La "noluntad" nacionaI
.Desde hace un par de siglos se habla en todo el mundo de la voluntad nacional; rara vez se habla de lo que podría y debería llamarse la noluntad nacional. Junto a querer hay, más aún que el «no querer», el «querer no» o «querer que no». En época electoral, es esencial tener esto presente.Cuando escribo estas líneas no sé aún cuáles van a ser los procedimientos de las primeras elecciones democráticas españolas al cabo de cuarenta años. Y hablo en plural porque parece que el procedimiento no va a ser el mismo para el Congreso que para el Senado. Lo que voy a decir puede servir para ambos, e independientemente de cuál sea en cada caso el procedimiento legal; porque mis reflexiones pretenden llegar al fondo social, y no meramente legal, de la cuestión.
Son, muchos los que han especulado con la posibilidad de introducir en la democracia un «voto negativo» que matizaría profundamente la actitud de los electores; mi amigo Félix Cifuentes ha pensado durante años en ello; un libro reciente (1) ha tratado con minuciosidad técnica la cuestión. No es una idea desdeñable, pero tiene no pocas complicaciones; en todo caso, para las elecciones que esperamos dentro de pocos meses no puede pensarse en ello; pero sí hay tiempo y lugar para que se tome en cuenta, al lado de la voluntad, la noluntad de los españoles.
Al estudiar «El proceso electoral en los Estados Unidos en 1972» (Innovación y arcaísmo, p. 130 ss.) traté de esta cuestión.
«El partido único -decía- consiste en proponer algo que algunos sienten o quieren, olvidando, excluyendo, silenciando todo lo demás.»
«¿Qué quiere decir concretamente, políticamente, "tener en cuenta" el resto, es decir, lo que no se propone? Algo bastante preciso: renunciar a aquello que decidida y enérgicamente no quieren los demás, una gran porción del torso del país. Cada programa presenta y propone un repertorio de cosas, diferentes y aun divergentes; cada uno representa una fracción de la voluntad nacional. Hasta aquí, todo es perfectamente legítimo. Pero hay que contar con un factor nuevo, que casi siempre se pasa por alto: lo que yo llamarla la "noluntad nacional", lo que porciones sustanciales del país no quieren, activamente rechazan, políticamente les repugna. »
«Cuando cada partido elimina o atenúa algunos aspectos de su programa, de sus deseos, porque son gravemente desagradables al resto del país, el resultado es la concordia; cuando esto no pasa, cuando se afirma lo que los demás positivamente "no quieren" (a veces, precisamente porque no lo quieren), la discordia no está lejos. »
Lo que se dice de los programas puede aplicarse a los candidatos. Algunos electores quieren que ciertos candidatos sean elegidos; otros tienen otras preferencias, y votarán de distinta manera. Unos «quieren» que unos sean victoriosos y «no quieren» que lo sean otros; por eso hay partidos, programas, afiliados y simpatizantes. Pero ocurre que algunos posibles candidatos suscitan una fuerte repulsa en parte del cuerpo social, que la idea de que sean elegidos resulta particularmente penosa para grandes fracciones del electorado, las cuales no se contentan con «no querer» su elección, sino que ejercen un positivo acto de voluntad negativa respecto a ellos. Una vez más, «quieren no», «quieren que no» sean elegidos.
¿Debe esto tenerse en cuenta? Pienso que sí, siempre que no se trate de un equívoco o una fobia irracional. En este caso, convendría disiparla, desvanecerla, mostrar su injustificación. Si no se conseguía, aunque no tuviera buenos fundamentos sería político tomarla en consideración.
Se dirá que las figuras políticas con fuerte personalidad suelen concitar la apasionada oposición de sus adversarios. Ciertamente, pero no se trata de esto. Se puede uno oponer con toda energía a un hombre cuya derrota se procura, a la vez que se siente por él respeto, estimación, incluso admiración. Mal anda el país en que esto no suceda. A lo que yo me refiero es a aquellas figuras que inspiran repulsión, profundo desagrado, o por sus cualidades personales o por su trayectoria política o por ser símbolos de algo que resulta particularmente penoso o desagradable.
¿Sería prudente, y sobre todo a la hora de estrenar una democracia, no tener esto en cuenta, acentuar las divisiones de un país roto por la discordia y todavía no bien cicatrizado?
Pero todavía no he llegado al fondo. No me refiero especialmente a los adversarios; pienso ante todo en los partidarios, en los miembros de un partido o coalición o en los independientes que lo pueden apoyar electoralmente. Desde este punto de vista, la selección de los candidatos es una cuestión vital. Si se buscan los hombres mejores, si se hace una criba que busque los más valiosos, promisores, de limpia conducta, los menos esquinados y hostiles, los que inspiren confianza y de ser posible entusiasmo, y un mínimo de exasperación, la democracia tendrá grandes probabilidades de asegurarse y fundamentar la convivencia. Si la selección se hace al revés, si se prefieren los más dudosos, o de turbia conducta, o de antecedentes no muy simpáticos, o los más agrios y negativos, no sólo cada partido suscitará una más violenta oposición, si no que los propios partidarios perderán el entusiasmo, votarán con desgana y mala conciencia, y los no comprometidos se apartarán.
Lo harán de hecho y con ello cumplirán con su deber. «Las provincias deben rebelarse contra toda candidatura de indeseables" escribía Ortega en el diario Crisol el 6 de junio de 1931, cuando la recién nacida República no tenía aún dos meses de vida, poco antes de las elecciones a las Cortes Constituyentes. Si las provincias (y Madrid) lo hubieran hecho, bien distinta habría sido la historia de España de medio siglo, y no tendríamos que disponernos a «estrenar» la democracia. Ortega advertía que el gran obstáculo era la supresión de vida pública durante casi diez años (¿qué diría ahora, cuando se trata de cuarenta largos?). Y que, aparte del socialista, «todos los demás que hacen política ni son en serio partidos, ni cosa que lo valga » (hoy no, habría que hacer excepciones). "Unos son -agregaba- supervivencia de decrépitas oposiciones enquistadas; otros, por el contrario, improvisaciones urdidas al amparo de la lucha contra la monarquía. Conste que ninguna de esfas expresiones envuelve censura para esos "partidos". Con ser eso que he dicho, son lo único que a estas fechas podían ser. Pero sí es censurable que, no siendo sino eso, pretendan formalmente presentarse como las fuerzas políticas del país.» «Por tanto -concluía-, es preciso que moderen sus pretensiones esos comités, locales de partidos fantasmas o sernifantasinas y no pretendan llenar las candidaturas con gentes trabuicaires e indoctas, sin nervio moral ni sentido de responsabilidad. »
Parece que se va a votar según listas de partidos o coaliciones electorales; es decir, que el voto va a ir primariamente a organizaciones políticas, sólo secundariamente a hombres individuales con nombre y apellido, con historia, proyectos y fisonomía moral. Esto impone a los partidos una pesada obligación: la exigencia moral, intelectual y política al seleccionar sus candidatos. Sería deseable que esas listas fuesen «abiertas», es decir, que se pudiesen sustituir en ellas nombres. Es esencial que, por lo menos, se puedan tachar, que no se obligue al que tiene una preferencia política a elegir candidatos que le parezcan indeseables. Es la única manera de que el pueblo -y no sólo los que pretenden dirigirlo- ejercite su imperativo de selección.
Hay que dejar libertad para que, junto a la voluntad, pueda ejercerse la noluntad nacional dentro de las listas electorales; si no, será menester ejercerla ante ellas en su conjunto.
(1) La democracia integrada, por Francisco Domínguez Garcia de Paredes, Madrid. 1976.
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