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El paraíso que nunca existió

Ya es mala suerte. Pero según numerosas voces del entorno sociológico- político- periodístico que nos rodea, existiría una especie de maldición histórica que nos lleva a los españoles a descubrir una cosa justo al tiempo de saber que ya no la tenemos. Parece que desde que España descubrió América, allá por las postrimerías del siglo XV, no hemos vuelto a llegar nunca a la hora. Todo nos llegaría así a destiempo. El último descubrimiento tardío: la calidad de vida. Según un informe recientemente publicado por un banco, resulta que desde el año 1969 para acá no hemos hecho otra cosa. que descender en nuestro índice de bienestar. Todo ha ido cuesta abajo: salarios reales, población activa, rentas, inversiones, etcétera. Con dos excepciones, los precios y el paro, que, justo al contrario, se dispararon hacia arriba, con lo que el panorama se redondea y nos sumergen definitivamente en los abismos. No hay razones, al menos yo no las tengo, para dudar de la verosimilitud de los datos y las cifras empleadas en dicho informe, estrictamente económico, que por lo demás sintoniza bastante bien con lo que una parte importante de la opinión pública parece pensar sobre el tema. Pero, ahora bien, y estamos en lo de siempre: ¿pueden los números y las magnitudes económicas medir por sí mismos el grado de desarrollo de una sociedad?, ¿puede hablarse realmente de los «felices 60» y contraponerlos con los infelices 80? Porque, en el fondo, es muy difícil sustraerse a dos consecuencias donde algunos querrían llevarnos: la democracia política ha llegado tarde y en el peor momento y, por otra parte, la libertad está dilapidando el tesoro desarrollista que amasaron para nosotros los tecnócratas.Es curioso, y significativo, observar cómo el sistema de valores de uria sociedad, en este caso la española, no ha sufrido variaciones apreciables en decenios. De valores y de reflejos. Asistimos a una especie de renacimiento nacional del pesimismo. La España de hoy, que se quiera o no reconocer siente algunas de sus claves psicológicas en el desarrollismo del señor López Rodó, se siente estafada en sus perspectivas y expectativas. Y no sería para menos dada la situación que el país vive desde el crecimiento del desempleo al deterioro del orden público, si no se olvidase una variable, la de la libertad que, sin embargo, resulta fundamental en cualquier medición entre el pasado y el presente. Una libertad todavía amenazada y condicionada por ese pasado, demasiado «provisional» aún, pero que no puede, bajo ningún pretexto válido ser olvidada. Una parte, probablemente importante, de la población de este país, está siendo manipulada y manejada por el miedo a perder cosas que, como la «calidad de vida», nunca llegó a tener. Es la hora de los «profetas del apocalipsis» y la de aquellos que han preferido enterrar la memoria o embarcarse en el pozo sin fondo del escepticismo y el «todo va mal» para justificar, en algunos casos, la comodidad, y, en otros, inconfesables apetencias de vuelta hacia un paraíso inexistente. En este orden de cosas no hay más remedio que reprochar a la clase política, y muy especialmente la que ostenta el poder, su incapacidad para prestigiar la democracia y el sistema de libertades entre otras cosas por su uso raquítico y, a menudo, ramplón y chapucero. Algún día habrá que valorar el coste político que han tenido de cara a la opinión pública determinados «errores» que han rebajado el texto constitucional en ámbitos tan claves como el de la libertad de expresión.

Sin embargo, no es difícil descubrir que a la «operacíón nostalgia» le han salido multitud de compañeros de viaje. Son los perpetuos devaluadores, que no es lo mismo que críticos, de la situación. Esta última especie se da mucho en cierta izquierda que repite incansablemente latiguillos, a modo de jaculatorias, y excomuniones a las llamadas «Iibertades formales» y se niega a reconocer los pasos dados hacia adelante en algunos aspectos institucionales. A mi entender, uno de los fenómenos más graves que están pasando en este país, y que tiene una indudable repercusión en la valoración popular del nuevo régimen, es la incapacidad de los partidos de la izquierda para hacer compatible su labor de oposición con altemativas creadoras que no se limiten a una postura de negatividad. En el tema, por ejemplo, de la Prensa, el asunto es muy claro y no se ha sabido, o no se ha querido, romper la dialéctica de una falsa elección entre prensa llamada burguesa, y aunque casi tota lo sea, y prensa de partido, que reproduce a pequeña escala el mismo esquema de dominación y secuestro informativo que practica la derecha en los medios de comunicación en su poder, que son casi todos. La izquierda debería meditar sobre el hecho de que el primer estatuto de redacción que se ha aprobado en este país no se haya efectuado en un medio informativo de su área, sino en un periódico liberal. Como también debería desempolvar algunas de sus ideas sobre el estatalismo a ultranza que practica en el tema de Televisión. Pero, en fin, lo que se trata es de que se pueda ser perfectamente compañero de viaje del desencanto y la crisis, e incluso de la mirada hacia atrás, por no saber ser capaz de lanzar al país tras ilusiones colectivas que, no nos engañemos, no se consiguen únicamente desde la oposición permanente, sino desde la creatividad política. Felipe González, que es uno de los escasos políticos de la izquierda con razon cuando dice que en este país la oposición no tiene la parte de poder real que le corresponde. Es precisamente por ello por lo que se echa más en falta la ausencia de una estrategia política que compagine el permanente control del Gobiemo, e incluso su hostigamiento (para eso está la oposición), con una postura más imaginativa y creadora en las respuestas a los problemas concretos. Lo que exige menos demagogia y mucha más valentía, no sólo arite el poder y el Gobierno, sino también ante un país demasiado acostumbrado a que los políticos de la izquierda digan no tanto lo que se debe decir como lo que se quiere oír.

La democracia, como todo sistema de libertades, exige la corresponsabilización de los ciudadanos. Y ésta es muy dificil de conseguir cuando continuamente se está hiciendo balance de lo que no se tiene y se añora incluso lo que nunca se llegó a tener. El pasado, que en este país siempre fue peor, aunque se pudiese pasear tranquilamente por las calles, está encontrando demasiados «corripañeros de viaje» en una situación que para superarse desde la libertad no puede encararse con derrotismo. Naturalmente, el peor de todos es el que dimana de los que pudiendo gobernar no lo hacen, pero no es desdeñable el peso específico y la influencia de esa especie de corte de plañideras que han brotado como hongos hablándonos constantemente del intierno democrático actual y de un paraíso que, obviamente, nunca existió.

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