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El proceso de beatificación de Picasso

Debo recordar, antes de nada, que si el Guernica vuelve a España se debe, originariamente, al reducido conjunto de senadores reales Agrupación Independiente, al que yo pertenecía, que, en el comienzo de la primera legislatura democrática, y por intermedio de Justino de Azcárate, pidió en la Cámara alta esa restitución.Digo esto porque se avecinan tiempos de entusiasmo picassiano y, como siempre, de posible entrega incondicionada a la gran figura del malagueño. Está bien, pero no olvidemos las obligaciones de la inteligencia. No olvidemos lo que más importa -después de los homenajes-, a saber, el estudio riguroso y veraz de la ingente obra. Su exacta valoración. Su encuadre concreto en el mundo de la cultura. Seamos partidarios, pero no fanáticos. Sintamos orgullo, no vanidad. Seamos partidarios, pero no fanáticos. Sintamos orgullo, no vanidad. Admitiremos desde la sensibilidad y desde el pensamiento. Seamos conscientes.

En Francia, y desde hace unos quince años, ya comenzó esta labor de disección inteligente. Recordemos los intentos de Claude Esteban, de Jean Clair, de Jean Revol, todos ellos finísimos, sutiles, generosos y, al tiempo, clarividentes. Esta es la actitud que a mí me gusta, porque es la que mejor honra la memoria del artista en quien se cree y a quien se respeta. No acaban de convencerme, aunque sean legítimos, los elogios distendidos al máximo. Ejemplo de ellos podría ser el texto que Leymarie escribió para el catálogo de la obra picassiana expuesta en París, en el Petit Palais, allá por el 1967, al lado de su complementaria en el Grand Palais. He aquí algún ejemplo: Picasso, «el hombre cuyas tres sílabas sonoras llenan el siglo y el planeta». «El es, en sentido plenario, el más grande arqueólogo de nuestro tiempo en la medida en que reinventa el arte de todos los tiempos ... », etcétera. Lo tremendo, lo desazonador, lo desconcertante de estas afirmaciones, es que, siendo verdaderas, esto es, nada exageradas, nos suenan a exageración. ¿Por qué? Pues porque vemos en ellas un gesto de adoración, un postrarse con la cabeza gacha ante el ídolo que no anuncia nada bueno.

Por lo pronto, este ademán como de borrar todo lo que hoy se hace en el terreno de la plástica, y ese deslumbramiento en torno a lo que Picasso llevó a cabo, no ayudan a entenderlo en profundidad y, por tanto, no colaboran en el goce espontáneo de aquello que a nuestros ojos se ofrece. Antes al contrario, lo estorban. Si vamos a ver el «no va más» de la pintura, ya no somos potenciales espectadores de un bellísimo espectáculo. Somos reverenciadores de un fenómeno que nos supera y que nos anega. Nuestro espíritu está de rodillas frente a lo sobrenatural -una actitud muy hispánica, pero muy peligrosa, porque no es infrecuente, ni mucho menos, que a ella siga la contraria, la de la negación y la destrucción absolutas. Ni una ni otra cosa convienen. Pues las dos son, en último término, la triste e igual manifestación de un nihilismo paralizador y estéril.

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Picasso ha sido un gran desmontador de realidades. Y ha aplicado a ese desmantelamiento un impulso racional ilimitado. Ilimitado porque ilimitados han sido sus recursos dibujísticos y también -aunque acaso no tanto- los del color. Picasso buscó mecanismos formales que fuesen trasunto, muchas veces cruel, de los engranajes objetivos de la realidad circundante. Algo parecido le ocurrió a Leonardo. Pero Leonardo anduvo siempre a la búsqueda del conocimiento, mientras que el español procuraba solamente una cosa: mostrar, presentar, ofrecer. (Con un deje sarcástico en la boca y, desde luego, en la intención). Leonardo aspiraba a entender el mundo, desde el arte y desde fuera del arte, pero conservándole la consideración, la forma y la dignidad últimas. Quería servir. «Jamás me canso de ser útil», dice en uno de sus cuadernos. Y así llegó a hacerse universal. Cosa que a él se le antojaba sumamente hacedera: «Fácil cosa é farsi universali». Tan fácil que incluso se alcanza en los fracasos cuando estos fracasos obedecen a un propósito noble. Su máquina voladora le cuesta la rotura de una pierna al discípulo Zoroastro da Peretola, porque, naturalmente, la máquina no vuela. Pero no importa. Bastaba el propósito: ampliar las posibilidades, las potencialidades del hombre, de esa criatura, al parecer, tan desvalida.

Mas también Picasso fue un hombre universal. Y, por descontado, también él podría haber dicho, desde sus inmensas capacidades plásticas, que es cosa fácil hacerse universal. Ya lo es. Ahí lo tenemos. Innegable, apabullante, irritante quizá por su absoluto virtuosismo, por sus increíbles dotes creadoras. Por su fuerza de suscitación, por su magnífica versatilidad formal, por su energía visual. Ya está en esa jerarquía. Pero ahora lo que comienza para él esotra cosa. ¿Cuál? Esta: Picasso como caza mayor de todo el mundo. Mal asunto. Mal asunto, tanto si nos quedamos en los sahumerios rituales como si nos lanzamos por los caminos de la negación apasionada y a ultranza.

Se ha dicho que Picasso, a partir de 1906 y del Retrato de Gertrude Stein, «abandonando el esfuerzo de simpatizar con el sujeto, no hará más que tratarlo como una cosa desmontable y deformable». Esto me parece cierto. Como me lo parece también aquello de la innegable maestría conquistada sobre la materia desmochada. Y por eso a mí me recuerda, una y otra vez, la consciente erosión lingüística de Ezra Pund. ¿Qué ligazón puede haber entre las Demoisélles d'Avignon que hoy ya sabemos no fueron inspiradas por la plástica negra, y los descoyuntamientos sintácticos, las promiscuidades idiomáticas, los ideogramas y las piruetas expresivas de los Pisan Cantos? En el Manifiesto de 1938 hay un dicho del trastornado poeta que a mí me da la sensación de una frontera, de un límite en el que Picasso se detiene y que Ezra Pound traspasa -ciertamente ya adolecido-: «Para concluir, y antes de que yo delire... ». Picasso, afortunadamente, jamás cayó en delirio, aunque sus lienzos y sus dibujos hagan pensar otra cosa al espectador ingenuo.

Ahora se acerca el centenario. Que el acontecimiento nos obligue a hacer una pausa en la admiración sin condiciones. La mirada en perspectiva es siempre una mirada definidora. Definir es acotar. Para acotar hay que contemplar desde arriba. De esa manera podremos asistir, dentro de nosotros mismos, a los inicios de un horizonte. De un horizonte que, por amplio que sea, siempre, de algún modo, delimita. Todo cuanto ahora se diga, para bien y para mal, va a suponer la, presencia perfiladora de un muro. Acabemos con el proceso de beatificación de Picasso, frase plena de sentido del humor, que es de Revol, y que yo utilicé como título de este artículo.

Comienza el tiempo de la heredad picassiana. Ya no hay más. Todo está hecho. Lancemos nuestro dardo intelectivo en la línea antropológica que, como la aquí esbozada, nos acerque a los recovecos del alma de Picasso. Esto es lo ineludible. Lo inicial. Lo que exige la perspectiva de la obra ya acabada. La totalidad, el sentido de la totalidad.

La vida humana es tiempo cuajado, tiempo corporalizado. La obra de una vida humana es ese tiempo en un extraño, en un desazonador presente: el presente sin fin. Solía decir don Ramón del Valle-Inclán que crear belleza consiste en acertar con el punto de la eternidad. Pero nosotros no podemos concebir esa eternidad más que como un ahora, como un presente que se estira, inacabable y exento, fuera de la tiniebla del pasado y más allá del lejano brillo del futuro. Ese presente, que está siendo siempre, es lo que, de verdad, interesa al artista, a todo artista, a todo auténtico creador. ¿Es esto una ilusión, tina vana ilusión? Muchas cosas parecen indicarlo. Y, sin embargo, a esa ilusión nos aferramos todos, si es que el pintar, o el escribir, o el crear música, puede, de alguna manera, ofrecer agarre sólido y seguro.

Desde el presente que Picasso condicionó, pero que ya no es el suyo, que ya no le pertenece personalmente porque su persona se ha evaporado, la obra del genial malagueño inaugura y hace operantes sus propios, vastos límites.

Admiremos su desgarro y su contención. No intentemos sobrepasarlo, puesto que él tampoco lo hizo. Sostengamos; la inteligencia. Busquemos su sombra. Huyamos de la ceguera por exceso de luz admirativa. Huyamos del deliquio: «Y antes de que yo delire ... »

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