza las corrientes de opinión dentro del PCE, a fin de que puedan expresarse con toda libertad, individual y colectivamente, dentro o fuera de la organización, pero rechaza, en cambio, las tendencias organizadas, entendidas como grupos que poseen órganos de dirección, recursos económicos y medios de expresión propios.El monolitismo organizativo, el centralismo burocrático, la obligación de los discrepantes de acatar en silencio las decisiones de la dirección, la prohibición de expresar públicamente las críticas y el fetiche del fraccionalismo son señas de identidad de los partidos comunistas desde la lejana época en que el décimo congreso de los bolcheviques, en 1921, vetó las tendencias, coartó la libertad para la discrepancia y acuñó el modelo organizativo de la III Internacional. Antes de la gran guerra, la libre discusión y la formación de corrientes dentro de las organizaciones socialistas y revolucionarias eran prácticas habituales que estaban reconocidas oficialmente en los estatutos. En ese sentido, la prohibición formal de las corrientes en el PCE y las reticencias del PSOE hacia las tendencias no tienen más fe de bautismo que el proceso de burocratización y el reforzamiento del aparato en todas las organizaciones.

El paso del tiempo ha modificado, a veces sustancialmente, la estrategia internacional, la línea política y la ideología de los comunistas españoles, pero no ha logrado romper con el tabú del llamado centralismo democrático ni acabar con el horror sagrado al fantasma del fraccionalismo. Quizá lo más curioso de ese fenómeno sea que el curso de los acontecimientos también había dulcificado en la práctica el extremo rigor del PCE en cuestiones disciplinarias. Antes, los discrepantes eran solemnemente expulsados, como sucedió a comienzos de los años sesenta con Fernando Claudín y Jorge Semprún, y, a veces, calumniados y cubiertos de ignominia, como Monzón o Comorera. En la etapa más reciente, sin embargo, la libertad de expresión dentro de la organización comunista había aumentado de forma considerable, y los discrepantes eran simplemente hostigados o marginados para que abandonaran voluntariamente el PCE, como ha ocurrido en el caso de Eugenio Triana, Ramón Tamames y otros intelectuales y técnicos comunistas. Pero una cosa es, al parecer, la tolerancia en la práctica, y otra muy distinta el reconocimiento formal en los estatutos de que la manifestación de las críticas y la libre expresión de las opiniones en los medios de comunicación son derechos de los militantes, y no concesiones graciosas de los dirigentes.

Quizá sea el tacto de codos en la conferencia provincial madrileña, en vísperas del décimo congreso, entre las dos corrientes que se enfrentan a Santiago Carrillo desde posiciones contrapuestas el factor más importante para explicar la virulenta reacción de la dirección del PCE contra los discrepantes. El eurocomunismo parece haber desatado una dinámica centrífuga, que arroja fuera de la ortodoxia oficial tanto a los viejos militantes apegados al fundamentalismo leninista o estalinista, como a los miembros del PCE que tratan de llevar hasta sus últimas y lógicas consecuencias los postulados eurocomunistas. Los prosoviéticos añoran las antiguas certidumbres, el mundo en blanco y negro del marxismo-leninismo, la visión geopolítica de la lucha de clases como un combate agónico entre el capitalismo y el socialismo, encarnados por Estados Unidos y la Unión Soviética. De otro lado, los renovadores o críticos aspiran a que la revisión eurocomunista se extienda de forma coherente a cuestiones ligadas a la organización del partido, al remozamiento del envejecido grupo dirigente (en buena parte, de origen estaliniano) y a la participación de los militantes. Pero también exigen que se analicen hasta el fondo temas relacionados con la naturaleza del sistema soviético, la alianza con los socialistas y propia historia del PCE.

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No deja de ser paradójico que prosoviéticos y renovadores, mucho más enfrentados entre sí, en cuestiones de fondo, de lo que cada corriente pueda discrepar de Santiago Carrillo, hayan formado esa alianza táctica contra el grupo dirigente y su secretario general. La lucha en dos frentes no es un fenómeno nuevo en la historia del movimiento comunista, pero lo que resulta original es la tenaza de las dos alas contra el aparato, que siempre ha solido beneficiarse en esos casos de las rivalidades y enconos. El actual conflicto que desgarra al PCE presenta el rasgo singular de que la sangría desde esos dos flancos, el prosoviético y el renovador, coincide con la dificultad del eurocomunismo oficial para redimensionar su línea política y su estrategia y para incrementar su militancia y, eventualmente, su electorado. Ni prosoviéticos ni renovadores parecen ofrecer soluciones alternativas viables. Pero, agarrada entre dos fuegos, la posición intermedia de Santiago Carrillo tampoco sugiere un gran futuro como fuerza política, a la vez autónoma y vigorosa.

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