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Tribuna
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La política como morbo

Para ser un buen político, solía decir Churchill, sólo hace falta reunir tres condiciones: ser coherente, tener imaginación y dormir ocho horas. No hay que decir que, de seguir a rajatabla el baremo, un elevado porcentaje de españoles dedicados a la política, y que no es lo mismo que ser político, se quedarían fuera. La política por estos pagos sigue nutriéndose esencialmente de la neurosis que le confiere una serie de ingredientes que van desde la enfermiza intensidad con que se vive una problemática más bien pequeña y ramplona a la inestabilidad de una situación que no acaba de consolidar una libertad todavía provisional y al creciente morbo de que esto es un desastre y todo va muy mal. Y, claro, como no faltan datos y hechos, sobre todo si se consideran de uno en uno, con olvido de una panorámica más general en que colgar el mórbido particular de cada cual, esto se está pareciendo cada día más a un coro de plañideras que monótonamente repiten idéntica catilinaria. Habrá que reconocer que, a lo mejor, después de cuarenta años de optimismo oficial y de sempiterno triunfalismo, el país necesitaba esta cura de tinieblas y descender a los infiernos del desencanto. Lo que ya no está tan claro es el proceso, y sobre todo las intenciones, que han llevado a tanto botafumeiro de la dictadura a convertirse en campana mortuoria de la democracia.Pero, vayamos por partes. La política española se neurotiza en sus protagonistas, en el poder o en los partidos de la oposición y de «medio poder» (municipios, entes autonómicos), cuando se la rebaja constantemente alrededor de una problemática personalista y autófaga que margina los pro blemas reales por el mero hecho de no ser actualidad, necesitar soluciones técnicas o no tener resonancia electoral inmediata. El tema (?) de los «barones» de UCD, por ejemplo, lleva varios meses en el candelero periodístico, reflejo, en definitiva, de lo que se cuece, mientras otras minucias, tales como el tema energético, la OTAN, los acuerdos con Estados Unidos, las relaciones con Marruecos, etcétera, apenas tienen otra resonancia que las que le prestan alguna tribuna de opinión y su efímero paso por la actualidad. No deja de ser significativo que sepamos casi al milímetro las aspiraciones de poder de los «barones» mientras "que su ideología aplicada a la problemática concreta se nos diluya en la genérica calificación de «liberal», « socialdemócrata » o «demócrata-cristiana», que, obviamente, a la hora de su aplicación sobre la realidad, no quieren decir lo mismo. Se habla entonces de la sustitución de Suárez haciendo abstracción de lo que piensan los que aspiran a relevarle, lo que resulta bastante sintomático de la neurosis personalista que nos invade y que se acentúa por el demencial ritmo en que viven sumergidos los políticos, probablemente, artificialmente creado, y que les deja más tiempo para el cotilleo y la tertulia que para el estudio y la reflexión.

Las consecuencias son claras: la política española tiene como una tendencia indeclinable a convertirse en anécdota, más bien aburrida por otra parte, mientras en el tejido social prende no ya la conciencia de la crisis, inocultable y real, sino el sentimiento de que ésta se margina de las preocupaciones inmediatas de los políticos y, por tanto, las posibles alternativas y soluciones. Al país se le están expidiendo contínuamente chascarrillos, ambiciones personales y constantes enfrentamientos, no sólo entre el Gobierno y la oposición, lo que en definitiva es lógico, sino dentro de cada partido político, convertidos muchas veces en auténticos campos de batallas internas, cuyas motivaciones últimas la opinión pública desconoce. Las consecuencias de esto último no se han querido medir. Pero nadie en el seno de los partidos mayoritarios quiere responder a la pregunta, elemental, de cómo ha ido el flujo de militantes en los últimos veinticuatro meses. La apreciación, ojalá equivocada, es que ésta ha descendido de manera muy apreciable, lo que supondría un gravísimo síntoma de involución en el camino de una democratización real de la sociedad. Conviene no olvidar que el temido fantasma del retroceso se puede producir en muchos niveles y, quizás, el más peligroso, a largo y medio plazo, sea este de la «descomposición» interna de las estructuras de base, que son, o deberían ser, las que sostienen el sistema democrático.

En la sociedad española actual se superponen y coinciden varias crisis. En primer lugar, la económica, con su secuela del paro y de inestabilidad social. Después, la que deriva del tránsito del centralismo hacia un *estado de las autonomías con claros rasgos de un federalismo no suficientemente asumido ni explicitado. Y, luego, otra serie de ellas (orden público, necesaria reconversión industrial en muchos sectores, afloramiento reivindicativo de las minorías duramente reprimidas en el pasado, sustitución de unos valores caducos por otros todavía no aceptados por la legalidad vigente, ni a a menudo por amplios sectores sociales, etcétera) cuya conjunción en el actual espacio y tiempo políticos hacen a éste más enrevesado que complejo. El riesgo de la libertad, por otra parte, no parece suficientemente asumido por el cuerpo social y como consecuencia de varias décadas de paternalismo y de sistemática ocultación de la realidad. Al otro lado, sectores minoritarios electoralmente, pero con gran poder de percusión, utilizan la libertad de manera irresponsablemente provocadora, lo que sirve" entre otras cosas, para «justificar» algunos excesos en el ejercicio del poder. Un poder, además, que no siempre coincide con el área de actuación del Gobierno, limitada por la anticonstitucional presión, real o ficticia, pero en cualquier caso operativa políticamente, de los llamados «poderes fácticos».

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Salvo este último rasgo, peculiar carga de un pasado que está demasiado próximo y que tiene más ramificaciones en el presente del que se quiere reconocer por unos y otros, nada hay en la situación española que nos distinga esencialmente de la problemática en que vive inmersa nuestra área geográfica- política. Ni siquiera el tema regional que, con más o menos intensidad, está planteado en casi media docena de países europeos. Lo que sí es muy distinto es el clima que propicia las repercusiones de las distintas crisis en una sociedad todavía no estabilizada políticamente, insegura, con graves carencias culturales y que no ha tenido tiempo de asimilar, no sólo la clase política y el Gobierno, elementales valores de respeto y convivencia democrática. La democracia exige un período de aprendizaje, de delimitación de las reglas de juego mucho más amplio y más profundo que la mera tarea legislativa a la que los partidos y el Gobierno se han lanzado frenéticamente, con olvido de otros menesteres igualmente necesarios.

Todo lo anterior ¿permite ese constante machaqueo de masoquismo colectivo en que estamos inmersos? ¿Sirve además para ahondar en los verdaderos problemas o es más bien una cortina de humo para justificar la inoperancia de unos y la absurda atención a los devaneos neuróticos de los otros? Apenas tres años de trabajoso funcionamiento, habida cuenta de los lastres heredados, ¿justifican el réquiem entonado en cada error, en toda incapacidad gubernamental o en cada muestra de la insuficiencia o de la demagogia de la oposición? Descubrir a estas alturas, en un régimen que no pudo romper con el anterior, que las fuerzas reaccionarias siguen contando y condicionan el presente, no deja de ser una incalificable ingenuidad política que, además, no debería servir de pretexto para ningún tipo de escepticismo, sino como acicate para modificarla actual relación de fuerzas. Lo que exigiría, además del abandono del morbo y el olvido de la anécdota, coherencia e imaginación en la clase política. Y dormir ocho horas para enfrentarse bien despiertos con una realidad camuflada cotidianamente tras bambalinas de salón.

Pedro Altares fue fundador y director de Cuadernos para el Diálogo, es periodista y milita en el PSOE.

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