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Reportaje:Automovilismo

Conducir un fórmula-1, todo un mundo de sensaciones

Los motores de fórmula I tienen un sonido particular, inconfundible, diferente. Para un aficionado que está llegandola un circuito resulta fácil distinguir de forma precisa las aceleraciones, los cambios de marcha y las fuertes explosiones que produce el motor de forma desordenada y alegre cuando el piloto levanta el pie del acelerador en las zonas de frenado. Si el tráfico o las dificultades para aparcar en los días de grandes carreras retrasan la llegada del espectador entendido, éste siente el mismo nerviosismo o la ansiedad que producen los gritos de igol! oídos desde fuera del estadio o las palmas y los iolés! de una corrida de toros. Pero en la fórmula I el ruido de la máquina domina el ambiente con tanta fuerza que la muchedumbre enmudece. Es un espectáculo único, es día de fiesta. Se está corriendo una carrera de automóviles de la fórmula reina. ¿Pero qué es la fórmula I? ¿Qué diferencia hay entre estos coches únicos y el que conducimos cada día? Básicamente, ninguna, en la práctica, un mundo. Emilio de Villota y el oscuro Lincar aparecen en la curva grande en la que da comienzo la recta del circuito del Jarama. Sale en cuarta acelerando a fondo. El impulso y la velocidad que trae llevan el coche hacia el exterior de la curva. Los neurnáticos pisan el arcén, el coche da un pequeño salto, se inclina, pero el piloto sigue acelerando con el coche recto hasta que las cuatro ruedas vuelven a estar sobre la pista.

Peligro de accidente

Intentar corregir la trayectoria de forma brusca o dejar de acelerar en ese momento es peligroso y el accidente casi seguro. Pasa delante de los boxes en quinta -acelerador a fondo-, el motor gira en ese momento a 10.500 revoluciones por minuto; la velocidad aproximada: 260 kilómetros por hora; mantiene las ruedas del lado izquierdo sobre la raya blanca que delimita la pista por la parte más alejada a nosotros -circular por ese lado ahorra décimas de segundo-. Pasa por la línea de meta como una bala -señal, trescientos metros, doscientos, cien-, decelera -sentimos claramente las fuertes explosiones del motor-; frenazo, un par de acelerones con el tacón sin dejar de frenar, cuarta, tercera y, ya dentro de la curva -en pleno viraje, segunda, desaparece detrás de nosotros-. En un minuto y veinticinco segundos volverá a pasar por el mismo sitio después de recorrer 3.404,30 metros. En el recorrido tomará quince curvas y efectuará veinticinco cambios de velocidad.Han sido pruebas de rutina. Mientras calienta el motor y los neumáticos, Emilio ha convocado a la prensa del motor, a los directivos del RACE y de la Federación de Automovilismo -Juan Manuel Fangio, cinco veces campeón del mundo, está presente, con sus muchos años, su legendaria personalidad y su hablar pausado y sencillo, da solemnidad al momento-. Villota ha anunciado su contrato con McLaren y su ya segura participación en el Campeonato del Mundo de constructores y pilotos de la fórmula 1 en 1977.

Sus actuaciones comenzarán precisamente con el Gran Premio de España en este circuito del Jarama. Cuando hace unos días supe de esta ocasión única, pedí a Villota algo que jamás se solicita a un piloto de fórmula 1: que me dejara probar su coche en la pista. Su generosidad y nuestra vieja amistad han hecho cumplirse un antiguo y fuerte deseo, pilotar durante cinco vueltas un fórmula 1.

Nuevas sensaciones

Tratar de explicar las diferencias que hay entre sentarnos al volante de nuestro coche cada mañana y las sensaciones que puedan sentirse conduciendo una de estas maravillas mecánicas requeriría algo más que nuestro torpe lenguaje. Villota ha parado el motor, con un fuerte acelerón, trescientos metros antes de llegar al boxe. Un pequeño interruptor en la cruz del volante corta automáticamente el encendido; el coche llega por su propio impulso: se quita los cinturones, salta del monoplaza y me invita a subir. Las piernas se deslizan con el sitio justo, mientras que el tronco, con los brazos extendidos al aire, se acopla al duro asiento. Tienes la sensación de que algo te oprime los riñones y los muslos. Con los hombros también encajados el cuerpo queda atenazado para que la fuerza centrífuga en las curvas te permita mover sólo los brazos y las piernas y el peso del cuerpo no te obligue a colgarte del volante. Con los pies busco los pedales, acelerador, freno, embrague. Un tercer punto de apoyo a la izquierda del embrague sirva para apoyar el pie izquierdo haciendo fuerza con la pierna para mantener el equilibrio en las curvas y que los brazos actúen con libertad al mover el volante . Me ayudan a colocarme los cinturones que desde atrás sujetan el pecho; dos correas que salen de debajo del asiento me sujetan por la ingles y otras dos laterales se ciñen a la pelvis, confluyendo en un broche central automático a la altura del estómago, que en caso de accidente libera todo el sistema con un solo movimiento. El mecánico me da dos fuertes tirones a los tensores que sujetan los hombros y me deja atado como un fardo.

Como un fardo

Me pregunta si estoy cómodo y le miro sin decirle nada. Siento ganas de bajarme. Empieza a explicarme. Revoluciones máximas, 9.000; no debo permitir que bajen de 8.000, porque el motor se ahoga y la baja velocidad producirá en los neumáticos unos pegotes de goma por falta de temperatura, que hace peligrosa la adherencia necesaria en las curvas. Temperatura de agua, 70º; aceite, 110º; presión del aceite, etcétera. Contacto. Interruptor de la bomba eléctrica de gasolina, puesta en marcha. El Cosworh de ocho cilindros en V empieza a bramar. Doy acelerones intermitentes. La aguja del cuentavueltas salta 4.000, 5.000, quito el pie un momento. Estos motores no ralentizan. Y aprovecho para introducir la primera con las dos manos mientras alguien empuja el coche desde atrás. Los piñones de la caja especial Hewland no tienen sincronizador y el engranaje es muy duro; 4.000, 5.000, 6.000, 7.000 RPM; suelto el embrague. Tiene que ser un movimiento preciso; a esas revoluciones es fácil quemarlo. La aceleración hace patinar las enormes ruedas traseras. Toda la estructura empieza a temblar, mientras el ruido y los 475 caballos de fuerza que da el motor a mi espalda impulsan hacia adelante los seiscientos kilos que pesa el coche. Tengo la impresión de que estoy sentado en el suelo con las piernas estiradas y algo que me empuja desde atrás con mucha fuerza. Acelero y me concentro en el volante. El estrecho pasillo de los boxes me parece mucho más estrecho. Tres, cuatro cinco segundos, 8.000 revoluciones, aún no he llegado a la pista, el coche va casi a cien kilómetros por hora. Me quedo pegado al asiento. Doy un manotazo a la palanca del cambio mientras acciono rápido el embrague. Segunda. Otra vez acelero; ya estoy en la pista. Otro tortazo al cambio a 140 kilómetros por hora. Tercera, 150, 160 kilómetros por hora. Tengo que frenar un poco, ya estoy en la primera curva. Dos o tres golpes al volante, la dirección no tiene desmultiplicación y las ruedas giran los mismos grados que yo giro el volante. Entro con precauciones. Fuerte acelerón. Segunda. Veo perfectamente las ruedas delanteras. El coche responde dócilmente. Al salir de la curva me hago un lío con los nervios y la palanca del cambio y en vez de tercera meto quinta. El coche protesta da unos tirones. Por fin..., encuentro otra vez la segunda, le acelero más y el coche de un salto hacia adelante, lo paso mal hasta que pongo el morro derecho para enfilar la próxima curva, Le Mans. No me fío y piso el freno antes de lo normal. Los neumáticos se pegan al suelo como si tuvieran uñas. Segunda. El coche pasa por la curva como sobre raíles.

Miedo a pisar

Hay un pequeño tramo recto desde la salida de esta curva a la siguiente; acelero fuerte sin cambiar de velocidad y el impulso casi me hace soltar el volante, otro frenazo. El siguiente viraje es uno de los dos más lentos del circuito, lo tomo con cuidado y a la salida la aceleración me lleva al otro lado de la pista. Tercera. Voy a pasar la curva en la que empieza la rampa Pegaso. Me da miedo pisar y espero. A la salida empieza la cuesta. Por dejar de acelerar en la curva motor se ha ahogado un poco. Cuando acelero otra vez bruscamente el coche me lleva en volandas y paso por debajo del arco sin respirar.En la bajada de Bugati me fío de los frenos, las ruedas se blocan un instante, pero no se desvían ni un centímetro. Otra vez cuesta arriba y otra vez la misma impresión, parece que algo te empuja desde los riñones; apenas se ha terminado de salir de una curva y ya estás en la siguiente. Todo sucede tan rápido que me encuentro sin darme cuenta enfilando la recta de meta en tercera. Aquí la pista desciende y coche comienza a ir realmente deprisa. Cuarta, quinta, en boxes. Casi no he tenido tiempo de saborear la velocidad pura, voy un momento a 250 kilómetros por hora, la recta se termina y sólo queda trescientos metros para la curva, no aguanto el pie en el acelerador hasta donde debiera. Ver que al final llegan las vallas y se acaba el asfalto impone mucho respeto. Cuatro vueltas más al circuito. Cuando salgo del coche estoy bastante alterado y me duele un poco la cabeza; me doy cuenta de que me tiemblan las manos al encender un pitillo, pero por dentro siento felicidad y el miedo que proporcionaría a cualquier automovilista el placer indescriptible de haber conducido por una vez en la vida, un fórmula 1.

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