El sentimiento de la vida continúa
En aquel artículo, «Cruce de miradas», que recordé hace poco, hablaba Unamuno del «sentimiento de la vida continua», del que prometía hablar otra vez, que aconsejaba mantener en el cimiento del alma. Sin duda, los quehaceres y las tensiones de los dos últimos años de su vida no le dejaron holgura para ello, y la muerte vino a imponer silencio a su boca, que nunca había callado. Y pienso que es urgente preguntarse hoy qué quiere decir ese otro sentimiento nombrado por el mismo que bautizó al famoso sentimiento trágico de la vida. ¿Acaso su reverso? ¿O el cimiento que lo hace posible, que le da solidez, autenticidad, verdad?El niño nace en continuidad; se siente inserto en la placenta familiar y social, implantado en algo más grande que él y que viene de muy atrás; mejor dicho, que está ahí «desde siempre». El niño acude a la madre, al padre, al mundo social, para vivir, para orientarse, para entender. La continuidad es rigurosa, envolvente. Hasta el punto que acaso la única manera de escapar de ella es la soledad, la evasión hacia la fantasía, hacia los mundos imaginarios.
Pero esa continuidad queda amenazada cuando se llega a la pubertad, cuando el muchacho deja de ser niño y rompe con él, es decir, con el que ha sido. No se reconoce cuando se habla del que muy poco antes era; y le da rabia -esta es la expresión adecuada y eficaz-. La protesta contra el mundo adulto suele ser un equívoco, porque el muy joven no tiene otro. Contra lo que protesta es contra la interpretación que los adultos tienen de él, y que fue probablemente verdadera unos meses o unos pocos años antes; pero ya no.
Entonces tiene la impresión de que los mayores no lo entienden, y muy pronto esa impresión se convierte en la idea de que no entienden. La evidencia de que no saben quién es él (o ella), es decir, quién quiere ser, los descalifica y distancia; entonces los relega al pasado -un pasado en que todavía eran reales, en que eran queridos y probablemente admirados-. Esta es la impresión de «ruptura», cuyo núcleo es verdadero, necesario, inevitable, cuya interpretación es más problemática.
El joven tiene que ver y vivir las cosas desde sí mismo; tiene que revisar sus creencias, ideas, estimaciones, preferencias; en muchos casos, para revalidarlas, pero siempre de otra manera: tiene que empezar de nuevo, ahora desde su mismo centro, no desde un mundo familiar o social recibido.
Pero lo grave es que, si el joven no es muy agudo y está muy alerta, al relegar a los mayores al pasado cree que el mundo empieza con él. Y, como todavía no tiene un mundo propio -porque el mundo hay que hacerlo, y no ha tenido tiempo-, se instala en otro, igualmente ajeno, pero que por ser otro que el recibido le parece suyo. Este es el espejismo que introduce la discontinuidad.
Si se analiza el contenido concreto de la imagen que de la realidad tienen los jóvenes, especialmente los más «rebeldes» y discontinuístas, se encuentra que en su máxima parte es tópico, recibido, ni siquiera repensado en la familiaridad, y frecuentemente muy antiguo, procedente de adultos bastante arcaicos, poco innovadores y que en modo alguno están «al día», rarísima vez creadores.
Esto explica el hecho de que la mayoría de los jóvenes «profesionales», representantes de la discontinuidad histórica, apenas pasan de la primera juventud desaparecen de la escena; no maduran, no son los hombres anticipadores y rectores de la etapa siguiente.
Unas veces ejecutan esa triste operación que se llama «sentar la cabeza» -como si la cabeza fuera para eso- y se aburguesan profesionalmente; otras, y es aún más triste, cuando han ido demasiado lejos, quedan invadidos por el desaliento, por la decepción, y quedan reducidos a un despojo. Para no remontarse a otras épocas, repásense los nombres de los jóvenes que iniciaron, hace ya cerca de quince años, los llamados «movimientos juveniles», y averígüese qué ha sido de esos muchachos y muchachas que andan ya por los 35 o cuarenta años. Y pregúntese, de paso, qué caso les han hecho los adultos que los «inspiraban».
No, el mundo no empieza con nosotros, ni con nosotros terminará. La ruptura de la «vida continua» no puede fundarse más que en la ignorancia, en cierta ignorancia que hoy se cultiva en medio de múltiples saberes. La pregunta básica en toda educación es ésta: ¿Qué hay que saber? Si se observara con algún cuidado adónde se orienta lo más significativo de las tendencias educativas dominantes, se descubriría que la pregunta capital es más bien: ¿Qué hay que ignorar? Si se sabe filosofía, se ve que la realidad no está dada y que no se la puede reducir a «datos»; que es inagotable, que no se la puede identificar con ninguna interpretación o teoría, y que por tanto el absolutismo y el fanatismo son simplemente engaños; que hay un subsuelo de creencias sobre las que se asienta siempre la vida, más importantes que todas las ideas, pero que cuando estas son necesarias han de ser evidentes o justificadas, han de llevar consigo su prueba, la mostración de su verdad.
Si se sabe historia, se ve la continuidad articulada en que consis te, cómo no se puede ni volver atrás ni repetir lo vivido, pero toda innovación es algo que se hace desde el presente y no desde cero o desde una situación fingida; si se sabe historia, no se puede haber «historia-ficción». Siempre me ha sorprendido la hostilidad política (?) que suscita, a ambos lados del espectro, la doctrina de las generaciones, cómo exaspera a todos los que quieren manipular a la última.
Si se conoce la literatura, se sabe quién se es colectivamente, se posee una figura social, una interpretación múltiple deja propia realidad; un pueblo que conoce su literatura no puede ser mero detritus o material para algo. Y a la vez que conoce su figura advierte su limitación, sus conexiones, sus parentescos, y de este modo se va tejiendo la imagen compleja de los diversos mundos en presencia y con sus precisas articulaciones. No se puede establecer un sistema de fobias con personas que sepan quiénes son, de dónde vienen y adónde han querido ir y tal vez no han llegado, adónde podrán ir en el futuro partiendo de donde están.
Se dirá que hay pueblos que no saben estas cosas, o individuos que las ignoran, dentro de los que las saben. Así es, y este es uno de los hechos radicales con que nos encontramos, quizá la más honda de todas las desigualdades. Pero se suele olvidar que hay muchas formas de saber, y que acaso esos individuos o esos pueblos que parecen ignorar tantas cosas, saben otras, y quizá también las mismas, solo que de otra manera. Pero en lugar de indagar y apreciar y comprender la sabiduría del campesino o del pueblo aparentemente inerte y primitivo, y de tratar de enriquecerlos sin perturbarlos, sin romper la figura de sus vidas, se intenta hacer tabla rasa hacia abajo de todas las diferencias, en una operación inesperadamente profunda de devastación. Mientras tantas gentes se preocupan -o fingen preocuparse- por el «medio ambiente», pasan el rastrillo o la apisonadora por el verdadero medio ambiente humano, que en buen español se llama circunstancia y empieza con las ideas y las creencias y la realidad psíquica y el propio cuerpo.
Todo esto quebranta «el sentimiento de la vida continua». Al romper la continuidad, pulveriza al hombre, sobre todo, al joven, lo deja inerme, sin raíces y, por lo tanto, sin posibilidad de crecer. Porque esto es lo decisivo: los «conservadores» creerán que al perderse el sentimiento de la vida continua se renuncia al pasado; ciertamente, pero no es esto lo verdaderamente grave: lo que se pierde es el futuro. Y como el hombre es futurizo, automáticamente se deshumaniza y se puede hacer con él lo que se quiera.
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