Síndrome de abstinencia
El escritor argentino Martín Caparrós y el mexicano Juan Villoro mantienen una correspondencia durante todo el torneo y constatan que el balón sabe también mucho de amistad
Martín querido:
Mando un pase al hueco, sabiendo que llegarás a la pelota. ¿Qué es una correspondencia sino el deseo de encontrar al otro en un sitio inesperado?
Indiferentes a la geografía, las cartas generan su propio espacio. Durante Sudáfrica 2010 tuvimos un intercambio en el que el fútbol fue un insólito lugar de encuentro. Tú recorrías el mundo como un nómada sin remedio (incluso alcanzaste a llegar a un estadio del Mundial) mientras yo, sedentario incorregible, veía los partidos desde México. Nuestra patria era la cancha, palabra que los quechuas regalaron al idioma y que significa recinto cercado. Ese trozo de pasto que se define por sus límites tiene modos de volverse inagotable. La manera más eficaz de reinventarlo es el pase al hueco: lanzas la pelota a una tierra baldía que será ocupada. Escribir correspondencias tiene esa condición reactiva; se te ocurren cosas en función del otro.
Las novelas epistolares suelen omitir al esforzado personaje que las hace posibles: el cartero. El correo electrónico acabó con ese intercesor y con la filatelia. Algunos sólo escribían cartas para recibir respuestas adornadas con el retrato de la Reina o un tigre de Bengala.
Nuestra correspondencia puede prescindir de los carteros, pero no de las estampillas, más variadas que las de los álbumes Panini. Con la nostalgia anticipada que oportunamente mencionas, pienso en el gol acrobático de Richarlison, la doble pared de Brasil contra Croacia, el llanto de Luis Suárez al borde del campo, los once de Marruecos arrodillados ante su gente, el silencio de los iraníes al oír su himno, el imparable tiro libre de Luis Chávez contra Arabia Saudí…
Quedan dos partidos, el que nadie quiere jugar, por el imaginario tercer sitio, y la codiciada final. En días de Mundial, Eduardo Galeano se refugiaba tras un letrero que decía: “Cerrado por fútbol”. Lo difícil es colocar el cartel contrario para recuperar la costumbre después de los goles. La vida no es un negocio que se puede cerrar o abrir a discreción. El lunes de abstinencia sigues pensando en jugadas; miras la pimienta y la sal sobre la mesa y te preguntas si son mediocampistas o defensas centrales. Por desgracia, no se ha inventado una desintoxicación para la futbolitis aguda.
El único remedio consiste en pensar en el próximo Mundial, del que mi país será comparsa. La auténtica sede será Estados Unidos, que conquistó ese derecho cuando el FBI exhibió la corrupción de la FIFA. Como de costumbre, México y Canadá apoyaron al Gran Hermano a cambio de partidos de consuelo.
Pero no nos adelantemos tanto. Tus esperanzas para el domingo son enormes y justificadas. Francia tiene grandes jugadores, pero llegó disminuida por demasiadas ausencias y ahora tres de los suyos tienen el virus del camello. Napoleón llegó a Egipto con tropas menos diezmadas, pero los auténticos problemas de Deschamps son otros: su equipo padece la indolencia del que se sabe poderoso y Argentina anhela el triunfo con el sentido trágico que determina a los campeones. El deseo de que Messi alce la única copa que se le ha resistido, la pasión de las multitudes que llenan la 9 de Julio, la célebre Abuela que se ha convertido en cábala de barrio y las predicciones de los numerólogos sugieren un triunfo albiceleste.
Pero conviene limitar los vaticinios. El fútbol es tan raro que su mejor profeta ha sido el pulpo que adivinó los resultados de Alemania 2006.
Alguna vez te preguntaste por qué ciertos países nos apasionamos por un Mundial en el que no podremos destacar. Los argentinos tienen dos estrellas en el pecho y han dejado escapar alguna otra. Pero la pasión futbolística es tan amplia que incluye a los que sólo rompemos marcas negativas.
Sin ánimo de alardear, ahí te van algunos récords que no todos tienen. En 1930, México protagonizó con Francia el partido inaugural de los mundiales, recibió el primer gol y sufrió la primera derrota. En el siguiente juego, cometimos el primer autogol. Desde entonces, nuestros fracasos se han sostenido. Si los cálculos no me engañan, llevamos 28 partidos perdidos en mundiales, cifra inigualada. Somos uno de los cinco países que más veces han participado en el cotejo (los otros, Brasil, Alemania, Italia y Argentina, tienen varios títulos en su haber). Esta asiduidad ha permitido alcanzar estadísticas de asombro. De 1930 a 1958, pasamos por cuatro mundiales sin conquistar un punto, y fueron necesarios 32 años para que alcanzáramos una victoria.
Ningún país ha aportado tanta emoción a cambio de tan pocos resultados. Ahora que los tuyos se aprestan a ser campeones, pienso en la ilusión sin recompensa de los míos, en la gente que llena los estadios sin depender del marcador, por el solo gusto de estar ahí. ¿Hay explicación racional para esto? El misterio, de rango casi teológico, se puede entender, pero no decir. Javier Solís lo expresa de maravilla en la canción ranchera: “Quien sepa de amores que calle y comprenda”.
Con la autoridad del fracaso, te deseo que triunfes el domingo.
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