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¿Mester de juglaría?

Resulta a veces divertido, y otras encocorante, comprobar cómo en España, casi en ruptura de aguas democráticas, siguen tratándose temas, de grave importancia doctrinal y polémica, con retraso y por ende con esa mala memoria, cuyas raíces ahondan hasta la ignorancia culpable. Así ocurre ahora con el diálogo entre cristianos y marxistas. Sale éste a relucir, y es inevitable que así sea, en las diversas acciones y reacciones provocadas por el reciente anticomunismo, más electoral e italiano que doctrinal y ecuménico, del Papa Montini. Pero sale a relucir ajada, deslucidamente. Las fechas de su realización se trucan: se dice, por ejemplo, que está en sus comienzos. ¿Será porque conviene poner jueces de rejuvenecimiento a una cabalgadura, ahora más fácil de montar, pretendiendo de esta manera disimular que, cuando era arriesgado hacerlo, no se intentó sobre ella carrerá pública alguna? En el libro «Los problemas de un diálogo» (Madrid, 1969), consigné que los albores de la confrontación positiva entre marxismo y cristianismo se detectaban ya con nitidez en los años treinta.Se pone además en duda la existencia de enfoques marxistas del fenómeno religioso, y concretamente del cristiano, en los que se promueva la apertura al diálogo entrambos. Parece que ciertos saberes, a los que por cierto se paga, posiblemente mal, por ser docentes, están edificados sobre un terreno lacustre en el cual la porción sólida ocupa un espacio escandalosamente menor que la ocupada por las lagunas. Menos mal que basta consultar bibliotecas modestas, incluso las de alguna Universidad española, para poder echar mano a los estantes que no hayan sido anegados por aguas bajas. Así nos aseguraremos de que siguen siendo legibles los trabajos de Lombardo -Ra- dice, de Bloch, de Machovec, de Havemann, de Salvatore di Marco , de Kolakowski, de Luporini, etc. Y lo que es todavía más curioso: se cita como ejemplo de fruto cristiano del diálogo un libro de Calvez, meritorio en su tiempo, sobre todo porque poco o nada más nos permitía leer la censura, pero superado por paginas más actuales del mismo autor y, no digamos, por la de un Rahner, por las de Metz o las de Moltmann.

Es obvio, que en estas desvalorizaciones campea la ignorancia crasa, pero no inoportuna, sino más bien enconada por la voluntad de convertir ananacrónico -lo que se presenta, habiendo ya de hecho madurado, como utópico, parece pasado de moda- un fenómeno intelectual, en este caso el diálogo, que se politiza de pronto en contra de determinadas formaciones, políticas ellas, que se dicen de «inspiración cristiana». Estas y otras «inspiraciones» particulares entorpecerán siempre el entendimiento desinteresado de la fe cristiana con cualesquiera ideologías mundanas de hoy. Si el Vaticano no estuviese en Italia, país en el que una Democracia inspiradamente Cristiana ha durado en el poder más tiempo del que requeriría la puesta a punto de cuatro planes quinquenales, nos hubiésemos ahorrado, sin duda alguna, ver a un Papa deteniendo el curso de un río de caudal lento, como es el diálogo en cuestión, para desviar sus aguas por prados privados en trance de sequía inminente.

En el libro antes citado, coincidíamos Aranguren, Sacristán y yo, cada cual desde su propio punto de vista, en que al tal diálogo teórico había que dejarle remansar, si no se quería que entrase al servicio de repeticiones propagandísticas y muy precisamente en España, de un protagonismo izquierdoso de los clérigos. Tres años más tarde, en 1972, volvía yo a exponer igual razonamiento en otro libro. «Las ideologías en la España de hoy», prologado por el catedrático José Jiménez Blanco. (Aliviaré a este lector de la cita, señalando que mi frase se encuentra en la página 125). Lo leyó, a la sazón, Dionisio Ridruejo, quién con atinada ironía, expresó su temor ante la confluencia, perjudicial para nuestra convivencia democrática, del autoritarismo eclesiástico y del totalitarismo soviético. Pero Dionisio, que jamás manchó sus convicciones positivas con fobia alguna, ¿hubiese ironizado sobre el eurocomunismo? No lo creo; pero lo hubiese hecho, en todo caso, no patosamente. No acogiéndose a que no es lícito someter a un Pontífice Romano a la criba de la desmitificación (como lo hicieron los católicos Evelyn Waugh, Graham Green y, madrugadoramente entre nosotros, José María Valverde, al que un disgusto le costaría al pobre).

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El mester de clerecía degenera en contorsiones simoníacas (y no sólo el de los clérigos, que también el de los meapilas vergonzantes). Una degeneración, entre otras, del mester de juglaría consiste en que el juglar, olvidándose de sus versos y sus músicas, sustituye éstos por las monerías del bufón que, si es moderno, trabaja a comisión.

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