Un partido soviético
El escritor argentino Martín Caparrós y el mexicano Juan Villoro mantienen una correspondencia durante todo el torneo y constatan que el balón sabe también mucho de amistad
Saque del medio a Villoro:
No quiero decirte que te lo, Tu Excelencia, pero te lo dije. Se abatataron, nomás, tus compatriotas: están verdes. El primer abatatado fue Martino, a quien por algo llaman Tata, y los suyos lo siguieron. Y eso que el primer tiempo fue un gran ejemplo de esa solidaridad bolivariana que reclamabas anteayer –entre dos países que nunca conocieron a Bolívar.
Durante todo ese tiempo Argentina, lo reconocerás, se cuidó mucho de abusar. Fue una exhibición: los muchachos se pasaron los 45 minutos sin patear al arco, tratando de correr lo menos posible para no molestar –y sobre todo no ofender. Tenían muy claro que no debían dar más de cuatro pases seguidos porque eso sí que agravia y ultraja, y hasta aceptaron que jugara De Paul para equilibrar aún más las cosas. Ustedes, debo decir, contribuyeron como pudieron: en lo de evitar pases y ataques fueron casi argentinos pero, con una concepción distinta de la unión bolivariana, pegaban sin parar: en ese primer tiempo nos hicieron el doble de fouls, henchidos todos de entusiasmo, y encima corrían como perros enjaulados.
Pero aún así lo conseguimos: todo un tiempo sin ningún chispazo, un tiempo que fue un ejemplo de amistad entre los pueblos, solidaridad de los más débiles, respeto mutuo, casi una mañanera. Un tiempo que tuvo incluso detalles entrañables, como ese tiro libre de Vega en el minuto 42, cuando el arquero argentino, el nunca bien ponderado Señor Dibu, le pidió que lo ayudara a hacerse una buena foto para colgar en Instagram.
Ese primer tiempo, Tu Excelencia, me llenó de gozo. Ciertos retrógrados dirán que fue feo, torpe, grosero, grotesco, aburridísimo; los reaccionarios que nunca faltan hablarán de miedo, del pavor que los atenazaba y demás clichés: sabemos qué móviles los mueven. Esos que cuestionan su estética inmarcesible son los que todavía, más de un siglo después, no han querido entender la máxima imperecedera del perecedero Vladimir Ilich Uliánov cuando dijo que “la ética será la estética del futuro”. Este despliegue de ética que implicó ese primer tiempo fue una estética nueva, revolucionaria, digna de aquel padre. Los soviets de San Petersburgo lo habrían festejado con bombos y con bombas.
Después, en el segundo tiempo, hélas, se inmiscuyó el capitalismo. Siempre sucede, últimamente. De pronto algunos –argentos, sobre todo– empezaron a pensar en el lucro, el beneficio, y abandonaron la solidaridad. Ciertos escrúpulos, es cierto, los atenazaban todavía: lo hacían, no lo hacían, lo hacían, no lo hacían, lo
hacían mal. Hasta que el ex Messi se acordó por un momento de que lo era –y serlo es buscar la ganancia en todas partes– y le pegó rasito y a ese palo.
Fue, lo reconozco, Tu Excelencia, una traición: a partir de ahí todos consideraron roto cualquier compromiso, cualquier solidaridad o lealtad y se lanzaron a trizarlos. Ahí, lo debes asumir, los tuyos no dieron la talla: se me hace que son mejores para la lealtad que para la felonía, y no supieron cómo llevarla a cabo. Gloria y loor, entonces, a esos hermanos mexicanos que, esclavos de sus convicciones, nunca se decidieron a romper del todo. A veces, el precio de la moral es la derrota: es entonces cuando realmente vale.
Así que no me queda, Tu Excelencia, más que felicitarte. Fueron mejores que nosotros en todo –en ética, en coherencia, en integridad– y solo los superamos en perfidia: dos golcitos. Reconocerás que, sin embargo, por un resto de pudor, los dos pepinos no fueron laboriosamente construidos sino meros zapatazos, como para alivianar su peso deshonesto: incluso los conversos redomados tienen sus pruritos. Y debemos aceptar que el segundo, el del joven Fernández, fue para ponerlo en un marco con volutas –junto con su cara de felicidad inenarrable cuando su jefe lo abrazó.
Pero son, al fin y al cabo, estéticas que chocan. Algunos dirán que esa, la del firulete parabólico y el amor por la bola y las caricias que la llevan al clímax, es la que buscan; tú y yo, mi querido, sabemos que se equivocan, que Lenín nunca dejó de tener razón y que, durante más de la mitad de este partido, estuvimos a punto de imponernos. Al final la ética perdió, perdimos otra vez, ambos dos, pero ya sabemos: si un destino nos espera es la derrota. Y solo la derrota nos baña con su honra. Por ella, entonces, te saludo y te abrazo,
Ya vendrán tiempos peores
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