Formas de ser felices
El escritor argentino Martín Caparrós y el mexicano Juan Villoro mantienen una correspondencia durante todo el torneo y constatan que el balón sabe también mucho de amistad
Martín querido:
¡La felicidad del triunfo de Argentina contra Croacia te hizo hablar en verso! Con el afecto de treinta años de amistad, me atrevo a decirte que no te preocupes, pues eso se cura.
No será necesario que Argentina pierda con Francia para que recuperes, como el burgués gentilhombre de Molière, la sorpresa de hablar en prosa. Supongo que desde hoy mismo te muerdes las uñas por lo que pasará el domingo. Y es que el Mundial brinda la dicha en rebanadas: superas a un rival y ya piensas en el próximo. No es casual que el fútbol haya generado al gran gurú de la esperanza a plazos: Diego Simeone, que concibe el destino partido a partido.
En su libro Cumpleaños, tu paisano César Aira dice que su estado natural es la euforia. Hay dos razones para ser feliz de ese modo: nacer con alegría crónica o no ver partidos de fútbol.
El único momento que autoriza a la dicha duradera es la conquista del Mundial. Estás a punto de llegar ahí, casi lo logras, pero aún falta lo principal. Supongo que se trata de un gozo con escalofríos.
Digo poco de tu semifinal. El árbitro italiano concedió un penal rigorista que abrió el partido para Argentina. Más allá de eso, los tuyos dominaron el encuentro con soberanía y Messi llevaba en el bolsillo un pase que le dio envuelto para regalo a Julián Álvarez. ¡Bombo y platillo!
Las emociones del Marruecos-Francia lucían más complejas, una lucha hasta cierto punto fratricida entre migrantes y asimilados a Europa. La genética del encuentro era en su mayoría africana. En términos parisinos, se trataba de la disputa de la banlieu contra el centro de la ciudad. Con sentido de la diplomacia, el entrenador marroquí, Walid Regragui, dijo en la conferencia previa al partido que quienes tenían doble nacionalidad podrían disfrutar el triunfo de cualquiera de los dos equipos.
El júbilo tenía razones extrafutbolísticas para suceder. Los simpatizantes del mundo árabe, África y los desposeídos de la Tierra apostaban por los insólitos leones de Regragui. Se contaban historias conmovedoras de las madres que los visitaron en la concentración y de las diversas migraciones que habían vuelto al origen en el vestidor. Contra la campeona vigente, Marruecos no dejó de ser una selección notable, que agobió al rival sin descubrir la puntería.
Antes de seguir con ese partido hago una pausa para mencionar una felicidad de segunda clase. Tengo motivos de celebración mucho más discretos que los tuyos: me veo obligado a mencionar al árbitro mexicano, César Arturo Ramos, del Francia-Marruecos.
Mi país es mejor para la jurisprudencia deportiva que para meter goles. No se puede decir que Ramos haya soplado con arte su silbato, pero no fue desastroso, rendimiento muy superior al de nuestra selección. Es triste alegrarse por un árbitro mediano, pero es lo que la aciaga fatalidad nos reparte a los mexicanos.
En otra carta dije que Francia jugaba con empaque de campeón. Ante Marruecos lo hizo como si se conformara con cobrar los réditos de una estupenda jubilación. Su poderío estaba ahí, pero no juzgaba necesario ejercerlo. Desde el minuto 5, el gol de patada voladora de Theo Hernández decidió la tónica del juego. Francia se convirtió en una aduana europea que revisaba morosamente a los migrantes. Marruecos embistió con la reiterada ilusión con que Sherezade evitaba la muerte, pero sin la magia para frotar la lámpara del genio.
La dinámica se acentuó en el segundo tiempo. Francia replegó aún más sus filas, dejando a Mbappé y Dembelé como solitarios miembros de la legión extranjera. Griezmann volvió a destacar como un crack todoterreno; recuperó balones decisivos en su propia área, filtró pases en el área enemiga y todas las jugadas de táctica fija estuvieron a su cargo.
En cambio, Mbappé se apagó como en el partido anterior. Los héroes definitivos del fútbol francés han sabido realzar su estatura en momentos clave: Michel Platini en la Eurocopa de 1984, Zinedine Zidane en el Mundial de 1998. Mbappé tiene un potencial equivalente, pero en los últimos dos encuentros ha sido un genio de baja intensidad.
Para evitarse la molestia de tener pretextos para ser feliz, el público mexicano se convierte en su propio espectáculo. No superamos la fase de grupos, pero en las calles de Doha ondean las banderas mexicanas y se oyen trompetas de los mariachis. El tráfico de la ciudad solo se interrumpe cuando circula uno de los trescientos miembros de la familia real o cuando la policía se desconcierta con un mexicano que carga una bocina que anuncia: “tamales, oaxaqueños, calientitos…”
Cada quien, querido Martín, es feliz a su manera
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