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¡Mueve las caderas!

Parece que fue ayer, y hoy hace ya dos años. El 16 de agosto de 1977, Quique se despertó casi a medianoche y vio a su padre en mangas de camisa, sentado junto al escritorio. Quique sabía que su padre acostumbraba a revisar facturas por la noche. Pero lo que ahora estaba haciendo era otra cosa. Las facturas bancarias descansaban, intactas, sobre la blanca mesa, y el padre escribía rápidamente en una libreta muy pequeña. En torno suyo veíanse sobre el escritorio algunos discos abandonados por Quique: David Bowie, Lou Reed, Iggy Pop... Temiendo haber dejado la jeringa demasiado vistosa, hizo una pregunteja como si de verdad: «¿Pero qué andas escribiendo, papá?» Ramón, acercándose a la cama con colchón de agua donde descansaba Quique, besó a éste en la frente y le dijo: «Duérmete, hijito, duérmete.»El chavalote dio la vuelta a la almohada y, descansando la cabeza en el fugaz frescor del otro lado de la funda, se durmió de nuevo. Lo último que percibió fue el rápido chirriar de la pluma, el temblor del collar mexicano que pendía en la cabecera de la cama, la oscura cabeza del padre al lado de la pantalla verde del quinqué y la tibia llamita de la lámpara ante el cartel de lan Dury, cuya sombra se proyectaba enigmática sobre el empapelado, haciendo evocar a Quique una palmera de Tenerife y los maravillosos versos horteras de Lorenzo Santa-maría: «Para que no me olvides/ni siquiera un momento ... »

Al amanecer, mientras Ramón Velarde se lavaba, peinaba su mojado cabello y anudaba su negra corbata al almidonado cuello de la camisa, Quique ojeó lo que su padre había escrito por la noche. En la libreta, después de las declaraciones de una condesa, vio el chaval lo que su padre, con letra menuda, acababa de escribir:

«Ha muerto, a los 42 años de edad, Elvis Presley. Pelvis angelical. Se ha puesto el Sol sobre nuestra juventud. Adiós a los pantalones vaqueros, a los helados y a las hamburguesas, al hotel de los corazones solitarios, al tribalismo lascivo y a los primeros planos de bragueta. Adiós al gran payaso y al chivato. Adiós a la guitarra, al tupé, al fijador y a la brillantina. Eras, Elvis, vulgar como tú solo. Pero te amábamos. Y nos amábamos al escucharte. Se acabó el guateque. Resbalaste, tropezaste y caíste. Como nosotros. Como los que vendrán. Anda, bestia peluda, resucita. ¡Mueve las caderas! »

Quique no pudo reponerse nunca del filial espanto ante esa cima de tan cursi pasión.

Por fin te diste cuenta, ¿verdad? Formidable: ya no tendrás que seguir engañándote. Así son los padres.

Pero aquel día, mañana hará dos años, Ramón Velarde se puso unos puños duros, nuevos, con los gemelos de oro que reservaba para los días de solemnidad, cogió cuidadosamente la libreta, sin saber que ya Quique la había leído, y la guardó en el bolsillo interior de la chaqueta., Cuando Ramón tomaba apresuradamente su café con leche, sentado en un ángulo de la mesa de la cocina, y luego se ponía en el recibidor su gabardina aterciopelada, Quique notó que a su padre le temblaban las manos y que las gafas negras bailoteaban en su nariz. Quique sintió de pronto una terrible compasión hacia su padre. Se acercó a él y, como cuando era pequeño, se restregó como un gatito contra su manga. Ramón le acarició la cabeza a Quique: «¿Qué pasa, tú? ¡Anima esa cara! Hale, un trote y a viajar... Venga, no te acoquines ni te ablandes.» Y se largó sin más.

Al salir a la calle, consiguió pronto un taxi. Una vez acomodado en el vehículo, empezó a pensar en la posibilidad de irse a la playa y mandar todo a freír espárragos.

Para Quique, la jornada pasó como de costumbre. Fue un pegajoso día de agosto, largo y a la vez angustiosamente corto, saturado de un vago remordimiento por las muchas asignaturas no aprobadas. Oyó algunas canciones, en el transistor, del ídolo querido por sus padres. Ni frío ni calor. Marcha macarra para supervivientes del 39-36. ¡Puafl ¡Puafl ¡Puafl

Aquel día enterraron a Elvis. Acuérdate.

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