Democracia y comprensión
En estos días de recuento, análisis y reflexión sobre los resultados del referéndum constitucional, no puede dejar de observarse que, incluso en personas y órganos de opinión con reconocido e innegable talante liberal y pedigree democrático, actúa solapadamente, tal vez como un ramalazo o como una especie de reflejo condicionado, un factor de clara composición totalitaria. Me refiero a la actitud hostil o despectiva hacia los votantes del no. Son muy pocos, se dice. No hay que preocuparse de ellos. Hay que arrojarlos a las tinieblas exteriores o relegarlos al exilio interior, piensan algunos. Son gentes utópicas o enragées. No tienen futuro.En todo ello late la dialéctica schmittiana «amigo-enemigo» (freund versus fein) de clara raíz totalitaria. Nuestros enemigos son pocos y, como son pocos, no hay que preocuparse de ellos. Pues bien; sean pocos o muchos hay que preocuparse de ellos. Creo que esta actitud, que he descrito antes, no se compadece con un verdadero sentido democrático. La democracia nos alberga a todos y no tenemos, por nosotros, enemigos entre los miembros de nuestra misma comunidad, que, como minorías, tienen perfecto derecho a expresarse y al respeto hacia sus opiniones. Tienen, además, el derecho a ser comprendidos. Porque sólo por la vía de la comprensión pasa, la solución de los problemas pendientes. La idea de comprensión comporta una connotación doble, pues significa, por un lado, despojarse del espíritu de vindicta, y por otro, un esfuerzo por tratar de entender las cosas. Nada se resuelve si no se ha entendido. Con esto, no estoy predicando -por supuesto que no- evangélicamente la benevolencia, el amor al prójimo o la impunidad de los delitos. Que el peso de la ley caiga sobre quien tenga que caer y que la sociedad actúe sus medios de defensa cuando sea menester, pero ni más ni menos peso que el debido, nunca como una reacción vegetativa y siempre después de la tentativa por lo menos de entender. Las funciones policiales y represivas están por tanto en su lugar. Pero no bastan. Hay que hacer el esfuerzo por entender, que consiste siempre en colocarse en el lugar del otro.
Me dicen que en estos mismos días los norteamericanos, tan aficionados a estas cosas, han enviado equipos de científicos de todas clases a estudiar la subversión iraní. Nosotros no padecemos, a Dios gracias, una subversión de ese alcance, pero en nuestro cuerpo social hay elementos de perturbación y de tensión cuyas causas y razones últimas es urgente conocer y estudiar con métodos científicos. No se trata, me parece, de eliminar a algunos de nuestros conciudadanos por disidentes ni de hacer desaparecer el conflicto social, porque eso es volver a la errónea idea de la unidad de los hombres y de las tierras. El conflicto es bueno porque dinamiza la vida social. Todo progreso pasa por la fase previa de un conflicto y es un modo de resolverlo. El conflicto requiere que como algunos tóxicos no se sobrepase la dosis adecuada. Y que existan vías de solución y de terapéutica, siempre abiertas.
La comprensión de lo racional es siempre más fácil, porque la razón que comprende forma pareja con la razón comprendida. Pero hay que comprender también y estudiar detenidamente el juego de los factores irracionales, como son los sentimientos, los motivos y las pasiones o la fuerza de los prejuicios. No sabemos -y urge saberlo- qué elementos de racionalidad y de irracionalidad actúan en nuestro cuerpo social y, dentro de él, en nuestros grupos más extremistas. A estos efectos, etarras, grapos y guerrilleros, tanto da. Hay que saber dónde termina el plan y dónde empiezan -y qué causan- las místicas de heroísmo o de protagonismo, los deseos de constituirse en salvadores de los otros, la secuencia del modelo de supermán, de Roberto Alcázar o de un Trostky desfigurado o, más simplemente, los miedos. Y qué son estos miedos: miedo al futuro; miedo a la libertad; miedo al desamparo cuando desaparece un tipo de mundo en el que se estaba confortablemente instalado; miedo a tener que tomar decisiones; miedo a la desaparición de una entidad despótica y paternal, cuyas, y no nuestras, eran las culpas y las responsabilidades; miedo a perder posiciones de poder y de privilegio. Hay un extenso campo en el que deben tener algo que decir los sociólogos, los antropólogos, los psicólogos y los criminólogos.
Porque -esta es la verdad- existen hoy muchas preguntas sin respuesta. Así: ¿Por qué los terroristas de todo tipo, pelaje y condición, cualquiera que sea el bando en que militen, son, por lo general, muy jóvenes?; ¿qué relación existe entre la acción terrorista, la delincuencia juvenil y la subcultura de la juventud?; ¿tratan de destruir un mundo que no les gusta y les defrauda, para construir otro de nueva planta o tratan de volver a sus raíces ancestrales en virtud de un mito de eterno retorno?, ¿por qué las víctimas pertenecen casi todas a un campo próximo al proletariado (proletariado al servicio de la clase dominante, se dirá, pero no por ello menos proletariado, hay que responder)?; ¿por qué los atentados a instalaciones industriales tienen por objeto aquellas que más relación guardan con los conflictos que agradan a los llamados movimientos ecologistas?; ¿se trata de privar al capitalismo de una parte de los medios de producción; de preservar el paisaje y el medio ambiente o de ponerse al servicio de causas que se estiman populares, sin calcular la medida en que son progresivas o reaccionarias?; ¿qué fuerza poseen los estereotipos y las imágenes que confusamente se profesan?; ¿por qué palabras como democracia popular, autonomía o patria vasca socialista se erigen en símbolos de nuevos paraísos y tierras prometidas?; ¿por qué muere un joven proletario de Comisiones Obreras al colgar en el Gobierno Civil una bandera verde y blanca?; ¿qué bendiciones esperaba de la autonomía andaluza que otros creen una reivindicación netamente burguesa?; ¿qué olor desprenden las palabras divorcio y aborto, capaces de despertar llantos y visiones apocalípticas? El número podría continuar indefinidamente. Hay que esforzarse en comprender, y para ello hay que investigar en serio. Necesitamos la máxima información, y que nos la den los sociólogos, los psicólogos o los demás especialistas a los que el Gobierno debería, en serio, encargar de la tarea, permitiendo después la publicación de los resultados. Sin miedo a la verdad, porque es la verdad lo que nos hace auténticamente libres. Y, tras la verdad averiguada, hay que aplicar las medidas necesarias, que a lo mejor son, en alguna parte, una terapéutica de psiquiatría social, que nos cure de obsesiones, de ansiedades y de neurosis.
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