Credibilidad para la policía
AYER FUE enterrado en Madrid Saturnino Yagüe, jefe de la Brigada Político Social entre 1968 y 1975. Muchos de los detenidos que pasaron por su despacho recuerdan que tenía un tic verbal: «Yo he sido -repetía- policía con la monarquía, con la república y con el franquismo. Y si vosotros tomarais el poder (por sus detenidos de izquierda) también sería policía con vuestro régimen.» Es una anécdota conocida y harto publicada en vida del señor Yagüe, que no desluce la memoria del finado y que ilustra cierto pesimismo ético sobre la función policial.Pesimismo engendrado en los cuerpos policiales siempre que un Estado o un Gobierno represivos tuercen el entendimiento del orden público, dejando de tenerlo como servicio obligado a la sociedad para instrumentarlo como garantía de permanencia de un aparato de poder autocrático. Y si se afirma que un poder absoluto corrompe, sin duda que el servicio a ese poder, también. Así, cabe pensar y desear una organización policial profesionalizada al máximo y que rinda idénticos servicios a la sociedad bajo Gobiernos de izquierda o de derecha, y hasta bajo regímenes diferentes siempre que sean democráticos. Pero la policía crecida y formada en cuarenta años de dictadura no puede ser la policía de un régimen democrático sin recorrer antes su propio camino de Damasco.
En un par de años se ha avanzado bastante en la transformación de las estructuras policiales. Se han producido errores y omisiones muy graves (ahí está el saldo de muertes violentas que nos está deparando el paso completo de un régimen a otro), empero se han recuperado parcelas de disciplina perdidas por los poderes civiles, por alcaldes, gobernadores y hasta ministros, y, sobre todo, se ha terminado con el complejo de la PIDE (la depurada policía política portuguesa), que durante los primeros meses del postfranquismo pobló las dependencias policiales. En suma, que el camino de Damasco de las fuerzas de orden público, no tiene necesariamente que incluir la caída del caballo.
Todo ese proceso culmina de alguna manera con el proyecto de ley de Policía Nacional que el Gobierno ha remitido a las Cortes. Los legisladores encontrarán en él aspectos positivos como la redistribución de las plantillas del Cuerpo General, la creación de nuevas comisarías, la protección penal adecuada de los funcionarios de orden publico, el traslado al Código Penal ordinario de los delitos contra esos funcionarios y que ahora recoge el Código de Justicia Militar, la unidad operativa de la policía judicial o la creación del cargo de director de Seguridad del Estado. Otros aspectos del proyecto de ley suscitarán mayor discusión como el mantenimiento del carácter militar de la Policía Nacional (ahora Policía Armada) y al tiempo su remisión exclusiva a la autoridad del ministro del Interior; quedando en el aire cuestiones reglamentarias como las que afectan a la Guardia Civil (reforma del reglamento del duque de Ahumada y supresión de las casas-cuartel en pro de una mayor integración del instituto con la población rural que protege) o de pura metodología como la excesiva contundencia, por ejemplo, de las compañías de la Reserva General (Policía Armada).
Pues bien; vayan nuestras felicitaciones al Gobierno por sus esfuerzos en crear los cimientos de una policía -en el sentido más amplio del término- apta para la democracia sin necesidad de hacer un solar de todo el aparato de seguridad heredado del anterior régimen. Sólo falta la guinda de una discreta limpieza de la fachada policial que dé credibilidad pública a las reformas. Porque de poco servirán las nuevas leyes y los nuevos reglamentos mientras no se sanee la seguridad del Estado de ciertas biografías y ciertas conexiones políticas. La propia policía lo necesita aunque sólo sea para acabar con la situación actual (es un secreto a voces), en la que los policías profesionales y los más enquistados en los métodos o las añoranzas del franquismo se vigilan los unos a los otros o se hurtan mutuamente colaboración e información.
La amnistía fue para todos y no se trata de pedir responsabilidades jurídicas o depuraciones profesionales. Pero tampoco es estrictamente necesario que los superpolicías del franquismo (como el señor Conesa, que no es el único, pero sí el más conocido) regenten ahora los cuerpos de seguridad de élite o que funcionarios salvados por la amnistía de posibles condenas por homicidio accedan a cargos de confianza en la Dirección General de Seguridad.
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