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Manzanares el Real y el turismo: ser o no ser de un pueblo de la sierra

La vida de Manzanares el Real se ajusta perfectamente a la de un pueblo turístico del interior. Es una tranquila reunión que se transforma de pronto en verbena, a condición de que los madrileños de la capital estén a viernes, a sábado o a punto de estallar. Manzanares el Real tiene montaña, es decir, aire limpio a pesar del vértigo; tiene montaña, es decir, el paisaje balsámico que acompaña el agua contenida, y tiene el río que se anuncia en su nombre, un Manzanares adolescente y potable, es decir, irreal, que todos suponíamos confinado en las leyendas. Escribe Julio César Iglesias.

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Los que conocen Manzanares el Real suelen pronunciarse de un mismo modo cuando se les consulta sobre el futuro del pueblo. Está destinado a vivir del turismo, y si alguien no organiza adecuadamente reuniones y verbenas, a morir de él.Para explicarse Manzanares el Real es inevitable hacer memoria. Habría que meter cuatro siglos en cuatro líneas y decir que fue, como varios otros pueblos cercanos, un largo pleito fronterizo entre Segovia y Madrid. Hábil y resuelto, el rey Juan I acabó con la polémica entre provincias con una mano, la de firmar. Cedió la zona a Pedro González de Mendoza, mayordomo mayor de su padre, el rey Enrique II.

El legado fue una premonición, porque Pedro González le devolvió cumplidamente el favor sólo dos años después, cuando le prestó el caballo y la vida en la batalla de Aljubarrota. A partir de entonces, el feudo, a veces llamado Real y a veces patronazgo, se transmitió de padres a hijos siguiendo una animada historia de nuevos pleitos, contrapleitos y avenencias, aliviada sólo por las serranillas del marqués de Santillana, el poeta más acreditado de la familia. Cierto día miró a su alrededor, pensó «la sierra es mía», mojó la pluma en tinta Indeleble, dijo «Por todos estos pinares, / ni en Navalgamella, / non vi serrana más bella /que Menga de Mansanares», y luego se fue a los libros de texto entre jilgueros, mariposas y sones de clavicordio. Se fue el marqués y sus hijos se quedaron con las tierras; cada vez con menos, eso sí.

Hoy Manzanares el Real tiene 1.500 habitantes limitados por el pantano de Santillana, que les inundó los antiguos huertos; por La Pedriza, que les inundó de montañeros, y por el recuerdo del marqués, que les inundó de su nombre. Disponen, además de la visión postal del pantano de Santillana, de la calle del Marqués de Santillana, de la vecindad de la finca del marqués de Santillana, e incluso de la presencia de la urbanización Santillana. El castillo de Manzanares el Real, propiedad del marqués de Santillana, fue temporalmente cedido por su dueño a la Diputación Provincial, que se ha encargado de adecentarlo con los grabados originales en la mano. Ahora está en mitad del cerro como un cuarto límite.

Cuando se pregunta a los paisanos de qué vivía el pueblo en los viejos tiempos, todos entornan los ojos como si recordar fuese un duro trabajo. Después responden dubitativamente: «Pues algo del campo: había huertas arrendadas o vendidas por el marqués; producían patatas y tomates. También algo de la ganadería; aún quedarán unas cien cabezas, pero el pantano inundó los mejores pastos como había inundado las mejores huertas.» Nadie consigue fijar en qué momento comenzaron a aparecer los morraleros, unos extraños turistas con vocacion de lama o de rebeco; se sabe, no obstante, que con ellos surgieron las tabernas-mesón, los merenderos y los restaurantes, hasta un par de docenas. Con los años fue aumentando el número de visitantes; habrían podido ser separados en clases: venían grupos de jóvenes con mochila, fugitivos indeterminados y familias con automóvil, merienda, transistor y antena.

Al cabo de tantos pleitos preautonómicos, la invasión de los turistas parecía un fenómeno benigno. Primeramente el vecindario asistió imperturbable a la llegada de las grandes máquinas hormigoneras; más adelante, el fervor constructivo de las inmobiliarias y los parcelistas casi fue considerado una bendición, o mejor dicho, una oportunidad de salir a flote. En vez de protestar, los hombres optaron por una solución de emergencia: se hicieron albañiles.

Salvo unas pocas docenas de familias que montaron aquellos restaurantes o que llevan sus últimas vacas a pastar a los recortes de los prados del vate-marqués, los paisanos se alistaron en las cuadrillas encargadas de levantar los setecientos chalets actuales. Lo hicieron sin mala conciencia, porque no podían elegir y porque la fisonomía del pueblo apenas parecía cambiar. Manzanares seguía teniendo su misma crispada orografía de feudo armónico, tan celado por sucesivos castillos del pantano a la sierra. Fueron alzándose, entre el casco inicial y la montaña, pequeñas casas altivas que eran, en el peor de los casos, una leve modificación del monte. Edificios campales, pedrizos, torres del homenaje venidas a menos, pero torres al fin.

Los funcionarios del Ayuntamiento sospechan que ya han sido alcanzados los niveles de saturación: dentro de poco no quedará sitio para seguir construyendo ni puestos de trabajo para los obreros. Se teme que el pueblo, defendido todavía por las murallas y el foso de los lucios, quedará reducido a sí mismo. Si alguien no se encarga de relacionar el trabajo con los visitantes, de crear lo que ha venido llamándose infraestructura turística, a las gentes de la zona les queda la única aparente solución de emigrar, después de hacerse una última pregunta.

Mirarán a su alrededor, como hacía el marqués, y compondrán la serranilla más patética que nunca se haya escrito: «Y ahora, ¿qué?»

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