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Tribuna:
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Camaradas, si; kamaradas, no

¿Políticos de pro, guapitos, urbanos, bien hablados, presentables, y además inteligentes como un zepelín? ¡Sí que los hay! Son los nuevos filósofos de allende los Pirineos, con ese: tinte exquisito, sugestión L'Oreal París, que los deja en una coloración intermedia, un poco punk, entre el fascismo demodé apenas reformulado, y la nueva progresía centrista (digo más bien egocentrista) que hoy hace furor en toda Europa como un día las piernas de la Marlene Dietrich. Son los Solyerutsin de discoteca, menos graves que su homólogo soviético, que hoy recorren Europa cantando los funerales a las ideologías con filosofía electrónica, basada en efectos especiales y espejismos acústicos, o sea, los Bernard Henri Levy y los André Glucksman, algunos de los cuales ya han sido descubiertos por la TVE al grito (como diría Vázquez Montalbán en su otra identidad de Sixto Cámara) de «¡Hossana al hijo de David el Anunciado!»

Sixto Cámara-Vázquez Montalbán (que tienen mucho mundo) habrían cogido a los nuevos filósofos por el talle y les habrían cantado al oído una canción de Machín. Sin embargo, cuando tuvieron la ocasión de hacerlo, nuestros políticos no entonaron a coro aquello de Si vas a Calatayud, y se tomaron en serio al joven castigador del intelecto (que además de francés resultó afrancesado, o sea, chic y exquisitamente bana). Y es que en este país, a fuerza de exagerar, hasta la política se tema en serio y no hay quien escarmiente.

El problema de los nuevos filósofos es que hay que hablarles en su lenguaje si no se quiere que le vendan a uno el Omega de purpurina para turistas. O sea, con ellos hay que hacer petting y ser banales; pero don Enrique Tierno Galván, con su espléndido rostro tranquilizante de vagón -restaurante, y Santiago Carrillo. con su fachada martirizada de quien sufre con el afeitado, no estaban a la altura del Rodolfo Valentino de la filosofía. Es más, quizá ni siquiera Felipe González -que a veces se nos antoja un Adolfo Suárez versión Ultimo tango- habría logrado desembarazarse del sentido trágico de la existencia propio de su condición hispánica, y responderle por bulerías al joven y exótico filósofo. bronceado en el Bangladesh, que no es como decir en Torremolinos. Y todo ello, pura y simplemente, porque en la izquierda el sentido de lo trascendente ha asesinado del todo el derecho a la banalidad, y le ha hecho extraño el arte de la sonrisa Polaroid y de la pose Marlboro.

Solyenitsin es tan serio, tan severo y desagradable, que si uno no supiera que es él mismo en persona, lo diría uno de izquierdas. Es difícil averiguar a estas alturas si Solyenitsin perdió las ideas en el camino, o si jamás las tuvo y la primera vez que le asalte una idea (si el vicio de pensar lo hace algún día adicto a una tal perversión) va a sentir un terremoto, de esos, amore mío, de no saber dónde agarrarse, como el día de la primera eyaculación. Pero lo que sí está claro es que el Gulag se le quedó marcado a fuego en el rostro, al punto que aún parece uno de los nuestros, porque los izquierdistas, como decía Li-Yizhe (que, en rigor, es la primera vez que lo oigo), somos niños que no tenemos miedo del tigre, pero que no desconocemos la ferocidad de la bestia; niños que hemos sobrevivido a la carnicería, pero nuestras caras llevan las huellas de sus zarpazos. Somos unos personajes muy poco presentables (El Viejo Topo, mayo 1979). Si la izquierda quiere mejorar su imagen (por decirlo con una expresión de marketin) y venderle al público la mercancía entonces tendrá mucho que aprender de los nuevos filósofos franceses y de sus homólogos no-ilustrados. los castigadores de discoteca. O sea, urge reivindicar el derecho a la banalidad y desembarazarse de las huellas en la carne de tanto Gulag como ha habido; urge reaprender el arte simple de la sonrisa y sepultar en los desvanes el rostro martirizado de supervivientes.

Como ha escrito el italiano Carlo Sismondi: «El derecho fundamental a la gloria no ha pasado nunca por los discursos, ni por las praxis de la izquierda. Los exasperados tecnicismos y las abstractas generalizaciones de nuestra izquierda, llueven desde lo alto como las oscuras profecías del hechicero.» La auténtica degeneración de la burguesía, compartida por la izquierda, está en la frustración del derecho al goce y en su sustitución por una gratificación de poder (el día aquel, tan resbaladizo en el tiempo histórico, en el que tendremos el poder, profecía que solicita a las glándulas una salivación sádica). El burgués ha sido siempre aquel -como también recuerda Carlo Sismondi- que transfiere sobre los demás su propia miseria existencial, porque tiene el poder para hacerlo, lo malo es que la izquierda lo imita, reproduciendo en serie hombres-estatuas de sí mismos, sonrisas congeladas, visiones apocalípticas y existencias apagadas, reducidas a simples supervivencias.

Es cierto: Solyenitsin. Nobel aparte, negocios editoriales aparte, lo hizo bien mal: se consumió en una velada. No más verse lejos del Gulag de sus insomnios, lo dijo todo de un porrazo, se fue (literalmente hablando) precozmente; su experiencia fue tan intensa, pero tan aturullada, como la primera noche marital de un capuchino. Ahora ya no tiene nada que decir, pero sus discípulos, los de la nueva filosofía francesa, esos sí que tienen cuerda para rato. Dicen, en definitiva, lo mismo, repitiéndose como las campanas de la catedral, pero son distintos en el modo de decirlo y en el de ponerse en escena. Su atractivo reside en lo banal.

En un mundo saturado de dramas, un drama más ya no cabía. Solyenitsin, estaba de más. Su rostro arrugado, sus manicornios, sus experiencias kafkianas no interesaban al respetable, prófugo que quería ser de un mundo que ya se sabía invadido por la cólera de los imbéciles. Había que decírselo, por lo menos acurrucando el discurso con la sonrisa, contrabandeando lo grave entre los pliegues de lo banal. Y eso es lo que han venido a hacer los nuevos retoños de la vieja filosofía. La marca Marlboro tiene futuro. El desenfado es el nuevo estilo de vida. La izquierda perderá el tren del porvenir si continúa aferrada a lo trascendente y no logra transferir en nuevos envases sus viejos mensajes; debe banalizarse si no quiere acompañar en el aclipse a aquel viejo pope iluminado que ella misma parió residualmente: Solyenitsin. Discursos como el derecho a la propia sexualidad, las relaciones interpersonales, el derecho inmediato, al goce, el derecho al subconsciente (al yoga o a la catedral) deben encontrar un espacio en la teoría Y en la praxis de la izquierda, acabando con su viejo divorcio puritano del placer, y sólo entonces cambiará su rostro: su pétreo aspecto de hoy, de simples supervivientes, se sustituirá entonces por la imagen más vital de los vivientes.

Habrá que seguirle la pista a los nuevos filósofos franceses, no tanto para oír lo que dicen (que ya está oído), sino cómo lo dicen, con qué frescura, con qué desenfado, con qué dominio del arte de la banalidad, con qué dandismo. Naturalmente Carrillo será Carrillo, incluso con castañuelas, y Tierno Galván será Tierno Galván, incluso con traje gitano de lunares. Su rictus es la herencia de su subconsciente. Sería el universo de preocupaciones de la izquierda el que, por ampliación hasta el área de lo banal, pariría un nuevo rostro no-solemne. Mientras se espera el Gran Evento socialista no hay razón para no hacer el amor en las trincheras. Camaradas, sí; kamaradas, no. El derecho individual y colectivo a la felicidad empieza por la reivindicación y la atención a la vida cotidiana. El modelo-brejnev de kamarada anti-lujuria no debe continuar generalizándose y reproduciéndose en serie, transfiriéndonos en máscara de madera su propia miseria existencial. Como diría Malakovski, dogmas, burocracia, doctores y sabios padres fundadores han sepultado todos los días otro poco, bajo el peso de sus tabúes y sus apocalipsis, la gloria de vivir del militante de izquierdas, completando el trabajo del fascismo: ya es hora de no permitir que sus enormes posaderas de bronce nos cierren el camino, y de descubrir lo grande también en lo pequeño.

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