Frenar a 300 kilómetros por hora
El último Gran Premio de Fórmula 1 celebrado hace unos días en Zandvoort (Holanda) ha sido una de las carreras de esta especialidad más disputadas en los últimos años. A través de las crónicas enviadas a EL PAIS hemos tratado de reflejar los momentos más emocionantes de la prueba. La obligada y corta extensión del relato y el apresuramiento del momento dejan siempre pobres las circunstancias y detalles que hacen más comprensible la grandeza y el riesgo de este deporte.La media horaria conseguida por el vencedor, James Hunt, fue de 190 k/h, lo cual quiere decir que en puntos del circuito y con los depósitos de combustible a media carga, la velocidad adquirida por estos rapidísimos coches sobrepasaba los 300 k/h. Desde la primera vuelta de la carrera hasta la 47, en que se vio forzado al abandono, el piloto irlandés John Watson mantuvo un emocionante y peligroso codo a codo con sus más directos rivales: Ronie Peterson y el que luego resultó vencedor, James Hunt.
Cuando aparecían -literalmente- pegados en la curva que se divisa a la derecha de la gran recta de tribunas, lo hacían los tres en tercera velocidad, a un régimen de motor próximo a las 11.000, revoluciones por minuto (o lo que es igual, a 170 k/h). Doscientos metros más adelante, dentro ya de la recta, los motores alcanzaban el par máximo de potencia a 11.500 revoluciones por minuto; suben a 180 k/h y en ese momento, en un movimiento reflejo rapidísimo, el piloto acciona con la mano derecha la pequeña palanca del cambio -a pocos centímetros del volante- mientras que el pie izquierdo presiona el embrague y la mano del mismo lado mantiene el volante firme. Ya van en cuarta velocidad. En el momento del cambio, que dura fracciones de segundo, el motor sufre una brevísima pérdida de potencia; el piloto acelera sin contemplaciones hasta que su oído y una mirada de reojo a la aguja del cuentavueltas le indican el momento de insertar la quinta velocidad.
Han rebasado la línea de meta enfrente de las tribunas. Quedan sólo 500 metros de recta para abordar la primera curva («Tarzán», de 180 grados). Desde el momento en que han efectuado el último cambio, la aceleración brutal de estos motores les permite alcanzar en tan corta distancia los 300 k/h. A esta velocidad ven llegar la primera señal que les indica que están a 150 metros de la gran curva (hay que aguantar un poco más con el pie a fondo para no ser rebasados por los contrarios). La mirada del piloto, a 70 centímetros del suelo (ya que conducen prácticamente tumbados), percibe estas señales con el rabillo del ojo a una velocidad de vértigo. Cien metros. A la altura de esta señal hay que quitar el pie y empieza lo increíble. El coche ha recorrido los últimos 50 metros en seis décimas de segundo; en los próximos 100 metros hay que frenarlo hasta poder tomar la curva en segunda, a 100 k/h.
El pie derecho oprime con fuerza el pedal del freno (la presión ha de ser la justa para evitar el peligroso bloqueo de las ruedas), una parte de la planta del mismo pie acciona con rapidez el acelerador sin dejar en ningún momento de presionar sobre el freno. El pie izquierdo acciona el embrague y la mano derecha, sobre la palanca del cambio, reduce en tres operaciones rapidísimas y seguidas hasta dejar el coche en segunda velocidad perfectamente controlado.
Todo esto, que contado así puede parecer ciencia ficción, es lo que cualquier piloto de Fórmula 1 vive y realiza en cada carrera varias veces en cada vuelta.
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