De Djokovic a Sinner, de la redención a la final para Alcaraz
El murciano remonta una batalla de tensión ante el número uno (2-6, 6-3, 3-6, 6-4 y 6-3, tras 4h 09m) y accede a su primer desenlace del torneo, al igual que Zverev
No se recordará tal vez este episodio, el primero de muchos entre ambos en París, probablemente, por la excelsitud del juego. Pero sí quedará registrado como una magnífica trifulca emocional de fases, de nervios y de momentos, de la que sale triunfador Carlos Alcaraz, superior el murciano a Jannik Sinner entra la fluctuación y, por primera vez, finalista del torneo por antonomasia del tenis español, la tercera en un grande: 2-6, 6-3, 3-6, 6-4 y 6-3, en 4h 09m. Esto es París y esto es la Chatrier, y aquí se viene a batallar. A remontar. No se admite otro registro. Hay un descubrimiento. De Nole al italiano, lección aprendida. “Tienes que encontrar la diversión sufriendo. Esto es Roland Garros, cuatro horas y cinco sets, así que tienes que luchar y que sufrir. Yo tenía calambres y él también, pero aprendí de lo del año pasado contra Djokovic”, dice el de El Palmar, citado el domingo con Alexander Zverev (2-6, 6-2, 6-4 y 6-2 a Casper Ruud). El alemán, otro primerizo en el epílogo de París.
Antes, un bombardero anda suelto en la Chatrier, donde arremete una y otra vez Sinner, a la carga el italiano desde la primera bola en juego, pegándole muy duro, muy plano y abriendo hueco, desestabilizando. Ni pestañea, no se le oye; su cordaje desprende un guitarreo metálico y crujiente, chasquidos y notas de los Sex Pistols: sin sentimientos, No Feelings, que decía la canción. Con todos ustedes, El Cíborg. ¿Lendl? No, Sinner, Jannik, el pelirrojo, el silencioso. La moderna encarnación de este siglo: mismo rictus que el hombre de piedra, que el rudo, que el inmisericorde, pero en un formato mucho más amable porque cuando se quita la visera es otro ser completamente distinto, tipo sonriente y buen chaval, el chico que trabaja y trabaja, que no dice una palabra más alta que otra, sin distracción. Lo suyo es el tenis. Está claro.
Y en esas, Alcaraz, tenso al salir, agarrotado quizá por el mal recuerdo de hace un año a estas mismas alturas contra un tal Djokovic, sufre durante media hora larguísima que se le hace eterna, intentando adueñarse del peloteo pero negado una y otra vez. No hay forma. Pesan mucho más los braceos rasos y abiertos del rival, que se invierte con la derecha o domina con el revés, da igual. Tira profundo y violento el tirolés, despejando la arena de las líneas y sacando pecho desde la humildad: aquí el número uno. Es un todo Sinner, dispuesto también a la brega y a bajar al barro, al cuerpeo más áspero si hace falta; si se manchaba un tal Roger Federer, ¿quién no lo haría? Él embiste, mientras que el español quiere y no puede, no está fino, no encuentra el punto. El desasosiego persiste, 4-0, y sale al rescate la grada.
“¡Cag-los, Cag-los, Cag-los!”, brama la central, convertida en un desfibrilador que poco a poco devuelve los biorritmos al murciano, muy cabreado, puñetazo al aire cuando resiste en un intercambio y, por fin, empieza a soltar lastre. Bolas altas, ángulos, sin prisa, a ver si por ahí puede empezar a rascar el muro, pero el de enfrente tiene por costumbre eso de llevar el límite en cada pelotazo y el amago se queda en la mera intención. Set arriba y break nada más empezar el segundo, el italiano continúa sacándole de quicio: “¡A ver si falla alguna!”, grita señalando el bote apuradísimo, mirada piadosa hacia el banquillo. “¡Me equivoco todo el rato, tío!”, sigue quejoso. Así que sale al cruce Ferrero, porque le va en el cargo, buscando el cambio de actitud: “¡Esto es muy largo, Charly, pero hay que buscarlo! ¡Constante! ¡Constante!”.
Y Carlitos, claro que sí, reverdece.
El tenis, al fin y al cabo, es un estado de ánimo que rara vez no obliga a la travesía por el desierto, por muy bueno que uno sea. Y, del mismo modo que Alcaraz ha tenido que soportar el aguacero, la poderosa descarga eléctrica, Sinner es el que topa ahora con la fase de las turbulencias y el que se destiñe, ahora incómodo y fallón. Va por barrios la tensión, y hasta los tipos más fríos padecen, por mucho que no digan ni pío. Calla y aprieta los dientes el de San Cándido, mientras el español encuentra una vía para engancharse al duelo, que se ensucia y deriva hacia lo extraño, lo feo, mucho error y mucha imprecisión de uno y otro lado. El día exige de tanto temple o más que de juego. Va de nervios, de rigidez, de pulsaciones disparadas. “¡Síííííííííiííiíííííííí!”, expulsa con rabia Alcaraz, grito cristiano-ronaldesco para celebrar que, por primera vez, va por delante.
Esto es un juego
“¡Forza Jannik!”, intentan reanimar a Sinner, una vez que este ha cedido la segunda manga y ha comenzado con mal pie la tercera, rotura abajo, decreciente él y en sentido opuesto el adversario, yendo hacia donde más le gusta, al terreno que más le interesa: no hay mejor terapia que la sonrisa. Pero efímera la alegría. Los dos están tiesos, estrangulados por las circunstancias. Tarde de psicología. A un paso, tan cerca y tan lejos está el decisivo domingo, la primera final en Roland Garros. ¿Quién aguantará más? ¿Quién se mantendrá en pie? ¿Qué cuerpo soportará mejor toda esa inquietud y esa zozobra erosionante que va por dentro? Al número uno le masajean el antebrazo y los aductores, castigados, mientras los primeros servicios del murciano pierden 30 km/h, en torno a los 170, sin demasiada explicación.
“¡Estate duro, duro! ¡Marca tiempos!”, le recetan desde el box. Pero el que se apropia del mensaje y da un acelerón es Sinner, demoledor con ese pasante cruzado de revés, ingeniería pura en el tiro; rotura y set de nuevo arriba. Poco importa. Impacta esa capacidad tan genuina de Alcaraz para desdramatizar, para venir a decir que esto es al fin y al cabo un juego; élite y competición, por supuesto, pero un juego. Y se levanta y rebate y golpea también. Manotazo impresionante desde la esquina, todo fuerza y todo brazo, muy nadaliano. “¡Créetelo! ¡Todo aquí, Carlos! ¡Es la hora de apretar los dientes!”. Y así lo hace. Y se acordará Sinner, craso error, de ese remate a placer que se le marcha al pasillo por el exceso de ánimo y que le penaliza. Doloroso para él. Sin saberlo, o tal vez sí, ahí se le ha ido una buena porción del partido, una guerra de guerrillas.
Dos sets iguales, se lleva después otro mordisco en el inicio del quinto y, emergente, más entero, más certero y más consistente en el inevitable trayecto final por las aguas revueltas de la resolución, Alcaraz alza el puño vencedor: París, aquí estoy yo.
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