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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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La cultura española y la filosofía

A España siempre le había faltado la filosofía. La prodigiosa cultura española -cada vez me lo parece más- de la Edad Media, del Siglo de Oro, decaída y vuelta a renacer en el siglo XVIII, con un Romanticismo admirable y un siglo XIX menos lamentable de lo que se dice, siempre se había resentido de una deficiencia filosófica que podría explicar buena parte de las limitaciones de nuestra historia. (Sería apasionante ensayar sobre la historia universal la hipótesis del papel relevante de los pocos países que han tenido una filosofía creadora a tiempo, frente al conjunto innumerable de los que han carecido de ella, o la han poseído precariamente, recibida o repensada a destiempo.)En nuestro siglo, la situación se había invertido radicalmente. No sólo ha habido filolofía creadora en España, sino que ha sido el centro de organización de la cultura española en su conjunto. Los que no eran filósofos tenían en cuenta la filosofía, y esto quiere decir que la encontraban como horizonte de sus propios temas, como instancia a la cual seria menester recurrir a última hora. Esto dio una extraña coherencia y hondura a las diferentes disciplinas intelectuales, a la literatura y en cierta medida, incluso al arte; es lo que hizo que todo eso llegara a ser una cultura, algo en que el hombre puede instalarse para vivir.

Pero la filosofía es libertad. La mirada filosófica nunca se queda quieta, va y viene, tiene que justificarse; ninguna verdad es filosófica si no es evidente. Por eso la pasividad es incompatible con la filosofía, la cual consiste en pensar y repensar; todo uso filosófico de una doctrina es necesariamente creador, porque si no lo es, no es un uso filosófico. En la Antropología metafísica, libro del cual he tomado algunas frases, hablaba de «la permanente desconfianza frente a la filosofía»; y añadiría: «El filósofo es un hombre inquieto e inquietante. Tiene, claro es, una enorme audacia; su riesgo permanente e ineludible es la soberbia; pero esta se cura sólo con que el filósofo siga siéndolo, con que acepte su condición y su destino hasta sus últimas consecuencias; entonces desemboca en la más radical humildad, en la única verdadera humildad: aceptar la realidad.»

Claro que si se acepta la realidad no se tolera que sea suplantada. De ahí la indomable condición de esa apacible ocupación que llamamos filosofía. Por eso, cuando la libertad sufrió un largo eclipse en España, lo primero que se hizo fue intentar destruir la filosofía. Se la hizo desaparecer, y bien pronto, del «mundo de los objetos oficiales»; se acumuló sobre ella la hostilidad y el desprestigio; se procuró que otras cosas ocuparan su lugar. Se consiguió que innumerables promociones de estudiantes, desde el curso 1939-40 en adelante, no tuviesen contacto legal con ella.

No fue posible, sin embargo, el éxito completo de la operación. La filosofía estaba sólidamente arraigada; además, se salvó con recursos «literarios»: el hecho de que los filósofos fuesen -y no por casualidad- escritores tuvo la consecuencia de que fuesen leídos, tal vez no en las instituciones, pero sí en el país, es decir, por el público, año tras año -y van casi cuarenta- Mientras tanto, se iban desvaneciendo, hasta de la memoria de los españoles, las figuras destinadas a ocupar su lugar, a suplantar la filosofía con otras cosas cualesquiera.

Pero el daño ha sido muy grave, de todos modos. No para el conjunto de la sociedad española, que se ha seguido nutriendo de filosofía en proporción considerable, que ha mantenido despierto el sentido de ella, el gusto por lo que significa; ha sido un daño «profesional». Durante un cuarto, de siglo no era posible ser profesor o tener acceso a las instituciones filosóficas oficiales sin ser «escolástico» (con todo lo que ello llevaba adherido), es decir, sin renunciar a la actitud en que se engendra la filosofía: «La filosofía -escribía en el libro citado-, aparece así como una forma radical de nacimiento, como un desgarramiento de la placenta originaria que es la sociedad tradicional, para vivir a la intemperie y desde uno mismo. Lo decisivo es que la verdad filosófica no consiste sólo en el momento de la aléthéia, el descubrimiento o patentización y, por tanto, la visión; requiere al mismo tiempo el afianzamiento o posesión de esa realidad vista; la filosofía es descubrir y ver, poner de manifiesto; si una filosofía no es visual, deja de ser filosofía -o es la filosofía de otros-; pero no basta con ver: hace falta además "dar cuenta" de eso que se ve, dar razón de sus conexiones. Por eso propuse hace algún tiempo una "definición" de la filosofía: la visión responsable.»

Esto es lo que se ha tratado de evitar a toda costa. La Universidad española de 1939 -la de la depuración implacable de sus cuadros y sus contenidos- ha engendrado sus fases sucesivas, hasta hoy. En las disciplinas periféricas, puramente técnicas o capaces de un tratamienta parcial, el azar y la convergencia de mejores o peores intenciones han determinado diversas calidades y aciertos, en algunos casos han hecho posible cierta recuperación. En filosofía, a causa de su radicalidad, esto no era posible. No basta con disponer de unos cuantos equipos de «travestidos» que pasen de la escolástica al marxismo, el estructuralismo o el análisis lingüístico -evitando cuidadosamente lo que es estrictamente filosofía-; ni es probable que en ese ambiente se engendre una nueva actitud filosófica, dispuesta a poner en cuestión la realidad misma.

Todavía no se ha roto el cordón umbilical que.enlazaba la filosofía con el conjunto vivaz de la cultura española. Gracias a que los libros filosóficos de nuestro siglo permañecen vivos, forman parte del haber de España, de lo. que los españoles -y no se olvide que igualmente los hispanoamericanos- siguen leyendo, hay esperanza de que el torso de la cultura española recobre su capacidad creadora y su conexión interna, sea algo capaz de vivificar a un pueblo y hacer que sea libre. Todavía son muchos los españoles que pretenden entender lo que leen o escuchan, porque necesitan saber a qué atenerse y no se contentan con gargarizar. Incluso los más jóvenes, que se habían habituado a manejar signos convencionales sin verdadero valor significativo, empiezan a sentir fatiga y buscar otra cosa. Se están cansando también de ese singular «colonialismo» de los que hacen profesión de despreciar la política de los países anglosajones -es decir, la democracia liberal-, pero citan incansable y servilmente su bibliografía, sin distinguir mucho la que es verdaderamente valiosa y la que es ínfima, mientras olvidan todo lo creador que se ha hecho en España en ochenta años -y que se traduce progresivamente al inglés y ejerce considerable influjo en la cultura de esos mismos paises-.

Y, sobre todo, no hay que hablar en tiempo pasado. La filosofía ha seguido viva en España, ha cruzado la guerra y la interminable época de adversidad que la siguió, y sigue atravesando las nuevas formas de esa misma adversidad que hoy ocupan gran parte del horizonte. Esos libros que se siguen leyendo, se siguen escribiendo, y son distintos, pero se parecen a aquellos en que son también filosofía. «La filosofía -concluía el capítulo que he citado tantas veces- consiste en que ese doloroso nacimiento no ocurre sólo al principio: tiene que estarse renovando instante tras instante, y eso es lo que quiere decir "dar razón". Filosofar es estar renaciendo a la verdad: es no poder dormir.»

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