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La frigidez y la impotencia

Me pidieron que fuera, y fui. Hacía un frío endiablado. Fui, vi y me aburrí. Ahora, al parecer, tengo que contarles eso. Como Bartleby, «preferiría no hacerlo». Pero aquí estoy, y allá voy. A fin de cuentas, hubo un tiempo en que contar estás cosas era mi profesión. Iba, veía y escribía lo que veía. Por aquel entonces, me llamaba Martín Girard. Ahora ya no. Por aquel entonces, me gustaba el fútbol. Ahora, a ratos. Es decir, casi nunca. Al menos, no en esta ocasión. Salvo alguna que otra carrerita de Rubio con el balón pegado al pie. Efímeras galopadas que gustan a la galería y suelen acabar donde tienen que acabar, en el limbo de los inocentes. Salvo, quizá, ciertas maneras de equipo, a cargo del Spórting, sobre todo a la hora de replegarse con orden y concierto. Lo demás, nada. He presenciado una polca entre la impotencia y la frigidez. Impotencia, la del Atlético. Frigidez, la del Spórting. El primero, quiso y no pudo. El segundo, no quiso demasiado y tampoco pudo demasiado. Total, empate a cero. A tenor con el barómetro. Cero total. ¿Qué decir para entrar en calor? En primer lugar, que esa damita corretona, barullona, se excita siempre a destiempo y, a falta de cabeza, pierde el culo. Contra los rusos, el Atlético fue un equipo de pacotilla. Contra el Gijón, otro tanto. Desde el primer momento puso en práctica una táctica de tourbillon, anacrónica y superflua, que para nada afectaba a los corpulentos chicos del Norte. Les bastaba, en efecto, esperarles y dejarles evolucionar. Pases cortos al hombre, nunca al hueco, que, por otra parte, ni sabían ni pretendian crear. Inútiles forcejeos sin cerebro. Tuya, mía, y, luego, ¡ a ver que sale! Nada que ver con el fútbol moderno. Ni siquiera con el fútbol. Uno se resiste a creer que el Atlético se haya mantenido en cabeza con tan poca cabeza. No se necesitan ni magos ni brujas para vaticinar que este equipo no será campeón. A no ser que los demás hagan, bueno, en la tertulia liguera, el discurso más tonto. Y de la impotencia pasemos ahora a la frigidez. Otro tipo de dama. Ciertamente elegante, de acompasado deambular y aplomado saber estar. Veamos.No cabe duda de que el Spórting, a diferencia del Atlético, es un equipo ensamblado, con ideas y... escasa ambición. Tiene fútbol. No tiene genio. Y el fútbol, como el periodismo, como la vida misma, no es nada sin pasión. Al Spórting le mata la modestia. Ese freno mental que les hace disculparse siempre que ganan e incluso cuando no ganan. Ese freno que ya les costó una Liga, porque no concebían la impertinencia de ganar al Real Madrid. Precisamente, hace poco, en el Bernabéu, vi cómo Ciriaco en las postrimerías del encuentro y en plena jugada de ataque echaba deliberadamente un balón fuera, al advertir que un contrario estaba caído en el campo. Bonito gesto. Por cierto, mal correspondido. Porque, a la hora de devolver la gentileza, Stielike aprovechó la circunstancia para perder tiempo. El Madrid ganó por uno a cero. Podríamos citar a Rimbaud: «Par delicatesse, j'ai perdu ma vie». Por delicadeza, el Gijón perdió el partido. Al menos, puso de manifiesto que lo más importante para ellos no era, al parecer, la victoria. Laudable actitud. Significativa. El Gijón se llevará todos los premios a la deportividad. Pero no será campeón.

Este es el Gijón. Una dama bella pero frígida. La misma que acabo de ver retozar sobre la hierba con otra dama apasionada, pero impotente. Si de este encuentro abracadabrante, por arte de birlibirloque, naciera una criatura, su nombre sólo podría ser uno: mediocridad. Más oronda que un cero junto a otro cero. Los dos ceros de este empate a cero entre la impotencia y la frigidez. Y, llegados a este punto, sucedió, algo imprevisto. Un apagón. Un soplo. Un fogonazo. Un chasquido. Una risotada. Un estornudo. Y, ante mí, ¡zas!, el mismísimo fantasma del Atlético de Madrid. En vez de sábana, una funda de colchón. Tenía la rubia mirada de Carlson y el andar abisontado de Escudero. «Estoy cabreado», barbotó, «con usted», puntualizó. «Su articulito es desproporcionadamente virulento», arguyó. «No nos lo merecemos», gimoteó, y mostró, al desgaire, una pierna. Las tenía negras. Eran las de Larbi ben Barek. No lo hizo para seducirme, sino para infundirme respeto. Me sedujo. Se puso a cojear. Comprendí que utilizaba el truco de Juncosa antes de marcar el gol decisivo. «¡Peor para usted!», clamó vengativo. «Leeré sus libros, veré sus películas y publicaré mi opinión», y con un amarillento destello de resentimiento desapareció. Quedé tranquilo. Supe que nunca le volvería a ver. Ni un fantasma es capaz de leer mis libros, ver mis películas y seguir vivo después. Además, sabido es que los fantasmas del fútbol aspiran a presidentes. Por lo qué resulta más que plausible que ni siquiera supiera leer.

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