Trasformismo
Cada día es menos rentable para publicaciones, articulistas y políticos el zarandeo al viejo régimen o al pasado. El pasado, siendo todavía reciente, parece muy lejano. Casi podría decirse que lejanísimo. El pasado, en su literalidad, nunca vuelve, aun en el supuesto de restauraciones de cosas, de ideas y de algunos de sus personajes. Es un principio nada discutible que la historia no se repite, sino que se corrige a sí misma. En el caso improbable de que esta nueva democracia en transición no se consolidara por su fracaso de convivencia o su consagración de inestabilidad, las soluciones no serían las de ayer. Por eso la mejor recomendación a los protagonistas políticos o imaginativos de este momento es la de recordarles su obligación de afrontar la realidad, lo que tenemos delante. Todo lo demás es recurso barato, mediocridad o impotencia.Por razones de edad, yo tampoco había llegado a conocer un régimen parlamentario a la manera clásica. Solamente tenía lecturas. Cuarenta años de exclusión del parlamentarismo histórico nos hablan dejado a dos o tres generaciones universitarias el regusto literario del antiguo parlamento, la seria convicción de su esterilidad y, sin embargo, sin libertad no podía concebirse ningún sistema político. Conciliar la libertad política con un Parlamento que no enredara la acción del Estado, era como un deseo de los más abiertos de mi generación. Pero ahora ya tenemos delante de todos el parlamento histórico. ¿Y qué es? En principio, un colosal entretenimiento de los políticos. Exactamente como los parlamentos de los dos últimos siglos. Las circunstancias son otras y los acentos son diferentes. El gran vicio del régimen parlamentario es que se ve más al político que al estadista. El Parlamento es tan atractivo que algunos diputados o senadores son sorprendidos durmiendo en sus escaños por la implacabilidad profesional de los fotógrafos. Pero es tan atractivo el Parlamento que además de ser placentero para hablar, o para oír hablar, lo es para dormir. No sé cómo será este Parlamento cuando se consolide la democracia dentro de algunos años, si es que todo fuera bien. Pero ahora mismo es un entretenimiento apasionante de los parlamentarios. Apenas se nota a los que gobiernan en sus funciones de servicio al país. Se oye clamorosamente el Parlamento.
Yo también tengo derecho a hacer ahora algún reproche decoroso al viejo régimen, sin ningún ánimo rentable. Consiste en lamentar que nos haya impedido descubrir a lo largo de cuarenta años la fabulosa caja de sorpresas que es España. He leído muchos periódicos de los dos últimos siglos, y no pocas historias o memorias de personajes que dan noticia del Parlamento, de los políticos, de los partidos, de los grandes o de los pequeños personajes. Hay que convenir en que el anecdotario es rico y nuestro país es una buena crónica de extravagancias, de ocurrencias y de sucesos. Pero todo aquello resulta pálido ante lo que viene sucediendo ahora; y como uno viene de largo con buenas dosis de escepticismo convenientemente distribuidas, y no poca literatura satírica acumulada, confieso que me divierte el espectáculo, aunque las diversiones políticas nunca son un buen síntoma que revele eficacias o aciertos. Las dos cosas más célebres que han ocurrido en los últimos días han sido la eliminación del leninismo en el congreso del Partido Comunista español, y ahora la sugerencia de Felipe González de eliminar el marxismo del Partido Socialista Obrero Español. Estas dos ocurrencias me parecen grandiosas y están necesitadas de que la derecha o el centro propongan la eliminación del capitalismo, con lo cual el espectáculo sería completo. Y no sería ningún disparate que mis amigos Ordóñez o Garrigues hicieran esta sugerencia porque, en principio, eso de economía social de mercado no es otra cosa que un control socialista del capitalismo, que es una atribución que se reservan en Europa los socialista que olvidaron el marxismo en sus congresos o en su actividad, como los laboristas ingleses o los socialdemócratas alemanes.
Lo ocurrente de todo esto es la capacidad de transformismo, la frescura personal e ideológica de una buena parte de nuestros políticos. Al político se le ha considerado siempre como un hombre con capacidad de adaptación a las circunstancias, con flexibilidad de operatividad pública y con conciencia moldeable. Pero esto, que parece necesario, necesita a su vez algunos limites que eviten la desfiguración. El pueblo español necesita políticos convivenciales para asegurar la paz, o la estabilidad, pero no transformistas para convertir el escenario de la política en un espectáculo sorprendente y a veces hilarante.
El Partido Comunista español no puede prescindir de Lenín, o del método leninista, porque es la gran figura del fenómeno comunista a nivel mundial que ha llevado aparejado nada menos que los cambios violentos de la sociedad y del Estado en no pocos países. El San Pablo del comunismo es Lenin. Y por mucho eurocomunismo que aparezca en la estrategia de adaptabilidad a la Europa de nuestro tiempo, en la patrística comunista no puede desaparecer Lenin. Sustituir ahora el leninismo por los términos revolucionario y democrático, es puro transformismo que no conduce a nada, sencillamente porque lo revolucionario y lo democrático son conceptos que en las postrimerías de este siglo hay que explicar, ya que sus viejos contenidos ya no sirven.
La ocurrencia de Felipe González para excluir el término o el concepto marxismo en el Partido Socialista Obrero Español es otro espectáculo. Tierno Galván ha tenido que recurrir a su incomparable elasticidad de marxólogo y marxista para justificarlo. Es muy difícil meter esto. El nacimiento y los contenidos del socialismo no vienen de otro lugar que de Marx, desde aquel célebre día del Manifiesto, y después en la fundación en aquel pequeño teatro de Londres en 1861. Y de su obra terminada por su ilustre colaborador. Lo que han cambiado han sido las estrategias. Pablo Iglesias, uno de los fundadores del socialismo histórico español, no viene de otra parte que del marxismo de la Segunda Internacional y del movimiento obrero aparecido ahora va a ha.cer un siglo, tras la creación de los sindicatos. Lo que ocurre es que la presión de los movimientos obreros a lo largo de un siglo, la aparición de la tecnología y de una sociedad industrial auxiliada vertiginosamente por los descubrimientos científicos, y hasta la nueva moral impartida por las encíclicas de los Papas de Roma, han venido construyendo una nueva sociedad en la que se ve ya al marxismo en su perspectiva histórica, más que en sus soluciones actuales. Aquí es donde podría tener razón Felipe González, siempre que no se proponga su partido -como se propone- la liquidación de este modelo europeo de sociedad, el predominio de una clase y la apropiación de los medios de producción. Ese es, precisamente, el marxismo histórico; pero ese socialismo no es factible, no es viable en la Europa occidental. Por eso los socialistas alemanes lo olvidaron en Bad Godesberg y los socialistas ingleses hace mucho tiempo que perdieron la memoria de él.
El otro día, cuando, el Parlamento aprobó una irrealizable, pero justa, proposición de ley socialista sobre el paro, Felipe González reconoció, en virtud de los votos favorables a esa proposición de los diputados de Alianza Popular, que hasta las zonas empresariales del Parlamento se habían puesto de su parte. La opinión del dirigente socialista era atroz. Resulta que, como en la antigüedad, la izquierda tiene a los obreros, y la derecha tiene a los empresarios. La izquierda tiene la calle y la derecha tiene los casinos; la izquierda es antimilitarista, y la derecha tiene a los militares. Esta sería una democracia de guerra. Las cosas en Europa no son así. La clasificación o el reclutamiento no es tan rígido. Es mucho más poroso. La sociedad moderna vive un proceso de diseminación o de homogeneización de las clases, sencillamente porque los comportamientos del capital ya no son los que fueron, ni el proletariado está constituido por los parias antiguos, sino por gentes especializadas en diferentes grados, aunque todavía no estemos en la óptima sociedad a la que nos llevará el proceso irreversible de la historia. Si los comunistas no son leninistas, si los socialistas no fueran marxistas, y si los derechistas no fueran capitalistas, habrá que empezar a preguntarse qué es lo que somos. Pienso que podemos ser cualquier cosa menos transformistas, comediantes, expertos en camuflajes, desorientadores o pérfidos. Todo esto, claro es, se hace en función de homologarnos con Europa. Los comunistas no quieren asustar a los militares y a los conservadores españoles renunciando al leninismo y sustituyéndolo por la ambigüedad de su ánimo revolucionario y democrático. Los socialistas quieren tranquilizar a los empresarios renunciando al término o al concepto de marxismo, pero sin borrar de sus programas la lucha de clases y la apropiación de los medios de producción, y postulando otro modelo de sociedad. Y, probablemente, las derechas, a quienes les carga mucho este concepto, expenderán en cualquier momento la proscripción del capitalismo con ese refugio de la economía social de mercado hacia el centro izquierda. Si nos quedáramos de golpe sin leninismo, sin marxismo y sin capitalismo, caeríamos de bruces en los postulados del glorioso Movimiento Nacional, pero interpretado parlamentariamente por ex leninistas, ex marxistas y ex capitalistas, y en el marco de una Monarquía parlamentaria. Una verdadera delicia. Una síntesis de la historia, que diría un filósofo cachondo del café Gijón. Todo eso son estrategias, engañabobos, operatividad inocente, taumaturgia política regocijante. Y todo esto sucede porque los políticos no soportan su propia antigüedad, su tremendo envejecimiento del que vienen y del que han vivido. Su modernización es nada menos que su renuncia. Les falta el mínimo valor para las nuevas definiciones que les pondrían ante riesgos evidentes. Tienen una gran oportunidad en la nueva Constitución. Me temo que la pierdan. España no puede seguir viviendo de sus viejas credenciales y de sus litigios históricos. Ahora mismo no saben dónde están en muchos problemas. Pero han ocupado el Parlamento. Allí gozan o se duermen. Y allí sueñan con el palacio de la Moncloa. Cuando ya nadie sepamos quién es nadie y todo sea convencional, la política podría ser solamente un gran entretenimiento. Esto sería muy grave. Por eso me parece urgente que el secretario de Estado, señor Graullera, lleve adelante su Estatuto de la Función Pública para dotar. por lo menos, al Estado de funcionalismo ante los problemas diarios, mientras los políticos consumen su juerga íntima y dialéctica a espaldas de los verdaderos intereses de la nación. Cuando los líderes y los programas políticos se ven obligados al transformismo para poder asumir la realidad, se impone una revisión a fondo de los propios materiales de la democracia.
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