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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Lo que el viento se llevó

He aprovechado la conjunción de estas Navidades con la espera, en la clínica, de que me naciera otro hijo, para volver a leer esa obra genial (y tan absurdamente poco conocida) de Edward Gibbon titulada Historia del declive y de la caída del Imperio Romano. Después, lógicamente, hubo que empalmar con otra casi tan buena, de Santo Mazzarino, sobre El final del mundo antiguo. Dada la época en que nos ha tocado vivir, me pareció que era bueno ver cómo, aunque fuera en la noche de los tiempos, otros europeos (es decir, hombres que no eran sino nosotros mismos) habían asumido el reto de nada menos que todo un tránsito de sociedad. Porque es lo cierto que nos hallamos clarísimamente en el pase de un ciclo histórico a otro, en la combinación, como diría Nietzsche, de un aufgang y de un niedergang: declina una sociedad, la «industrial», mientras apunta su relevo «posindustrial».Pasado y futuro

Ya sólo me queda volver a leer Lo que el viento se llevó, de Margaret Mitchell, para sentirme ambientado. Porque lo cierto es que, mientras nos interrogamos sobre el mundo por venir (véase al respecto el interesante libro de Daniel Garvic Les dossiers du futurs, París, 1981), otro se derrumba. ¿Qué queda ya de la revolución soviética sino un inmenso gulag? ¿Quién es pera ahora algo de la famosa auto gestión yugoslava?; como se ha dicho, Che Guevara, felizmente para él, lia muerto: más le valía que el ver hoy a Cuba transformada en «cárcel insular-satélite azucarero» de los soviéticos; la «liberación» de Indochina se ha empantanado en un auténtico mar de sangre, mientras China se pregunta cómo reintroducir la moción de beneficio económico; desaparecidos en la trampa de la historia Mao, Ben Bella, Allende, Sartre y otros estandartes de la izquierda revolucionaria.

Y mientras Althusser estrangulaba a su mujer, y en Alemania cada vez son menos los estudiosos de la escuela de Francfort (Habermas, Horkheimer, and lo) y más los de la (muy) conservadora Antropología Filosófica (Gehlen, Shelsky, etcétera), la Revolución Cultural se ha trasladado a EE UU, donde lo que se ha votado es el «re-volver» a los valores que hicieron hace treinta o cuarenta años la grandeza de esa nación, y «fuera el Estado»; al igual que los «provos» holandeses, los «sixties» que antaño pretendían ahogar en flores y en manifestaciones (en contra, claro) al «complejo militar-industrial», son hoy tranquilos e integrados (o fracasados) ciudadanos: los revolucionarios de Berkeley han muerto para reencamarse de cobradores de los tranvías (preciosos, por cierto) de San Francisco... En cuanto al feminismo, lo que queda de él podría resumirse en cuarenta páginas, o menos, bajo el título sugestivo de La menopausia de la guerrera. Otros tiempos, otros retos; otros planteamientos.

Y España no ha sido una excepción. Está muy lejos la España de las alpargatas y del burro. La irrupción de las clases medias y del sector terciario nos conduce -como pueblo- a posturas cada vez más realistas y conservadoras. (¿Quién, allá hace no sé cuanto tiempo, gritaba «viva la muerte», mientras sus modelos sacaban su pistola para asesinar a la cultura o la esterilizaban bajo el nombre de «realismo socialista»?). Y las fuerzas políticas se han mostrado a la altura.

Se llevó el viento -y la muerte- cierta derecha que no sabía ver la enorme diferencia existente entre un reaccionario, que no crea, y un conservador, que mira hacia adelante sin perder de vista el pasado; entre un reaccionario, que ve el mundo como ha sido siempre, y un conservador, que lo ve como siempre será. Ha nacido un conservadurismo moderno que rechaza no sólo el unilaterialismo «economizante» con su liberalismo abstracto, su hiperigualitarismo implícito y sus injusticias sociales; el unilateralismo ultranacionalista, con sus prejuicios y su xenofobia; el unilateralismo totalitario que todo lo espera del hombre providencial; el unilateralismo tradicionalista con sus sueños reaccionarios y sus referencias metafísicas al pasado; sino también, y sobre todo, aquella mentalidad monolítica, homogénea, heterofábica, de las viejas derechas que les impedía hacer lo que el neoconservadurismo ha conseguido: asumir la libertad, además del orden; el cambio, además de la permanencia, y, sobre todo, la pluralidad y la diversidad.

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Y a esta revisión brutal de sí misma de la derecha ha hecho eco el intento, por parte de los socialistas, de apartarse de un marxismo cuya puesta en práctica conduce inexorablemente a la desaparición de la libertad y de la dignidad humana, y de pretender de una vez un auténtico socialismo en libertad. Más difícil es el dilema del comunismo español: son muchos todavía los que no han entendido que hace décadas que Lenin no es más que una momia que recuerda la maldición histórica de un comunismo utópico que ha conducido directamente a la ecuación diabólica, denunciada por B. H. Levy, de que «socialismo es igual a gulag».

En cuanto al fascismo español, intenta desesperadamente explicar que es «nuevo algo» y que sus aspiraciones van hacia una «euroderecha» en la que sólo mentes extraviadas aspiran aún a reiniciar la batalla de Estalingrado a golpes de P-38 o de cócteles molotov. incluso el centrismo -muy recientemente, es cierto- ha iniciado el tránsito desde una concepción patológica que le llevaba a ser el todo y su contrario, derecha, izquierda y centro, y con el consiguiente peligro de radicalización de las alas no incluidas en su estructura.

Ciertamente aún le queda un trecho por recorrer hasta dejar de ser tan variopinto como lo es el Parlamento alemán, pero ya incluso reconoce que hay que buscar mayorías claras. Ojalá se entienda que en estas épocas de fractura los pueblos se inclinan hacia lo seguro, hacia lo conocido, hacia lo experimentado, y que, a diferencia de las mayorías ideológicas (o mayoría ,entre fuerzas políticas afines), las otras sólo aplazan los problemas para, al final, radicalizarlos aún más. El viento se ha llevado muchas cosas; sólo la mezcla de flexibilidad y de consistencia de una coalición entre fuerzas políticas que conserven su identidad, a la vez que comulguen en el mismo modelo de sociedad, podrá encauzar sus ráfagas hacia el molino del progreso, pero barrerá, ese viento, tarde o temprano, el castillo de naipes que resulte de la voluntad de unir, en una acción simultánea de gobierno, a aquellas realidades contrapuestas de la vida política y de cuya competencia y alternancia nace todo progreso: el conserva durismo y el radicalismo; o sea, la derecha y la izquierda. Jorge Verstrynge es secretario general de Alianza Popular.

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