Por qué he escogido vivir en París
Hace algunos años, un periódico londinense pidió a Genet un artículo con su opinión sincera sobre Inglaterra. Al redactarlo, el escritor se despachó a gusto sobre el tedio insoportable de la vida del país, la insipidez de la cocina, la mediocridad actual de la literatura, la falta de atractivo sexual de los jóvenes, el talante horteril de la reina. La persona encargada de traducirlo, tras cumplir su trabajo, le hizo observar que, a su parecer, no había captado en absoluto los rasgos y virtudes que conferían al pueblo inglés su grandeza: «Con imperio o sin él, somos un pueblo cívico y disciplinado. Mientras los italianos, por ejemplo, evaden el fisco de modo sistemático, nosotros tenemos a gala declarar religiosamente nuestros bienes e ingresos». Genet, entonces, reprodujo el comentario de su traductor y añadió: «Inglaterra es un gran país porque los italianos no pagan sus impuestos».Cuando un semanario francés me pidió recientemente que explicase las razones por las que había escogido vivir en París y expusiera los vínculos que me unían a la cultura francesa, me acordé, no sin malicia, del artículo de Genet y afronté las preguntas, primero, tranquilas; luego, cortadas e inquietas; por fin, visiblemente escandalizadas, de mi simpática e ingenua entrevistadora.
Si vine a París, dije en síntesis, lo hice no sólo por huir del régimen franquista y su vida intelectual miserable, sino también buscando el contacto con una sociedad mucho más viva y abierta que la nuestra. Cruzar los Pirineos significaba hace veintitantos años la posibilidad de leer libremente a Proust, Gide, Malraux, Céline, Sartre, Camus, Artaud, Bataille; ver el teatro de Genet, lonesco, Beckett; seguir los ciclos del gran cine francés en la cinemateca. A esta gran densidad cultural había que sumar el atractivo de un clima de libertad política y la esperanza de una mayor igualdad social. Saltar de Barcelona a París era, por aquellas fechas, dejar de ver la vida en blanco y negro para aprehender la en todos sus matices y complejidad. Pero la imagen liberal y cosmopolita que Francia ofrece de sí misma en el extranjero, agregué en seguida, no corresponde, por desdicha, a la que un observador lúcido percibe desde dentro. Bajo una dictadura como la de Franco no se podía ver claramente cómo funciona una democracia europea. Las incidencias de la guerra de Argelia y el racismo que desencadenó en la metrópolis me mostraron los límites, carencias y contradicciones de una visión exclusivamente etnocéntrica: desde entonces sé a qué atenerme en cuanto a los valores de su presunta ecumenicidad. Por otro lado, la prueba del exilio enfrenta al escritor a su propia verdad: nadie puede jactarse de salir incólume de ella. Hay autores vinculados única y totalmente a su país de origen, para quienes el destierro es tiempo muerto; otros se adaptan e incorporan con mayor o menor éxito a su patria de adopción; un tercer grupo -al que yo pertenezco- se sienten paulatinamente extraños tanto al país que han dejado como a aquel en el que han fijado su residencia. Muchos abandonan su lengua nativa y, a orillas del Sena, escriben en francés. Esto, en mi caso, resultaba imposible: el escritor, pienso yo, no escoge la lengua, es ésta la que le escoge a él, y para el exiliado la lengua se convierte en su patria auténtica. El francés no ha sido jamás para mí un instrumento de trabajo, sólo un vehículo de comunicación social.
-Hablemos del presente -dijo mi entrevistadora- ¿Qué atracción ejerce sobre usted la cultura francesa? ¿Se identifica usted con algún grupo preciso de escritores? ¿Le interesa la vida literaria de Montparnasse y Saint-Germain des Prés?
A decir verdad, aunque tengo algunos amigos escritores, no me identifico con ningún grupo y evito en la medida de lo posible el gueto intelectual de la Rive Gauche. Me apasiona la vida y sólo la sacrificio a la literatura, pero huyo como un poseso de la vida literaria, sea ésta francesa, española, rusa o americana. En mi opinión, cuanto más se introduce uno en la vida literaria, más difícil le resulta llegar a la literatura. Además, salvo contadísimas excepciones, la cultura francesa de hoy no tiene nada de excitante. La poesía no ha dado un solo nombre de alcance universal desde Mallarmé. La novela espera todavía la emergencia de algún émulo genial de Céline. El teatro y el cine languidecen. Ensayistas de la talla de Benveniste, Barthes, Foucault o Lévi-Strauss se eclipsan sin ser reemplazados. En términos generales, puede decirse a los franceses lo que decía Sarmiento a los españoles hace siglo y medio: ustedes acá y nosotros allá traducimos lo que viene de fuera...
-Bien, aun al margen de la vida literaria, ¿qué autores lee o frecuenta?
-Hoy por hoy, mis lecturas se orientan a los clásicos o las obras que escriben mis amigos. Una de las ventajas de París consiste en que, sin necesidad de viajar, puedes toparte en la calle o citarte en un café, si lo deseas, con el colombiano García Márquez, el paraguayo Roa Bastos, el mexicano Carlos Fuentes, el cubano Sarduy, la norteamericana Susan Sontag, el italiano Calvino, el checoslovaco Kundera, el argelino Kateb Yasín, los españoles Semprún y Arrabal, los marroquíes Ben Yelún y Edinond El Maleh, el turco Nedim Gürsel...
-Entonces -dijo mi interlocutora, procurando ocultar su desencanto-, ¿qué le seduce a usted en la ciudad? ¿La belleza de sus monumentos, su tradición cultural, la manera de vivir, el espíritu parisiense?
-Dejemos el espíritu y los monumentos a los turistas y becados de la Alliance Francaise. La suerte inconmensurable de París en su silenciada condición de medina plurirracial o, a decirlo más bien, meteca. Creo en la virtud de la mezcla dinámica, fructuosa, de culturas y etnias: el modelo neoyorquino del melting-pot. Yo vivo, por ejemplo, en el Sentier, un barrio animado por la presencia de emigrados de una veintena de países: junto a los comerciantes judíos y pieds-noirs conviven españoles, portugueses, turcos, argelinos, yugoslavos, africanos, paquistaníes, marroquíes, vietnamitas, martiniqueses. A determinadas horas del día es un auténtico Babel de lenguas. Las paredes de las casas están llenas de pintadas e inscripciones en árabe que los nativos no entienden y yo descifro con verdadera delectación. Lenta, insidiosamente, París se tercermundiza: los emigrantes y sus familias traen con ellos sus costumbres, trajes, peinados, música, adornos, hábitos culinarios. Los barrios modestos de la ciudad se vuelven más alegres y coloridos: sus habitantes tienen la maravillosa oportunidad -yo diría el inmerecido honor- de entrar en contacto con hombres, mujeres y niños venidos de horizontes muy diferentes, de aprender a respetarse mutuamente en la diferencia, de codearse con ellos en el trabajo, el café o la escuela. De golpe, la visión etnocéntrica de las cosas, aburrida y mezquina, se descompone; los valores acatados se relativizan, prejuicios y recelos pierden importancia. El París monumental de cartón piedra -el del Arco del Triunfo y el Soldado Desconocido- queda para los grandes burgueses, altos funcionarios, rentistas jubilados y viudas de guerra. En el otro -el realmente vivo-, los hammams y figones de alcuzcuz proliferan como hongos. Tambores africanos, rabeles bereberes, instrumentos indoamericanos, resuenan en los pasillos del Metro. Los muestrarios de totems y cuernos de elefante invaden cada día un poco más las aceras. Los cartones de embalaje sobre los que se apuesta dinero a las cartas para embaucar a los mirones han saltado de Xemáa el Fria a Barbés y de Barbés a los Bulevares: hoy atraen a un enjambre de curiosos a pocos metros del teatro donde actúa el candidato presidencial Coluche y, con un poco de suerte, los veremos pronto en los Campos Elíseos.
-Si le comprendo bien, el cosmopolitismo francés...
-No hay cosmopolitismo francés, hay interculturalismo, pluralidad, ósmosis: un universo en miniatura. Aquí uno puede, si le apetece, comer en un restaurante camboyano, tomar el té con menta en un café moruno, ver por la tarde algún filme hindú o turco -El rebaño, de Yilmaz Gimey, es, en mi opinión, uno de los mejores del año- y asistir por la noche, con un poco de.suerte, a un concierto de los Noss el Ghiwán o Izanzaren. La sociedad está ligada a la idea del espacacio, pero la cultura -como el individuo- es móvil, ligera. La cultura hoy no puede ser francesa ni española, ni. siquiera europea, sino meteca, bastarda, fecundada por las civilizaciones que han sido víctimas de nuestro etnocentrismo autocastrador y aberrante. Pues si hasta ahora hemos exportado el modelo occidental con todos sus accesorios -desde su ideologia y valores a sus drogas y gadgets-, asistimos a un proceso inverso que personalmente me cautiva y encanta: la disolución paulatina de - la cultura «blanca» por todos los pueblos que, sometidos a ella, han asimilado los trucos e instrumentos necesarios para contaminarla.
-Entonces, París, para usted...
-En la medida en que abandone sus pretensiones de faro y acepte su condición de metrópolis abigarrada, espúrea, heterogénea y apátrida, me sentiré siempre mejoar en ella que en cualquier otra ciudad exclusivamente «Nacional»: uniforme, castiza, compacta, desangelada.
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