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Marruecos-Argelia: "Apocalipsis now"

Viernes 7 de diciembre. Poco después de haber llegado a Casablanca, en plena niebla del atardecer, comienzo a oír murmullos animados en torno al próximo partido entre Marruecos y Argelia. Luego, en el autobús que me conduce a Marraquex, dos marroquíes, procedentes de Tánger, discuten jovialmente sobre el tema. Se espera el gran momento con optimismo claro. Un periódico pronostica los soñados detalles de la victoria: tres a cero. Al parecer, el equipo nacional marroquí conoce a la perfección la vida y los milagros del adversario. Lo observó ya en Split, a lo largo de los últimos Juegos Mediterráneos. Ha visto en el magnetoscopio, durante su estancia en Marbella, los últimos partidos de la selección argelina. Hay confianza a raudales.Y hasta serenidad. El entrenador, Cluseau, acaba de dirigirse a sus muchachos con estas palabras: «He cumplido mis promesas. Durante toda esta preparación no os he hablado de Argelia. Ni siquiera he pronunciado ese nombre. Hoy ya os lo digo: el domingo tenemos que jugar un partido internacional y nuestro adversario se llama Argelia. Os pido que penséis en ello... Pero que eso no os quite el sueño; no es más que un simple partido de fútbol, acompanado de ciertos pormenores, es cierto, pero pormenores al fin y al cabo. Ahora bien, de esos pormenores va a hablaros una persona mucho más idónea que yo para hacerlo. «Se refiere a Maati Buabid, primer ministro. La voz del político no se hace esperar: «Vais a jugar un partido idéntico a los demás. No os metáis nada más en la cabeza. Vais a ganar una competición semejante a cualquier otro encuentro. Una derrota no sería algo dramático. Y una victoria recibiría recompensa. Yo mismo aportaré una contribución personal. Queda prometido. »

La jornada del sábado transcurrió entre temores desechados y mil nuevas promesas de triunfo. El domingo hay 70.000 espectadores en el estadio de Casablanca. Banderas rojiverdes, mandarinas, trompetas y alaridos festivos: «¡Marruecos! ¡Marruecos!» El país ha quedado paralizado. Los camareros dejan sin los postres a perplejos turistas. Diez millones de personas van a seguir el encuentro ante el televisor o con la oreja pegada al transistor. Un disparo sorprendente de Bensawla trastrueca prontamente el júbilo total en duelo. Tres minutos más tarde, nuevo gol de ese mismo jugador. Sólo un penalti, convertido en pequeña esperanza para Marruecos, alivia la negrura al fin del primer tiempo. La segunda parte hará irrisoria semejante esperanza. Bensawla marca su tercer tanto. Guemri y Assad se ensañan por su propia cuenta y riesgo: 1-5. Los gritos iniciales de alborozo ya se han vuelto gemidos y pesado silencio. Espontáneo suspiro: « ¡Una vergüenza! ¡Es una vergüenza!»

Un locutor de radio anuncia que se siente incapaz de encadenar con el habitual análisis de fondo, que los oyentes le perdonen, pero que hay situaciones bochornosas.

En los vestuarios de la selección marroquí lloran los jugadores. Cluseau es víctima de un ataque de nervios y, a continuación, se desmaya. Cuando vuelve en sí, tartamudeante y lívido, les grita a los confusos futbolistas: «Soy cardíaco... Seréis los responsables de mi muerte.»

Un centenar de espectadores dan vueltas al estadio con un paquete amortajado sobre los hombros. Entonan las plegarias más fúnebres: « La Illah Ila Allah. ... » En Rabat, un grupo de telespectadores rompe sillas y vasos en un bar.

En este mismo instante no se habla de otra cosa en Marruecos. Bajo esta atmósfera enlutada se aguarda que mañana, en Argel, el encuentro de vuelta se aproxime al milagro. Por lo pronto, a manera de castigo ejemplar, ninguno de los once jugadores derrotados formará parte de esa selección. Una pena suave, a fin de cuentas, comparada con el firme deseo de un limpiabotas marroquí: «Cada jugador merecía cinco años de cárcel.»

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