El año de la unidad
Diputado del PSOE por Madrid
La peculiar aceleración del tiempo histórico que la sociedad española ha vivido desde diciembre de 1975 nos ha hecho perder, en algunos casos, la perspectiva histórica tan necesaria para valorar acertadamente la dimensión de los conflictos que subyacen en la organización en que se objetiva todo proyecto político que tiende a ser realizable.
Desde esta consideración inicial el socialismo español contemporáneo ha sido capaz de remontar la crisis más grave por la que hubiera podido pasar, es decir, su desunión. Es todavía, sin duda, prematuro el intentar hacer un balance histórico del proceso unitario que se cierra en mayo de 1978, pero es tal vez oportuno llevar a cabo una reflexión desapasionada, que nos proporcione algunas claves para la interpretación de hechos políticos recientes que nos producen cierto desasosiego a quienes hemos militado en el PSP y hoy lo hacemos con la misma honestidad y lealtad en el PSOE.
El largo proceso unitario, respecto de la fluidez política que siguió a la muerte del dictador, venía configurado en el seno del PSP por, básicamente, dos posiciones: la de los que entendíamos que la unidad del socialismo español era un imperativo histórico que exigía el inicio de un proceso urgente, sin recelos, que crease las condiciones de la unidad y que ésta se realizase con el PSOE, y la mantenida por quienes estaban imbuidos de una concepción de singularidad histórica con un pensamiento difuso antiburocrático y libertario que a veces se hacía coincidir con ansias de planificación central que partían del supuesto de considerar al PSOE como la encarnación práctica de una conspiración neocapitalista universal cuya lógica se encontraba en el seno de la Internacional.
La ambigüedad, contradicción y aún pintoresquismo de esta última posición no era óbice, dentro del partido, para que contase con cierto peso específico. La explicación, sin duda, hay que buscarla en la ambivalencia ideológica que desde el modelo de legitimidad carismática se ejercía desde la más alta instancia del partido.
Así las cosas, el grave error político, tal vez histórico, lo constituyó el no haber llegado a la unidad aceptando las condiciones que el PSOE ofrecía para la unidad antes de las elecciones de junio de 1977, y que dio lugar, después de conocidos los resultados de las elecciones, a que el clima emocional, a veces incluso dramático, generado por el sentimiento de frustración, provocase una dinámica singular en la que no faltaron valoraciones triunfalistas del resultado de los mismos. De ese momento datan frases, casi aforismos, que, tal vez, por ser demasiado conocidos, vamos a renunciar a transcribir, pero que creaban las condiciones para el desenvolvimiento irracional de todo el proceso.
La intrahistoria, preñada de anécdotas pintorescas, y que acaso algún día haya que describir, tiene la dificultad de hacerse inteligible porque parte del hecho en que las ambigüedades, contradicciones y ambivalencias se suceden en un marco presidido por el carisma capaz de determinar en gran medida la posibilidad de cumplir el objetivo que el PSP estaba obligado a respetar en virtud a una resolución de su tercer congreso, es decir, la unidad de los socialistas. Es en esta situación cuando surge el síndrome que bien podría denominarse de miedo a la unidad. Su envolvente ideológico, su superestructura, vendría definida por lo que ha sido denominado «ingrediente libertario (prioridad de la imaginación antiburocrática)», pero su etiología habría que buscarla, a mi juicio, en la concepción del partido como movimiento frente al partido organizado que representaba el PSOE, y que tuvo en Pablo Iglesias a su más firme precursor. A estas alturas quizá resulte innecesario decir que se temía que la organización, que significa un elemento de racionalidad instrumental, disolviese el carisma o que, en el mejor de los casos, lo objetivara y administrase. Lo sorprendente, si todavía quedara alguna posibilidad de sorpresa en el desarrollo del proceso, que transcurrió por el camino de lo inexorable, residió en el escaso horizonte temporal que en buen número de militantes, una parte de ellos cuadros políticos, necesitó para cambiar sus posiciones políticas respecto de la unidad.
La integración en el PSOE
La llegada al viejo partido de todos los socialistas suponía a priori un proceso de adaptación más o menos largo, sobre todo teniendo en cuenta que en el interior de toda organización se tiende a desarrollar dos estructuras, una formal y otra informal, y que esta última, que hace a menudo inteligibles las transformaciones en la primera, no resulta posible, y menos, a primera vista, para el recién incorporado. Pero al margen de esta realidad se nos planteaba la duda a muchos militantes en el sentido de afirmar si las condiciones de origen mantenidas en el PSP iban a determinar modelos adaptativos distintos.
Los que habíamos mantenido posiciones unitarias, bajo el supuesto de la identidad (es decir, somos compañeros con similares concepciones que limitábamos en estructuras distintas), la coherencia nos llevaba a insertarnos con naturalidad en el nuevo marco organizativo, dependiendo de las nuevas coincidencias o desacuerdos no del origen, sino de la nueva realidad política, en la que nos encontraríamos con un sin fin de nuevos compañeros con los que coincidir o disentir. Eso ha sido efectivamente lo que hemos hecho, sin menoscabo de las relaciones de amistad en algunos casos, o de coincidencias, decantadas ya en un largo proceso a añadir a nuevas coincidencias, pero nunca bajo el supuesto táctico o explícito de hacer revivir en el nuevo partido de todos los socialistas, situaciones superadas felizmente por el devenir de la historia. Sólo así, entendíamos, podría producirse auténticamente la unidad.
Sin embargo, hoy hay suficientes indicios para afirmar que nuestras posiciones no han sido compartidas por un sector, no por poco numeroso menos significativo, que curiosamente coincide con los que en la dinámica de la unidad defendían planteamientos antiunitarios.
El proceso ecológico adaptativo parece que ha llevado a este grupo a caer en una primera gran contradicción: los que preconizaban un modelo de partido paralibertario, antiburocrático, general en el partido de todos los socialistas, que es ya una estructura organizada, una coordinación - organizativa - informal que reproduce la vieja dinámica de comunión con el líder carismático en un proceso, parece que bastante medido, de acercamiento - distanciamiento. Si las consecuencias e irresponsabilidades no amenazasen ser graves, al menos por el confusionismo que crean, terminaríamos nuestra reflexión con el análisis de la paradoja y con el asombro de seguir la recurrencia de un fenómeno cuyas raíces hay que situarlas en la aceptación insincera de lo inexorable: es decir, la unidad.
Pero la aparición pública, ni que decir tiene que deliberada, en los medios de comunicación de este grupo, bajo el supuesto de identificación con las siglas PSP, me obliga, y creo en esto coincidir con gran número de compañeros que proceden del PSP, a denunciar la irresponsabilidad política de quienes protagonizan tan descabellada operación. Y ello por varios motivos: en primer lugar, porque las siglas PSP son ya patrimonio del socialismo español, de toda la clase trabajadora; en segundo lugar, porque vuelven a manifestar, una vez más, aunque bajo distinta situación, su siempre escasa voluntad unitaria, y, en tercer lugar, porque en cualquier caso constituyen una parcela del antiguo PSP y para los que militamos tantos años bajo esas siglas, con entrega y lealtad, sentimos un profundo respeto por ellas que nos lleva a denunciar su utilización, consciente o inconsciente, que en el mejor de los casos, pretende, al encubrirse bajo su tutela, conseguir para ellos mismos, o para quien los inspira, posiciones de poder y privilegio.
La falacia del populismo
La polémica, sin duda saludable, por la que atraviesa el PSOE se ha venido caracterizando, a nuestro juicio, por dos aspectos fundamentales. En el plano ideológico se ha partido, al menos por algunos sectores, de la dicotomía socialdemocracia-socialismo para, a partir de ahí, establecer elementos diferentes en un diseño de proyecto político.
En realidad se ha pretendido, también en algún caso, negar las transformaciones de las estructuras de clase en las sociedades industriales invocando la realidad de los marginados o de los afectados por la crisis económica como criterio que invalidaría dichas transformaciones. Se actúa, además, bajo la utilización equivalente de las categorías proletarización y salarización confundiendo la significación de los dos procesos bien distintos. En el primer aspecto, en ese plano ideológico, la confusión viene, a mi juicio, predeterminada por la pervivencia en la España que se acerca a los años ochenta, de dos ideas o conceptos de claro origen decimonónico. A saber, y en primer lugar, que el marxismo constituye una ciencia homologable a la ciencia positiva que mide la cantidad y que como tal su conocimiento nos conduce a la verdad. En segundo lugar, que la distinción socialdemocracia-socialismo se establece en torno a la aceptación de la primera del régimen parlamentario para acceder al socialismo desde un respeto a las libertades democráticas, lo que daría lugar, paradójicamente, al robustecimiento del sistema capitalista, y el socialismo marxista que vendría caracterizado por el mito de la revolución protagonizada por el proletariado que establecería un corte o ruptura en la historia que diese lugar al salto cualitativo.
Hoy sería fútil volver sobre el tema de no haberse producido la repercusión que los viejos mitos decimonónicos han desencadenado de manera recurrente en el contexto del socialismo español. Por si existiera alguna duda, es evidente que las ideas o los mitos alcanzan eficacia histórica más allá del contexto que los produce. Son, en este sentido, residuales, pero ello no impide que en coyunturas concretas su emergencia pueda ser rentable.
Ciertas actitudes y análisis supuestamente inmersos en la finitud del Mundo parecen querer compensar dicha consciencia, que a veces les genera angustia, con unas ansias desmedidas de trascendencia colectiva, con los nuevos encantadores de la realidad. La secularización de lo religioso que late en sus nuevos discursos contiene los elementos más alienadores de los antiguos principios de sacralización de la realidad política. Reconvertir el discurso en necesidad de salvación colectiva, la utopía en esperanza escatológica de este mundo, es sentar las bases de un nuevo populismo. Un populismo imposible, diacrónico, en disfunción con el nivel de desarrollo que el capitalismo ha alcanzado en las modernas sociedades industriales, no es casualidad que los nuevos populistas, clamen por el socialismo con doctrina. Las transformaciones profundas operadas en las nuevas sociedades industriales, sociedades programas, unidimensionales, burocráticas de mercado, han dado lugar a una irrupción de lo complejo, de lo vertebrado desde la racionalidad instrumental, que constituye un reto a una nueva reflexión socialista que sea capaz de realizar lo que Marx en su momento fue capaz de realizar: un análisis innovador científico al nivel de la ciencia de su tiempo, desmitificador, que desde la racionalidad desmonta los supuestos ideológicos que contienen los planteamientos de clase más diversos.
Capitalismo y Tercer Mundo
Desde este nuevo análisis que retorna en la medida de su vigencia los elementos del discurso marxista, es necesario enfrentarse a la nueva crisis que el capitalismo avanzado está sufriendo en su conflicto energético con los países del Tercer Mundo. Cada vez parece más claro que el nivel de riqueza, al menos como se ha venido entendiendo hasta ahora, de las sociedades avanzadas sólo es posible desde la escasez de las sociedades subdesarrolladas. De ahí que acaso una de las grandes preguntas que quepa formular tendrá que referirse a las profundas transformaciones a que se verá abocada la sociedad capitalista si se produjese una detención de su crecimiento económico.
Una economía basada en la expansión económica ¡limitada, sacudida por crisis cíclicas, en la cual las clases trabajadoras elevan sus ingresos a medida que la expansión generalizada lo permite, tiene que sufrir convulsiones profundas que exigen un serio planteamiento de la nueva estrategia política.
Hoy sabemos que desde el marxismo (PCI) pueden pactarse políticas de compromiso histórico con la derecha más ortodoxa, a la vez que pueden defenderse políticas de unidad de la izquierda. La piedra de toque es evidente que no es la declaración explícita de marxismo, en la medida que del cuerpo teórico marxista no se deducen recetas estratégicas mecánicamente determinadas y mucho menos aún tácticas.
Estamos ante un nuevo reto histórico al cual los partidos de la clase trabajadora tienen que responder con la lucidez y el rigor que el momento exige. Todo ello parece indicar, desde la perspectiva de la racionalidad, que no desde la metafísica del carisma, que las viejas fórmulas ya no nos van a ser útiles. Que nadie pretenda subsumir la grave problemática compleja que hoy afecta a las sociedades industriales capitalistas, en un proceso espiritualista de nuevas esperanzas, que alienen la conciencia de las clases trabajadoras, sólo desde la racionalidad y desde la profundización analítica de los procesos que subyacen en las nuevas sociedades será posible una alternativa responsable; que la mediten los nuevos populistas.
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