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Entrevista:

"En un Estado social la Constitución es sólo una parte del sistema político"

EL PAIS: ¿Qué importancia puede tener la Constitución para la estabilidad de un régimen político?GARCIA PELAYO: Sin duda mucha, pero quizá no tanta como algunos puedan creer. En otro tiempo en el que el Estado era concebido desde puras categorías jurídicas y cuando la realización de los valores políticos que lo orientaban consistía más en la inhibición que en la acción estatales, era comprensible que se creyera que la Constitución era la clave para la estabilidad y el buen orden del sistema político y de los valores que lo informaban. Pero lo que era relativamente cierto en el Estado liberal -al menos en su sentido típico ideal- no lo es tanto en nuestra época del Estado social o del Estado de bienestar que ha de realizarse por la acción estatal continua en forma de prestaciones de distinto orden, de dirección general y de apoyo logístico a la economía nacional, de la más justa distribución de la renta, etcétera, problemas que, simplificando las cosas, podemos decir que pertenecen más a la esfera de la Administración que a la de la Constitución. Por otra parte, en las complejas condiciones del sistema político de nuestro tiempo, tanta o más importancia que las instituciones constitucionales propiamente dichas tienen lo que algunos llaman el segundo círculo, es decir, el juego y las combinaciones extraparlamentarias de los partidos y de las organizaciones de intereses, no dotados jurídicamente de poder de decisión, como los órganos constitucionales, pero sí de un derecho efectivo de veto o de iniciativa con respecto a las líneas políticas. de modo que en el caso límite -he dicho en el caso límite- el Gobierno y el Parlamento serían órganos de legitimación de sus acuerdos. En España tenemos un ejemplo de ello con el pacto de la Moncloa.

EL PAIS: Entonces, ¿usted cree que, como ha dicho un profesor francés, la Constitución es una survivance de otros tiempos con escasa significación en el nuestro?

G.P.: No, yo no estoy de acuerdo con este criterio de Burdeau. Creo, por el contrario, que sin la Constitución el orden jurídico carece de principios firmes y ciertos, la organización del Estado de sustentación sólida, la acción política de disciplina y la gestión administrativa de verdadero control. Y así podríamos seguir, pero para resumir diré solamente que en nuestro azaroso tiempo la Constitución tiene, entre otras virtudes, la de disminuir el área de incertidumbre de la vida política y social. Pero sí opino que, en primer lugar, es conveniente no recaer en el mito del verbo y suponer que con una Constitución técnicamente perfecta desde el punto de vista de la racionalidad jurídica, el régimen político queda perfectamente consolidado: cualquiera que tenga una idea de la historia constitucional sabe que ello no es así; en segundo lugar, que la Constitución es parte integrante de un sistema más complejo y que, por tanto, sus posibilidades y modalidades de vigencia dependen de su interacción con otros componentes del sistema como, por ejemplo, del número y de las relaciones entre los partidos: la facultad del Rey para nombrar o proponer al presidente del Gobierno se moverá dentro de límites más amplios y dificultosos si el número de partidos es grande, que dentro de una estructura bipartidista, o las posibles tendencias disgregadoras de regionalismo -en el caso de que se produjeran- podrían ser neutralizadas en función de la estructura del sistema de partidos nacionales y regionales; en tercer lugar, si bien desde el punto de vista formal, el período constituyente queda cancelado con la promulgación de la Constitución, desde el punto de vista político e incluso desde el jurídico, todavía queda mucho camino por recorrer: las leyes orgánicas, convenciones constitucionales, reglas de juego, etcétera.

EL PAIS: Pero, partiendo de estos supuestos, ¿cuál sería el valor fundamental de una Constitución? Se ha criticado al anteproyecto por su falta de originalidad.

G.P.: El anteproyecto contiene, en efecto, varios preceptos traducidos en versión más o menos libre de otras constituciones e incluso recepciona procedimientos no muy acreditados en su país de origen como el llamado «voto de desconfianza constructivo». Contiene, en cambio, otros a los que podemos llamar originales, sin que yo me atreva a decir que lo que tiene de bueno no es original y lo que tiene de original no es bueno. En cualquier caso, me parece claro que la redacción de un texto constitucional no sólo debe inspirarse en las experiencias propias, sino también en las de otros países: el problema consiste en la capacidad de selección y articulación de lo seleccionado. La originalidad, que está muy bien para las obras literarias, científicas y artísticas, tiene una relevancia relativa en materia constitucional, salvo que por originalidad se entienda su adecuación a las peculiares condiciones del país en un momento dado y para un futuro previsible.

Pero hablando en términos generales, el valor principal de una constitución está en su funcionalidad, que en la presente coyuntura política española se define por su aportación positiva para el mantenimiento y reproducción del sistema democrático, libre y social. Para ello tiene que cumplir con una serie de condiciones que sería muy largo desarrollar aquí. Diré solamente que debe ser lo bastante flexible para admitir distintos contenidos, orientaciones y situaciones políticas compatibles con su estructura; es decir, lo que, desde el punto de vista de la teoría de sistemas, se denomina «reducción de complejidades»; hacer posible la vigencia de los valores políticos en los que se inspira con la eficacia y fortaleza de la acción estatal, lo que si en todo tiempo ha sido necesario, lo es mucho más en el presente cuando el Estado no sólo está desafiado en todas partes por la violencia privada, sino que además los grupos sociales le plantean constantes demandas económicas de todo tipo.

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Otro requisito de su funcionalidad es que el texto eluda las causas de posibles conflictos constitucionales dejando a las leyes orgánicas u ordinarias y a otros reguladores inferiores los problemas no fundamentales; que no se la conciba como un instrumento para la acción política inmediata; por ejemplo, ganar las próximas elecciones o para eludir un conflicto momentáneo o de importancia dudosa, sino que se la conciba como un orden normativo dentro del cual se desarrollen las futuras acciones con las menores fricciones posibles. Dicho en otros términos: la Constitución no debe ser concebida como una medida política ante acontecimientos circunstanciales, sino como una verdadera ley fundamental. A todo ello habría que añadir la precisión del lenguaje y lo que, en términos generales, podría denominarse coherencia del discurso. Pero, en fin, yo creo que estas ideas son demasiado abstractas y que, como diría un amigo mío, sólo tienen interés «para los profesionales».

EL PAIS: Sí. Yo creo que podemos pasar a temas más concretos. Se ha criticado al anteproyecto por no contener las expresiones Nación española y soberanía nacional.

G.P.: En efecto, el anteproyecto rompe con la tradición iniciada en 1812 y seguida por las constituciones progresistas del siglo XIX, para proseguir, bien que confusamente, el criterio de la Constitución de 1931 que, «sin embargo, empleaba el adjetivo nacional en varios de sus preceptos, lo que, en cambio, ha sido cuidadosamente evitado en el presente anteproyecto. Dejando de lado en las siguientes argumentaciones consideraciones históricas y emocionales, es lo cierto que la exclusión de la Nación española como poder constituyente responde a indecisiones políticas que tienen como consecuencia una imprecisión de conceptos. El artículo 1 nos dice que «España» se constituye en un Estado social, democrático, etcétera, así como que todos los poderes «emanan del pueblo español», pero en el artículo 2 se habla de los «pueblos de España», de modo que parece que hay un pueblo español y unos pueblos de España y entonces cabe preguntarse «qué es España: un pueblo o unos pueblos?, ¿sobre qué se sustenta el Estado: sobre el pueblo español o sobre los pueblos españoles?, ¿tiene la misma naturaleza el pueblo español que los pueblos de España?, o bien ¿es el primero un concepto político abstracto y el segundo un concepto etnocultural? Todo esto muestra una falta de claridad en las ideas y de precisión en los términos a la que, como antes he dicho, ha conducido, probablemente, la indecisión política y ciertas coerciones debidas a la capacidad de conflicto real o estimada de algunas regiones. Tal confusión se acentúa todavía cuando el mismo artículo 2 nos habla de «nacionalidades y regiones» sin que en ninguna parte se establezca la diferencia entre ambas, a las que, por otra parte, se las reduce en otros preceptos al común denominador de territorios autónomos. En resumen, en este aspecto el anteproyecto no proporciona conceptos jurídico- políticos claros y distintos y de no ser corregido podría llevar en el futuro a una serie de conflictos interpretativos.

EL PAIS: ¿Qué ventaja tiene, desde el punto de vista constitucional, la expresión Nación española sobre la de España?

G.P.: La palabra España puede encerrar una serie de significaciones de distinto orden coincidentes con la patria, nación, continuidad y destino histórico, etcétera, pero, por una parte, no tiene una significación jurídica definida y, por la otra, puede ser considerada, y así lo ha sido, por ejemplo, por Prat de la Riba, como «una expresión geográfica». Pero entiendo que sólo la afirmación de la Nación española como una unidad subyacente y trascendente a las distintas generaciones y modalidades regionales es lo que puede otorgar legitimidad a, la globalidad, unidad e indivisibilidad del Estado español. En este sentido quizá no sea pedantería inútil recordar que mientras que la legitimidad del Estado absolutista se sustentaba sobre el rey, desde la Revolución Francesa la legitimidad del Estado se sustenta sobre la Nación, y de aquí la definición estereotipada del Estado como «la personificación jurídica de la Nación». Como resaltó el eminente jurista austromarxista Karl Renner, toda institución jurídica sólida tiene un substratum socio-antropológico y el substratum del Estado es la Nación. Prosiguiendo con las citas, al solo fin de no atribuirme méritos ajenos, diré que Ziegler cuenta entre las virtudes de la Nación la de producir, llegado el caso existencial, una lealtad superior a cualquiera otra; por consiguiente, la lealtad al Estado tiene como supuesto la lealtad a la Nación.

EL PAIS: ¿No puede cuestionarse desde ciertos puntos de vista la existencia de la Nación española? Después de todo, dista de existir unanimidad sobre qué es una nación.

G.P.: Desde luego que el concepto o la idea de nación es polivalente, pero no creo que desde ninguna perspectiva pueda ponerse en duda que España es una nación, compatible, por supuesto, con el pluralismo regional o cultural. Si suponemos que la nación es una comunidad de cultura, es claro que si bien hay españoles que participan en sus propias culturas regionales más o menos desarrolladas, no es menos cierto que todos participan en la cultura española a cuya formación han contribuido decisivamente personalidades provenientes de todas las regiones españolas, incluidas, por supuesto, las que ahora quieren llamarse nacionalidades. Si -como hoy es frecuente- consideramos a la nación como una estructura económica, el hecho de que haya regiones más desarrolladas que otras no pone en cuestión la dependencia de todas del sistema económico nacional. Si la concebimos como un proyecto de vida colectiva, es claro que todos los españoles participan para las buenas o para las malas en los resultados de este proyecto. Si, como dice el profesor Deutsch, tan enemigo de los criterios cualitativos como amigo de los métodos cuantitativos, lo que configura a una nación es la mayor densidad de relaciones de distinto orden, no creo que se le pueda negar a España el carácter de nación. Y, en fin, si, como dijo Ortega, nación, en el sentido occidental, significa la unión hipostática del poder público y de la colectividad por él regida, tampoco creo que se pueda poner en duda la existencia de la Nación española.

EL PAIS: ¿Qué objeción puede haber a la inclusión en la Constitución del término «nacionalidad»?

G.P.: Las nacionalidades -en el sentido que el vocablo parece tener en el proyecto- y su posible secuela, el Estado de nacionalidades, son denominaciones surgidas en Europa central y oriental (incluida Yugoslavia) pero que en Occidente son un tanto extravagantes y confusas. En efecto, ni en Suiza ni en Bélgica, es decir, en los dos países occidentales de máxima pluralidad cultural, encontramos la constitucionalización del término «nacionalidades». La Constitución belga habla de «regiones lingüísticas» en número de cuatro o de «comunidades culturales» en número de tres o de las «instituciones regionales». En Suiza tampoco encontramos una referencia a las nacionalidades, sino simplemente a las lenguas. Bélgica acoge el principio de la soberanía nacional y Suiza considera entre los fines de su Constitución acrecer la unidad, el honor, etcétera, de la Nación suiza.

EL PAIS: Pero ¿no se trata en última instancia de una diferencia semántica?

G.P.: En primer lugar, en política lo semántico puede tener mucha importancia, pues -como alguien ha dicho- los vocablos no sólo designan cosas, sino que son también consignas o banderines para la acción; no sólo abstraen ciertas realidades, sino que contribuyen a agrupar a las gentes en partidarios y adversarios. Pero, además de ello, desde la recepción en el texto constitucional del término nacionalidades se puede desembocar fácilmente en la concepción de España como un Estado de nacionalidades y está en la dialéctica de las cosas, lo que no quiere decir necesariamente en la fatalidad histórica, que del Estado de nacionalidades se pase a su disgregación en varios Estados nacionales. En resumen, sería lamentable que España entrara en un proceso de austrohungarización, cuando sus condiciones histórico-culturales son completamente distintas de las del Imperio austro-húngaro. Pero sin ponernos apocalípticos, es lo cierto que la inclusión del término no aclara nada -al menos mientras no se defina a las nacionalidades frente a las regiones- y puede confundir mucho.

EL PAIS: ¿Qué opina de la regionalización?

G.P.: La autonomía regiones -aparte de satisfacer legítimas demandas en cuanto a la conservación de su identidad y al derecho de gestionar por sí mismas un conjunto de materias- es una consecuencia necesaria de la complejidad del Estado de nuestro tiempo y no creo que nadie pueda oponerse a ella, aunque sean discutibles sus modalidades de realización. Es, incluso, para hablar en los términos de Luhmann, uno de los requisitos para la «reducción de complejidades», ya que teóricamente permite resolver problemas y bloquear perturbaciones dentro de los límites del subsistema regional sin afectar a la totalidad. Pero, así como decía Maquiavelo que está en la naturaleza de las cosas humanas que no se pueda resolver un problema sin plantearse otros, así podemos decir quizá que no se puede reducir una complejidad sin crear otra. En este sentido, y sin poner en cuestión la regionalización, conviene tener presente que no deja de encerrar problemas, en cuyo detalle no voy a entrar aquí, pero entre los que se cuenta que a la pugna entre los partidos y las organizaciones de intereses se añadirá la pugna entre las regiones por su mayor participación en los recursos y en las decisiones políticas nacionales. También hay que prevenirse contra la candorosa creencia de que con la regionalización las zonas pobres van a aminorar su distancia y con las ricas, pues aquí y en todas partes ello no depende sólo de estructuras institucionales, sino también de causas mucho más profundas y, en todo caso, extrainstitucionales.

EL PAIS: Pero ¿qué le parece de la solución del anteproyecto?

G.P.: La solución ofrecida por el anteproyecto no me parece la más adecuada. El tema es demasiado amplio para tratarlo in extenso, pero de todas maneras trataré de decir algo. Me parece que no han debido fijarse las materias de competencia del poder central dejando el resto a las regiones, sino que, más bien, ha debido seguirse el método inverso, tal como lo han hecho Bélgica e Italia y como parece el lógico en todos los Estados unitarios centralizados que pasan a una estructura descentralizada. Además, dada la complejidad de nuestro tiempo, es imposible prever qué funciones se verá obligado a asumir el Estado. En este sentido es conveniente recordar que mientras que las competencias que la Constitución de 1931 reservaba al Estado eran trece, las reservadas en el anteproyecto suman 32, diferencia debida, en parte, al prurito de perfeccionismo y quizá a otros motivos, pero también en parte a que actualmente entran en el área de la acción estatal central materias que no entraban en 1931 como, por ejemplo, la planificación económica general o el cuidado de los recursos energéticos, a lo que quizá podría haber añadido el ante proyecto -para estar más al día- la dirección y coordinación general de la investigación y desarrollo. En todo caso, hay el riesgo de que se olvide algo o no se prevea algo. Reconozco, sin embargo, que dados los términos del anteproyecto del hecho de que una materia no figure como competencia exclusiva del centro no se sigue que lo sea de la región. Por lo demás, es de prever que, pasada la euforia de los comienzos, muchas de las regiones tratarán de sacudirse competencias incómodas y costosas retransfiriéndolas de un modo u otro al centro. Otro problema digno de señalarse, pero imposible de desarrollar aquí, es el de si los llamados territorios son parte u órgano del Estado o son algo distinto del Estado. La redacción del anteproyecto es en este sentido muy poco afortunada, quizá porque no incluye en un lugar destacado un precepto que diga, como la Constitución de 1931, que el Estado español está integrado por municipios, provincias y regiones, o como la Constitución italiana que dice, más o menos, que la República se divide en regiones, provincias y municipios.

EL PAIS: Pasando a otra cosa, se ha dicho que el proyecto tiene tendencias socialistas.

G. P.: En absoluto. Más bien lo encuentro demasiado tímido en el aspecto social. No recuerdo de ningún precepto que pueda considerarse como una lesión al neocapitalismo, es decir, a la modalidad capitalista de nuestro tiempo, aunque no es menos cierto que su estructura democrática y algunos de sus preceptos hacen posibles el desarrollo de políticas que puedan ser consideradas como socialistas. Pero no creo que sea pensable un sistema democrático occidental sin esta posibilidad. Como antes he dicho, entre las condiciones de funcionalidad de una Constitución se cuenta que admita distintas posibilidades compatibles con su estructura.

EL PAIS: El anteproyecto define a España como un Estado social. ¿Puede decimos algo de esto?

G. P.: La denominación de Estado social es probablemente la más adecuada para el tipo de Estado de nuestro tiempo. Tal denominación y la idea que encierra cuenta con importantes antecedentes en el siglo XIX tanto desde las perspectivas conservadoras como desde las socialistas. Su uso comenzó a extenderse entre los comentaristas de la Constitución de Weimar y la formulación del concepto «Estado social de Derecho» se le debe concretamente al eminente jurista Hermann Heller, quien la desarrolla en 1929, siendo incorporada a la vigente Constitución de la República Federal de Alemania en sus artículos 20 y 28. En tomo al concepto de Estado social se ha producido una extensa literatura jurídica y politológica principalmente en Alemania occidental, pero también en Italia y, por supuesto, el concepto es suficientemente conocido por los constitucionalistas y administrativistas españoles y tiende a ser recepcionado en todos los países. No es, pues, ninguna novedad.

La riqueza misma de la literatura en tomo al tema, frecuentemente polémico, no permite definirlo brevemente y en un sentido unívoco. Sobre ello trato en un libro que acaba de salir. En términos generales puedo decir que, desde el punto de vista axiológico, se orienta hacia una síntesis de los valores de la personalidad individual, típicos del liberalismo, y de los valores sociales en el sentido histórico concreto que el vocablo social adquiere desde el segundo tercio del siglo XIX; y que desde el punto de vista ontológico se sustenta en el criterio de que no es posible pensar la existencia humana abstraída de sus condicionamientos sociales. Bajo éstos y otros supuestos, es un modelo de Estado inspirado en la justicia social y, por tanto, en una más justa distribución de los bienes económicos y culturales, lo cual no deja de estar en una cierta correspondencia histórica con el sistema neocapitalista que, como es sabido, necesita del aumento del poder adquisitivo de las masas, y de cuadros y trabajadores con las calificaciones exigidas por el desarrollo tecnológico. Incluso ha sido considerado por algunos como el contrapunto de la economía social de mercado, término inventado por los socialcristianos con ocasión de la reforma monetaria alemana de 1949. Quizá una de sus formulaciones más rigurosas sea la del profesor Forsthoff, quien lo define como el Estado de la Daseinvorsorge, es decir, de la procura existencial o, si se quiere, de la asistencia vital, como un Estado destinado a proporcionar al individuo aquellas condiciones para su existencia que ni él mismo ni los grupos pueden crear en las complejas estructuras de la sociedad industrial y posindustrial y que sólo pueden lograrse por las prestaciones de la Administración estatal.

Desde el punto de vista político, algunos autores lo consideran como una forma política destinada a la consolidación del sistema neocapitalista, es decir, del status quo económico y social, mientras que otros los consideran como una fórmula política dentro de cuyo marco y mediante la acumulación de reformas parciales pueda desembocarse finalmente en el socialismo. En todo caso y para terminar con el tema, hay que añadir que una Constitución sólo puede fijar los objetivos y las condiciones del Estado social, pero que su realización concreta no se desprende inmediatamente de las normas constitucionales, sino de las políticas económico-sociales del Estado, de los derechos administrativos, económico, laboral, etcétera, del juego de los partidos y de la capacidad de presión de las organizaciones de intereses e incluso de factores extraestatales como las coyunturas económicas. La Constitución lo único que puede hacer es remover posibles obstáculos jurídicos para su realización a través de preceptos como algunos de los contenidos en el capítulo III y el Título VII de anteproyecto.

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