El correccional, la cárcel o la vuelta a casa, tres soluciones posibles
El zumbido intermitente de una alarma electrónica sobresalta al cabo-jefe de la unidad de radiopatrulla más próxima. Sin duda están robando un coche en el desmonte que los vecinos utilizan como estacionamiento, al otro lado de la torre de pisos de la colonia. «Acelera, que todavía estamos a tiempo de pillarlos; esto debe de ser un trabajo de la banda juvenil de el Pimpí.» Aún no se ha llegado a un acuerdo final sobre la peligrosidad de las bandas de delincuentes, según edades. En la brigada suele decirse que los adultos son más profesionales, y en la llamada profesionalidad se incluye una precisa valoración del riesgo; si el golpe falla, toda osadía es una estupidez. La única salida razonable es seguir rigurosamente el plan de huida; dos o tres cambios sucesivos de coche en esquinas-clave suelen ser suficientes para ponerse a salvo con las recortadas y el resto e, equipo. Hay un minuto para echarle agallas a la profesión, y otro, el siguiente, para salir comendo.Sin embargo, los juveniles son diferentes. Y, si no, acordaos de aquella cuadrilla de niños que desvalijó a un conductor en la calle de Atocha. Le sacaron del coche, le pusieron manos a la pared, para registrarle mejor, y, una vez que le hubieron limpiado, el jefe de la banda le clavó la mano al muro de un navajazo corrido. Comentaba un guardia de nuevo ingreso que los juveniles parecen estar locos.
Atacan como si se vengaran de algo. «Mirad: se han escapado todos menos uno. Vamos, que está tratando de hacerle el puente al encendido del último turismo de la fila.»
Reacciones imprevisibles
Sí; en ocasiones como ésta es aconsejable tener mucho cuidado; los niños torcidos son de la piel del diablo, y más que nunca en las situaciones extremas. Nadie, ni siquiera los más antiguos de la brigada, pueden saber cuándo un juvenil va a echarse a llorar y cuándo va a usar el destornillador o la navaja; tienen dentro un gato que salta o se agazapa a última hora, siempre a última hora; por eso es tan difícil saber cuándo conviene disparar y cuándo sonreír para darles ánimos, porque, oye, nosotros también hemos de pensar en la familia.
El cabo se acerca en cuclillas, procurando desenfilarse, como hacen los cazadores al rececho; el tronco de un árbol, un buzón, una farola averiada y un cubo de la basura son el itinerario más razonable para mejorar la posición con poco peligro. Es inevitable recordar lo que ocurrió en un día como éste, cuando los compañeros arrestaron a un colega de el Jaro, que, según se dice, está confinado en la cárcel concordatoria de Zamora. Aquella vez habían asaltado una gasolinera; se apoderaron de la caja, acuchillaron al dependiente - ¡qué avería le hicieron! -y luego escaparon a toda máquina hacia la autopista de Barajas.
Un radiopatrulla les localizó en seguida, pero el jefe conducía muy bien y tenía mucho coche. Sacabe metros con una facilidad sorpren dente. De pronto, dio un volantazo en la glorieta de Eisenhower y, cas en dos ruedas, cambió de sentido Lo curioso del asunto es que, en lugar de aumentar la ventaja, de tuvo el coche , y cuando los del zeta pasaron junto a él, les hizo burla con las manos. Claro que los compañeros ya habían montando un cordón en la calle de Cartagena. Allí, todavía tuvo tiempo de dar marcha atrás y de fracturarle las dos piernas a un guardia que pretendía cortarles la retirada. Con ellos, nunca se sabe.
Tribunal Tutelar
Hoy, los nacionales han tenido suerte; apenas un forcejeo del cabo, un insulto del niño, y el click de las esposas. El gato de azufre ha preferido encogerse. «Vamos, a la comisaría.»
A mitad de camino, el cabo hace un inventario de los efectos intervenidos al menor. Dos billetes de cien pesetas, dos llaves abrelatas, dos llavines trucados, un destornillador y una navaja automática. «Me parece que hemos cogido al Pimpi. » Dentro de unos días habrá que volver al descampado, si antes no aparece el resto de la pandilla. Son el mismo demonio, aun cuando les falte el jefe.
Por algún milagro del aprendizaje, a el Pimpi la comisaría no le recordó el despacho de un preceptor, con sus muebles oscurecidos por las sucesivas capas de barniz, sus gruesos libros devocionarios, llenos de versículos o de lo que sea; su robusta carpeta de escritorio y sus ventanas interiores enrejadas, como le había sucedido en su primer arresto. Ni siquiera le pareció temible el comisario. Precisamente, al entrar le sorprendió hablando por teléfono y pensó que debía de ser una persona igual que las demás. «Siéntate.» Durante una hora, siguió con indiferencia la llegada de gentes agitadas, que iban tranquilizándose, poco a poco, mientras respondían a distintas preguntas; al fin se escuchaba con toda nitidez el tecleo de la máquina de escribir. Una hora larguísima, hasta que llegó el representante del Tribunal Tutelar. «¿Dónde está? Hoy ni siquiera hemos conseguido localizar a su madre, para que presencie la exploración. Por eso vengo yo. »
Siguiendo las prescripciones legales, el comisario interroga a el Pimpi, en presencia del representante del Tribunal Tutelar, a falta de familiares próximos. Ha sido imposible avisar a sus padres o a sus hermanos, simplemente porque ni siquiera están en Madrid, y su tío, en cuya casa vive desde hace dos meses, acaba de ser ingresado urgentemente en un hospital, aquejado de cirrosis hepática. El comisario llama a un ayudante y habla con el muchacho sin prisa. Destrozo de las lunas de una farmacia, robo de la recaudación de un taxista, paliza a un borracho, apropiación indebida de varias de intento frustrado de robar una armería para conseguir una escopeta. Ya ha sido elaborado el expediente. Ahora hay que ir al Tribunal Tutelar, en la calle de Fernández de la Hoz.
Tampoco el edificio del Tribunal, una vieja y robusta casa pintada en tonos ocres, le pareció a el Pimpi un anticipo de la cárcel, como la primera vez, cuando le devolvieron a casa. Ni se sintió cohibido al atravesar el pequeño patio, ni al cruzarse con el guardia civil de servicio, ni siquiera se dijo que aquella sala de espera, decorada con una pintura mural en la que se ven niños que estudian o trabajan, era demasiado grande. Además, el secretario general no tardó en bajar con el expediente. Venía dando explicaciones. «... En la jurisdicción ordinaria se enjuician hechos delictivos tipificados en el Código Penal, y hay una correspondencia estricta entre el delito y la pena. Por contraposición, cuando se trata de menores de edad penal no se enjuician hechos delictivos, sino ambientes familiares y sociales en los que se desarrolla la vida del menor, y que le han llevado a la comisión de esos hechos; fundamentalmente, se analiza todo lo que se refiere a los entornos social y familiar ... » «¿Qué habrá querido decir?. ¿Que el tío Paco va a pagar ahora por mí?»
Los colegios-hogares
Cuando el juez-decano estudia el expediente de el Pimpi, se detiene en unos renglones señalados con lápiz rojo, que llevan al margen unas extrañas cifras. La luz indirecta de su despacho y su manera de hablar, tan despacio, no inspiran desconfianza. Pregunta y pregunta, lee, reclama datos por teléfono y parece conocer muy bien su caso; habla con mucha desenvoltura del pueblo, del viaje a Madrid, de «la marcha de los padres del chico, de su forzoso desarraigo, de la hostilidad e impropiedad del medio en que vive y de la conveniencia de reeducarle». Y decide que el ex Pimpi, ahora J. L. C. S., de trece años, sea internado en el Colegio-Hogar del Sagrado Corazón, que hasta hace unos años se llamaba simplemente reformatorio o correccional.
Al salir del despacho del juez. J. L. C. S. no está precisamente desanimado. Las horas pasadas no han sido peores que algunas que recuerda muy bien. Antes de llegar al patio, se cruza con tres niñas exageradamente pintadas, con una señora que está muy pensativa y con el guardia civil que acaba de relevar a su compañero. Un señor le lleva en coche al colegio. Alberto Aguilera, Princesa, plaza de España.... General Ricardos, Carabanchel Bajo; la plaza Mayor, primera a la izquierda...
Al Colegio-Hogar Sagrado Corazón de Jesús, antes llamado simplemente reformatorio, sólo, le quedan en pie unos pocos metros de tapia, unas absurdas piedras que parecen un portalón blindado en mitad de un solar. Junto a la entrada, la comisaría, con su bandera luminosa; al fondo, los campos de fútbol, y a la derecha, el enorme edificio, viejo y desparramado, como un sólido barracón medieval. Detrás de un recodo, una cuerda-tendedero, de la que cuelgan un mono azul y unas alpargatas recién lavadas.
El tutor golpea la puerta metálica con los nudillos. Luego la empuja suavemente.
PRÓXIMO CAPÍTULO
"En el correccional"
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