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Reportaje:

El Monte de Piedad: misericordia al 7,5%

Las cajas acorazadas del Monte de Piedad de Madrid guardan regularmente un gigantesco depósito de joyas, cuyo valor real es de unos 4.000 millones de pesetas, equivalente a 8.000 millones sin valor comercial. Estas riquezas tienen una singularidad: son un tesoro cambiante, que va y viene con los golpes de fortuna, con los empeños y desempeños. Desde el día primero del año, 70.000 personas han acudido a la oficina central a renunciar al lujo en beneficio de la utilidad y de la urgencia. Los pequeños lotes que dejan en ventanilla apenas pueden distinguirse por el brillo superior de alguna gema o por un modesto número de orden, pero todos tienen una historia oscura que sólo puede entreverse o sospecharse, porque nadie suele confesar espontáneamente sus ocasos. Julio-César Iglesias relata el paso de las alhajas desde su primer término, el joyero doméstico, hasta el último: la subasta pública...

El departamento de pignoraciones de la central es una agrupación de dos mundos cuyas fronteras son un mostrador lineal en forma de U. Más allá de las ventanillas, los funcionarios demuestran una gran actividad; tienen dos consignas: la de sonreír y la de darse prisa. Hay alrededor de las mesas de oficina una vibración especial que se transmite a los mandos de las pantallas procesadoras, a las teclas de las máquinas de escribir y a las conversaciones; un aire que huele a tinta y parece agitado por algún invisible ventilador o quizá por las manos ágiles que llenan los boletines y las papeletas.Casi trescientos años atrás, el padre Piquer había hecho un intento de sustituir los bonetes de los prestamistas de entonces y sus huchas de punto por una institución que luchase contra la usura. Se inspiraba en una antigua idea italiana promovida por un colega franciscano: la clave era prestar dinero sin abrumar al beneficiario con los intereses. El beneficiario habría de aportar una prenda como respaldo al préstamo, pero dispondría de amplios plazos para rescatarla cuando su suerte cambiase. La iniciativa de aquel cura, cuyos ojos se habían acostumbrado a leer los de sus visitantes a través de las celosías de los confesonarios, se tradujo en una institución con un pomposo nombre en el que se asociaban el fervor monárquico y el fervor divino: el Sacro y Real Monte de Piedad de las Benditas Animas del Purgatorio de Madrid, en el que se implicaba el doble vaticinio de identificar Madrid, en el purgatorio y la piedad con los bancos o montes. De esta manera, el Monte de Piedad de Madrid se instaló en la plaza de la Misericordia, frente por frente al convento de las Descalzas Reales.

Hoy, las Cajas de Ahorros y Monte de Piedad de Madrid siguen lindando con la plaza de Celenque y la de la Misericordia, pero su espíritu ha cambiado en alguna medida. Sus dirigentes saben que asociar la piedad y la misericordia supone provocar en los clientes unas inevitables asociaciones de ideas con la caridad, y ello puede cohibirlos. Por eso se han suministrado a los funcionarios consignas de desenvoltura y de desenfado. Corto dice Teodoro Sánchez Juárez, el director del Monte, «nosotros queremos seguir combatiendo la usura, pero, además, queremos combatir los sentimientos de vergüenza que suscita en nuestros visitantes la palabra empeño. Precisamente por eso empleamos el término pignoración, que carece de las viejas resonancias de su antecedente. Somos un servicio dirigido a todas las clases sociales, pero, sobre todo, a la media-baja, como lo prueba el hecho de que un 80% de nuestros préstamos es inferior a las 10.000 pesetas. Sobre otras ofertas, ésta tiene la ventaja de la rapidez: los trámites se limitan a una tasación inmediata de las prendas que se traen, y a la entrega del resguardo y de la cantidad que corresponda. Nuestros préstamos son, además ilimitados: recuerdo uno de seis millones de pesetas, que es, probablemente, el récord. Sobre todo, insisto, nos dirigimos a todas las clases sociales, con especial preferencia a las más necesitadas».

El otro lado de la frontera

Más acá del mostrador lineal, hay gentes calladas que esperan los segundos inevitables, unas ante las ventanillas, las otras, en las butacas del salón. Hay entre ellas una mayoría de mujeres, dato que se interpreta dentro de la oficina como una prueba de que la mujer es quien maneja la economía doméstica, lo que probablemente implica que en caso necesario ha de asumir la breve, pero ingrata, tarea de recurrir a la piedad del Monte. Casi todas ellas tienen más de treinta años y menos de cincuenta, si bien hay, una señora de luto, que sostiene una papeleta rosácea, mientras espera el aviso para el cobro, cuya edad es mayor...La señora de luto es un ser del que apenas puede tenerse noticia por unas iniciales, pero simboliza una situación común a muchos otros. Está allí a consecuencia de una desgracia familiar: su marido ha muerto de repente cuando aún estaba en edad laboral, la jubilación no permite pagar algunas cuentas pendientes, y ciertos pagos son inaplazables. En las dos semanas anteriores, la señora de luto ha desechado varias alternativas: sus dos hijos, ambos casados, están en una grave situación económica, así que prefiere que no participen de un nuevo problema; las ofertas de préstamo sobre las que ha indagado exigen el respaldo de unos patrimonios de los que tampoco dispone, y, finalmente, no recuerda el nombre de algún amigo que le merezca confianza. Ha rebuscado objetos de valor en toda la casa, con lo que ha conseguido reunir tres abanicos de concha y dos de nácar cuya procedencia no tiene muy clara, tres juegos de pendientes de oro, un viejo reloj suizo de pulsera, el reloj japonés de su marido, un collar de cuentas de ámbar, un juego de gemelos con rubíes, un anillo de compromiso y dos alianzas. En el Monte de Piedad han dividido el pequeño tesoro en dos lotes: uno será depositado en la oficina central, y el otro, en la de efectos diversos, en la calle del Amparo.

Brillos, quilates, tantos por ciento

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Como siempre, la tasación del lote de alhajas ha estado en manos de uno de los once peritos en joyería que trabajan en el Monte: los gemelos y el anillo de compromiso han sido analizados en el laboratorio gemológico. En este caso no ha sido preciso utilizar los refractómetros, los espectrógrafos, los rayos infrarrojos o el polariscopio. Una mirada a través de las lentes de precisión han bastado para identificar los rubíes reconstituidos, y una simple maniobra con la piedra de toque, y otra con el peso quilatero han fijado con exactitud la calidad y el peso del oro.Como es habitual, los tasadores harán una estimación del valor real de las piezas. Ello quiere decir que no tendrán en cuenta ni el impuesto de lujo ni los beneficios del joyero que la señora de luto hubo de cubrir cuando las adquirió. Una vez calculado este valor, y en función del deterioro de las alhajas, hallarán un porcentaje que está entre el quince y el treinta, y extenderán el volante usual para que la beneficiaria haga efectivo el importe en caja.

Dos minutos más tarde, la señora de luto será informada de que le ha sido concedido un préstamo de 9.000 pesetas. Dispondrá de medio año para desempeñar las joyas y, si lo solicita, de seis meses más, e incluso de uno o dos últimos meses de gracia. En el supuesto de que pueda retirarlas, tendrá que devolver el importe del préstamo, más un 7,5% en intereses; de lo contrario, serán públicamente subastadas.

Cuando la señora de luto se dirige hacia la ventanilla está seriamente resuelta: o la mala suerte se ceba con ella, o dentro de una semana habrá recuperado sus joyas. Sobre todo, el anillo de compromiso,

Luego su puesto es ocupado por un nuevo cliente: según los fríos libros de archivo, lo probable es que el próximo sea la mujer de alguien que ha muerto en accidente de tráfico, o una hija-de-familia-venida-a-menos, o una chica que ha huido del hogar, o un heredero que prefiere el Monte de Piedad a las joyerías de compraventa.

Sonrisa bancaria

A las ventanillas del Monte de Piedad han acudido mujeres llorosas, petimetres, estudiantes, esposas fieles e infieles. En los viejos tiempos un embozado quiso empeñar su pistola y le confundieron con un atracador, más adelante, la viuda de un médico quiso deshacerse de la calavera de sobremesa de su marido; un pescadero arruinado dejó en ventanilla una merluza fresca a cambio de un duro, y un ama de casa empeñó por error unas botas que servían de caja fuerte a un hijo suyo: recibió cuarenta pesetas como préstamo, entregó las 40.000 que se incluían en las botas, y al poco tiempo volvió a romper el trato. Hoy, el despacho de pignoraciones está lleno de gentes cuyas caras prueban que, la sonrisa bancaria es tan poco contagiosa como la mala suerte. Cien mil personas a quienes el infortunio sorprende vienen cada año a trasladar sus pequeños tesoros hasta las profundidades del Monte, y 96.000 regresan para recuperarlos, una vez que han dimitido la vanidad y los plazos de desempeño. Probablemente, todos los que han acudido esta mañana a la central se han prometido pertenecer al grupo de los restantes 4.000.Pero hoy los 4.000 que no vuelven están representados en el Monte, porque esta mañana habrá subasta, como cada mes. Podrán recuperar la cantidad en que los compradores remonten el precio de sus alhajas, es decir, que ampliarán, en alguna medida, el préstamo inicial. Una tasa de 10.000 pesetas podrá incrementarse en varios miles, si Dios quiere.

La confortable sala de pujas, segunda puerta a la derecha, hace pensar en una sala de tribunales. Han acudido una docena de joyeros y cincuenta o sesenta particulares. Preside don Guillermo, el capellán del Monte, en memoria del padre Piquer; a la derecha están las oficinas donde se formalizan los remates; en el pasillo central, el ujier que sostiene discretamente la bandeja forrada en verde con la partida de turno, y en medio, el publicador, un locutor de brillante dentadura, que tiene la leve deformación profesional de los pregoneros: es perfectamente capaz de convertir un anillo de compromiso en quince gramos de oro. Se oye la pulsación impaciente y líquida de un timbre.

«Sortija de oro, quince gramos», dice el publicador.

Y alguien da cuerda a un reloj de pulsera que se había detenido treinta años antes en otra muñeca.

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