¿Qué va a pasar aquí?
Si es que algo positivo puede producirse, y tal vez estar ya empezando a producirse, en estos dificilísimos tiempos -marcados por el posfranquismo, la transición y la lucha continua por la consolidación de la democracia en nuestro país-, tiempos de creciente y general empeoramiento de la actual situación política y económica, yo diría que ese algo pudiera ser, y tendría que ser -ante la adversidad-, la necesidad de una firme y hasta voluntarista decisión en defensa de la libertad, así como de una generalizada toma de conciencia sobre las complejas condiciones reales de tal situación; correlativamente, y como consecuencia, un mejor conocimiento de las potencialidades prácticas para el control de la crisis y la progresiva transformación hacia objetivos de mucha mayor y más plena madurez democrática; es decir, un salto hacia adelante, con realismo, pero con determinación.De todos modos, se han acabado, pienso, o están a punto de acabarse, los tiempos privilegiados para las «alegrías», las improvisaciones e irresponsabilidades políticas, económicas y hasta culturales que (en cierto modo era lógico) se han manifestado abusivarnente en diferentes ámbitos, y no sólo institucionales, durante estos años de infancia democrática; o, al menos, cada vez va a ser más difícil seguir jugando frívola y tontamente, en muchos casos sin la más mínima preparación -hago todas las numerosas excepciones que sea justo hacer y alguna más- con temas tan serios (uso a propósito este término) y de los que dependen cosas para todos tan verdaderamente importantes y decisivas.
En serio, las cosas serias
Pero ¿dónde está la seriedad de la política? ¿No vemos con frecuencia a los mismos políticos tomándose en broma cosas serias y en serio cosas de broma? Por supuesto que sí; y eso es grave. Ultimamente la moda ha sido el desprecio cínico-verbal hacia la política, incluso, como digo, por parte de no pocos políticos, tal vez por miedo a pasar por ingenuos o, lo que es peor, por idealistas; también entre algunos intelectuales y medios de comunicación ha sido y es de «buen tono» esa actitud que, entre otras cosas, impide una necesaria y rigurosa crítica política. Conviene dejar bien en claro que, en el fondo, tal neoapoliticismo sólo puede, de verdad, mantenerse si uno está bien seguro y a cubierto de todas las eventualidades y negativas consecuencias de una mala política, llámese terrorismo, dictadura, abuso de poder, salarios de hambre o falta de puestos de trabajo; o puede también desentenderse uno, o hacerse la ilusión de que está por encima o más allá de todo ello, por pura y simple inconsciencia (póngasele el nombre que se quiera), compatible por lo demás con un cierto, relativo, saber y con el oficio del escriba-atácalo-todo, especies estas bastante más prolíficas entre nosotros de lo que sería de desear.
Pero -y este es, desde luego, buen síntorna- parece advertirse de un tiempo a esta parte un cierto cansancio y aburrimiento ante tanta inutilidad y torpeza, y empiezan ya a escucharse con alguna mayor frecuencia, y en ámbitos hasta ahora inusuales para este tipo de razones, palabras mucho más serenas y sensatas, más conscientes y responsables, sobre el sentido y el lugar que puede corresponder hoy a la política (y que no es tampoco, en modo alguno, el de una superpolitización de todo cuanto existe, o incluso de lo que no existe). Está asimismo produciéndose ya algún público y meritorio «mea culpa». Bienvenido sea. ¡Alegrémonos: más vale tarde que nunca, y tal vez todavía estemos a tiempo; así lo creo, a pesar de todo. Lo que vaya a pasar aquí, lo que pueda pasar, depende de todos nosotros, de cada uno: ni el milagro ni el desastre deben, como en otros tiempos, esperarse de otras manos; esa voluntad de autodeterminación es, creo, la base para empezar a solucionar todos nuestros problemas.
Fin del retrorupturismo
Y lo primero tendría que ser el comenzar por reconocer -sin masoquismos ni complejos de inferioridad- lo mucho de positivo que se ha hecho entre todos en este país durante los últimos años; mi objeción va más bien dirigida contra quienes no han sabido o querido difundir correctamente esa legítima imagen. Después de esto -y sabiendo bien lo que estamos haciendo y lo que nos estamos jugando-, absolutamente necesarias son todo tipo de críticas: esto es la democracia. Pero olvidar aquí los aspectos positivos implica caer -al hacer la crítica de la crítica- en el contradictorio involuntario solipsismo de un buen amigo mío que se autoelogiaba diciendo: «¡Yo soy el único que no habla mal de la gente!».
Me parece importante insistir desde esta perspectiva en el hecho decisivo de la escasa legitimación, suficientemente fundada, que las actuaciones del Estado democrático han sabido o podido encontrar y suscitar en los órganos e instancias capaces de producir y difundir aquélla. Sin minimizar las culpas que sobre el propio Estado (Gobierno y oposición) deben con toda justicia recaer, aquí también la irresponsabilidad se hace mucho más amplia y difusa, llegando en mayor o menor medida hasta los mismos ciudadanos (a quienes siempre dejan con buena conciencia los populismos demagógicos) y, sobre todo, a los aparatos culturales y medios de difusión de todo tipo, sin cuya contribución crítica hoy el Estado pierde una gran parte de su fuerza e influencia. Sin contar, por supuesto, con la continua labor de zapa, e incluso conspiratoria, de una ultraderecha que dice amar a España, pero que odia a los españoles (al inmediato pasado me remito), especiaImente a los que no piensan como ella. Por si todo lo anterior suena poco viable o poco abstracto, concretaré algo más a qué tipo de cuestiones se quiere aquí críticamente aludir: a, por ejemplo, la constante sorpresa, increíble si uno no lo viera, y no lo leyera, con sus propios ojos todos los días (últimamente, como digo, en al
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Viene de página 9guna menor medida), y a la inevitable consecuente indignación que se produce al comprobar como, con machacona frecuencia, quienes más se quejan y se lamentan ahora (para arremeter «de paso» e indiscriminadarnente contra las instituciones democráticas, Parlamento, partidos, Gobierno, oposición, etcétera), quienes más parecen echar ahora en cara a todo el mundo que no haya habido en este, país «ruptura» y sí sólo «reforma», son, por regla general, gentes que en esos años (1975-1978), y no digamos antes, no estaban realmente comprometidos con nada de ello: ni con la ruptura que dicen añorar -sin haber un instante pensado ni haberse preocupado para nada del coste real de aquélla-, ni casi casi con el más mínimo cambio y, desde luego que no, con una auténtica y profunda reforma como la que (con lagunas e insuficiencias, pero también con sustanciales transformaciones sociales y políticas) de hecho se, ha llevado y se está llevando después a cabo.
Pero volvamos otra vez al tema y a esa nueva actitud que parece está empezando a suscitarse y a hacerse más explícita ante la gravedad actual de la situación. Lo que se pide, lo que se exige en ella, es una conciencia de mayor responsabilidad y seriedad en el tratamiento, por todos, de tan decisivos problemas políticos, económicos y culturales (y que conste, ante tan repetidas demandas como en ese sentido aquí se vienen haciendo, que considero a Peridis como una de las personas más serias y responsables de las que se dedican al comentario crítico de la política): responsabilidad, pues, del Gobierno y de la Administración, por supuesto, en primer lugar -y en estos sectores están ocurriendo cosas realmente bochornosas-, pero responsabilidad también, en seguida, en la oposición, en el interior de los partidos, en los medios de comunicación (sin restricciones por ello de la libertad) y, en general, en todos los ciudadanos, y muy en especial en quienes escribimos papeles, libros o periódicos sobre éstas u otras similares cuestiones; y last but non least, responsabilidad y seriedad en el campo de la economía (exgible con la Constitución en la mano) entre quienes, por ejemplo, pueden decidir si invertir aquí, en su tierra, o si prefieren hacerlo (véase sobre ello el sangrante anuncio de más de un cuarto de página publicado en EL PAIS y en otros periódicos, supongo, entre otros días, el 17 de octubre de 1980, página 21) en el mismísimo Paraguay.
La invocación de buena voluntad que aquí se está haciendo no implica -como con alguna simplicidad pudiera pensarse- «hacer de la necesidad virtud»; es decir, no se trata de ponernos serios sólo cuando las cosas están mal, en situación -oímos- de emergencia, de posible riesgo de hundimiento. Y elIo, entre otras cosas, porque la «necesidad» en las sociedades capitalistas -y más aún con otros caracteres en las del «socialismo realmente (in)existente»- es algo constante y permanente, que no se reduce sólo a los momentos álgidos de crisis, sino que está instalada de continuo en el centro mismo del sistema. Se repite hasta la saciedad que la crisis es «estructural» y no simplemente coyuntural», pero después, en cuanto pasa el «susto», se olvida la tal crisis y la tal «necesidad» y vuelven, en las esferas del poder político, los gestos irresponsablemente triunfales, las sonrisas televisivas, el abandono de las tareas de Gobierno y administración, y en ciertos sectores de la oposición el fácil y no menos irresponsable radicalismo, con frecuencia puramente verbal, los gestos para la galería, para una base (militante o electoral) a la que se prefiere mantener en el subdesarrollo y a la que no siempre se le dice con claridad por dónde van realmente las cosas.
Profundizar la democracia
Lo que vaya a pasar, lo que pueda pasar en este país, depende, repito, de nosotros, de todos y cada uno de nosotros; a pesar del título de este artículo, yo tampoco lo sé; pero no nos inventemos demonios familiares ni misteriosas fuerzas ocultas que telúricamente, de tiempo en tiempo, nos dominan. Una firme voluntad de profundización y autentificación democrática, sin gestos provocadores e irresponsables; una no vergonzante ni acrítica defensa del Estado democrático, de su legitimidad y de sus instituciones, que es también defensa de la sociedad civil y de sus organizaciones; el fortalecimiento de la moral pública y profesional; la no transferencia de responsabilidades, y a la vez de miedos, hacia el poder militar; la defensa a toda costa de los derechos humanos también frente al abuso o la inhibición culpable del poder político; el estudio serio de los problemas, con conocimiento e información suficiente (lo cual implica mayor participación y superación del burocratismo y de la rigidez organizativa de los partidos); la rendición de cuentas y el control riguroso del gasto en toda la actividad pública; la economía subordinada al interés general, apreciable también éste en términos individuales; la racionalización y la eficacia de la Administración y, entre otras cosas -algo esencial-, la necesidad de una opción, junto a otras, por un diálogo lo más amplio posible y una vía siempre abierta a la negociación, preferible en todo momento a la violencia y al enfrentamiento armado: estos son, me parece, algunos de los instrumentos más aptos para afrontar y, tal vez, empezar a solucionar los graves y complejos problemas que tenemos planteados en esta difícil, pero también quizá esperanzadora, hora de España.
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