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Tribuna:
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Hablemos de Zubiri

Me considero zubiriano al menos iuxta modum, porque, aparte agradecimiento personal, debo a Xavier Zubiri, como ya escribí hace unos años, lo mejor o lo menos malo de mi Etica. No soy zubirino porque en ese mismo artículo al que aludo (recogido en el libro La cultura española y la cultura establecida) intentaba retener su pensamiento, liberado del «mito Zubiri». Y justamente por no ser zubirino, me ha parecido bien que Disidencias (el suplemento dedicado a las letras de Diario 16 el 15 de enero) se haya mostrado unánimemente antizubirino, aunque quizá, y en esto disiento, a mi vez, de su disidencia, demasiado antizubiriano también. Estimo muy de veras a los tres críticos: Juan Cueto me parece que se ha revelado, en estos últimos años, agudísimo analista del mundo actual; en cuanto a Pedro Schwartz, me ha extrañado un poco, es la verdad, que deje por un rato de ejercitar su neoliberal apostolado para atender a la filosofía, pero no puedo olvidar que, tras haber estudiado con Karl Popper, en Londres, fue él quien le trajo personalmente a España, a Burgos, a los coloquios que por entonces organizaba el filósofo Luis Martín Santos; y, en fin, a Javier Sádaba, ya lo sabe él, le tengo tanta estima intelectual como cariñosa amistad.Y, sin embargo, pienso que la crítica de los disidentes es, al menos en uno de sus puntos, aquel en que parecen coincidir más, anacrónica y de clavo pasado, y que ofuscados por una publicidad que, tan pronto como intervienen poderosas instituciones financieras, suena mucho más de lo que realmente se oye, se dedican a combatir al moro muerto del mito Zubiri, siguiendo el ejemplo -aunque sin su cruel sarcasmo, es verdad- de lo que el novelista Luis Martín Santos hizo en Tiempo de silencio con el mito Ortega.

Yo asistí a la presentación del libro en el Banco Urquijo -lugar que, psicosocialmente, fue un error de elección; vi cómo quien más puntuales reseñas hacía para la Prensa diaria de las lecciones de Zubiri, cuando su mito estaba vivo, hubo de identificar su personalidad de invitada efectiva, quizá porque chocaba, en aquel ambiente, su aire juvenil, y cómo a un muy pequeño grupo de los poquísimos jóvenes que se propusieron asistir al acto (estás muy equivocado, Pedro Schwartz), sólo después de aguardar mucho a la puerta se les permitió la entrada. En el resumen de las actividades del pensamiento durante el año 1980, que en EL PAIS publiqué el último domingo del año, me referí a su carácter predominantemente retrospectivo. Pues bien, puedo asegurar a mis tres interlocutores que también este acto fue vivido por los, en su mayor parte viejos, que asistimos a él, con esa misma disposición de homenaje a alguien que, aun cuando siga publicando, y ,que sea por muchos años, había dicho ya de palabra lo que ahora nos cuenta por escrito.

No, Zubiri no «está presente» y Cueto se contradice al agregar que a Zubiri «se le ignoran sus discípulos, se le desconocen sus influencias pretéritas ... » (¿Es que Pedro Laín, otros, yo mismo, no existimos y ni siquiera hemos existido?). Es contra el «mito» (del que, tras lo dicho, ya no hace falta hablar más), es en el caso de Cueto, contra la metafísica, es contra este lenguaje filosófico, en el caso de Schwartz, es, por parte de Sádaba, contra la desconexión del tiempo presente, contra lo que en estas Disidencias se reacciona; veamos, por lo que se refiere a estas tres últimas, con qué grado de razón.

La ligereza con la que Cueto asevera que «las proposiciones metafísicas no son verdaderas ni falsas: simplemente, carecen de sentido», es muestra de un paleopositivismo lógico indigno de él y de su edad. En el peor de los casos serían cuestiones, es decir preguntas, formuladas en términos conceptuales, que carecen de respuesta verificable; pero sentido, vaya si lo tienen; que se lo digan a quienes buscan la respuesta por otras vías y hoy por las muchas «religiosidades » a la vista. Actividad, si se quiere, inútil -felizmente-, pero inevitable. (Como la literatura en general, fantástica o no.)

Ahora bien, puestos a ello, los metafísicos modernos, igual que los literatos modernos, aspiran a ser originales... y eso es lo malo, o lo bueno. Para aclarar lo que quiero decir, vayamos a Ortega. En el número 3 de la Revista de Occidente se acaba de publicar (¡Qué error, que no-inmenso error, querido Paulino!) un texto de Ortega, inacabado y, hasta ahora, inédito, una especie de caricatura -quiero decir, de exageración- del exagerado Ortega. Lo que dice de Heidegger, su manera de despacharlo, por dos veces, como si el pobre no sospechara siquiera «de qué va» eso de la metafisica, es una frivolidad... no de Heidegger, sino de Ortega, claro. Ortega necesita mostrar que no tiene nada que ver con Heidegger, con Dilthey -a quien él, desde sus propios hallazgos, habría «entendido» el primero- ni con ningún otro filósofo (¡Que penoso es, sobre todo después del objetivo Orringer, asistir, por parte de hombre tan valioso por sí mismo como Ortega, a este en definitiva vano forcejeo!). La búsqueda del ser (en Heidegger y no digamos en el «mareoso» Sartre) es «inauténtica»: Lo que importa hoy es «la Realidad -la exploración de la vida humana»; y para ser «original», para no depender de Heidegger, es a esta última a lo que -le gustase o no, igual que Sartre- había de dedicarse Ortega. Y al análisis de la realidad se está dedicando, a la vez abstracta y ahincadamente, Zubiri.

Pasemos ahora a la cuestión del lenguaje, inseparable de la anterior, según nos ha enseñado la filosofía lingüística. Ortega nos dotó de lenguaje filosófico... hasta cierto punto. Sus incursiones en el literaturismo, su gusto por los tropos, hipérboles y brillantez de la frase» (véanse, sin salir del texto citado, estos ejemplos: la «genial insensatez» alemana; «Inglaterra no ha tenido filosofía, como no ha tenido música» -como si «fabricar un sistema de objeciones a toda filosofía» fuese menos filosófico que el prurito de distanciarse de Heidegger-; «aquellos frailazos de cabeza tonsurada enfrentados con la idea del Ser»; «la circuncisión hebrea es la primera gran manifestación del notorio esnobismo judaico») es evidente que tienen poco que ver con el sobrio, preciso, escueto lenguaje metafísico. Los españoles, es cierto, carecíamos de ese lenguaje. Sanz del Río intentó dámoslo y le salió un indigerible galimatías. Zubiri ha vuelto sobre el mismo empeño. ¿Con éxito, sin él? A Javier Sádaba le suena a «castellano traducido». A mí, no. A mí me parece un esfuerzo admirable -admirable para quienes les gusten estos «juegos del lenguaje», no demasiado diferentes de los del no mucho menos aburrido Juan Benet- para, haciendo de la «necesidad» que es carencia de brillantez, verdadera «virtud», crear, en clave relativamente neoescolástica -quiero decir, de ceñida sobriedad, formalizado lenguaje ordinario, rigor lingüístico, inclinación a las distinciones, taxonomías, clasificaciones, a partir cada pelo en tres y a cortar los nudos, llegado el momento de no perder tiempo en deshacerlosun estilo que a mí me recuerda, de lejos, al de Heidegger de Sein und Zeit y sus otros escritos de la primera época. Muy sinceramente pienso, en definitiva, con Sádaba, que su modo de «construcción es digno de admiración». Y desde este punto de vista, Inteligencia sentiente me parece muy superior a Sobre la esencia. A Schwartz le parece que «no se entiende». Me parece que es oportuna traer aquí la distinción entre estos dos pares de conceptos, el de claro-oscuro y el de lo fácil-difícil. D'Ors pensaba que el estilo de Bergson era fácil, pero oscuro, en tanto que el suyo propio sería difícil, pero claro. Yo pienso que el estilo de Zubiri es más claro, aunque más difícil, que el de Ortega. Los crucigramas, si están bien hechos, son claros, pero difíciles de resolver. A mí me parece normal que a Pedro Schwartz no le compense, dedicado como está a tareas más realistas, entender a Zubiri, y en cambio, a lo mejor, le distrae resolver crucigramas. Eso va en gustos. Por mi parte, en mi vida me he puesto a hacer un crucigrama.

En el capítulo de los neologismos estoy, en líneas generales, de acuerdo con Schwartz, aunque algunos, «inteleccionismo» por ejemplo, en contraposición a «intelectualismo», sobre ser, dentro de su sistema, necesarios, no me suenan mal. Sobre este y otros puntos del estilo zubiriano hablaba yo hace unos pocos días con José Angel Valente, que a su enorme talento une gran sensibilidad-me consta por modo directo- para la traducción del lenguaje filosófico, y me decía algo así como que, para bien y para mal, te fascinaba el lenguaje de este último libro. Y conservo la esperanza de que se decida por terciar en este debate.

Digamos algunas palabras, para terminar, sobre el cuarto y

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último punto de disidencia, la «atemporalidad» del pensamiento de Xavier Zubiri. «El tiempo no cuenta en el fenómeno Zubiri. Raramente encontrará uno en sus páginas alguna frase que tenga que ver con las corrientes culturales que, para bien o para mal, forman parte de los tormentos y anhelos, de los valores del tiempo presente», escribe Javier Sádaba, y es verdad. (Es verdad para el Zubiri posterior a Naturaleza, Historia, Dios.) Zubiri es filósofo inexorable, a palo seco. ¿Significa eso que de ninguna manera sea posible reinsertarle en nuestro tiempo? Con mayor o menor fortuna, justamente eso es lo que nos propusimos sus discípulos de la generación anterior, y estoy persuadido de que al menos por lo que se refiere a la antropología y a la ética no es tarea dificil, aunque también sea verdad que él no la facilita, y no sólo por su extrema parquedad de referencias, sino también porque forma parte del mito Zubirino la creencia de que él lo sabe todo, está informado de todo. Pedro Schwartz se da cuenta de que no es así. Por mi parte, estoy convencido de que, hace bastantes años, estuvo, en efecto, al tanto de casi todo. Pero que de entonces acá ha ido dejando de leer (como por lo demás, y en grado mayor o menor, con los años nos pasa a todos) y consiguientemente de seguir los avances de la ciencia. Pese a ello se defiende bastante bien porque la ciencia que hoy se hace es poco más que tecnociencia y, salvo en genética, poco más que aplicación de la gran ciencia creativa de hasta hace cuarenta años.

Y esta capacidad de contextualización actual del pensamiento de Zubiri es la que ni interesa a las entidades que le patrocinan ni veo en sus discípulos actuales. Ciertamente me impresionó el intento, llevado a cabo en las páginas de EL PAIS por Ignacio Ellacuría, de superar el desdoblamiento de su propia y admirable personalidad. Salvo algún pescador en río no revuelto, pero sí rico, todos me parecen buenos glosadores o alumnos aplicados, pero discípulos demasiado sumisos para poder sacar realidad operativa de ese forcejeo con la realidad, de esa fabulosa partida de ajedrez que Xavier Zubiri sigue, impertérrito, jugando a solas, consigo mismo, durante ya casi cuarenta años.

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