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La emancipación de Simone Biles

La gimnasta norteamericana llega a París a los 27 años como única estrella y símbolo del poder de los Juegos Olímpicos

Simone Biles, durante un entrenamiento en las instalaciones de los Juegos de París.
Simone Biles, durante un entrenamiento en las instalaciones de los Juegos de París.Amanda Perobelli (REUTERS)
Carlos Arribas

Fascinación, depresión, emancipación.

Tatuado en el hombro izquierdo, “Y sin embargo me levanto” (Still I Rise, un poema de Maya Angelou).

Río 16, la reina niña, la adolescente hiperactiva e ingenua, los ojos abiertos como platos, y el mundo, la boca abierta, sin respiración. Cuatro medallas de oro. Leotardos y lentejuelas. Brillo.

Tokio 21, la retirada, la salud mental. El choque con el mundo real. Las expectativas. La opresión.

París 24. 27 años. Deportista madura. Casada con Jonathan Owens, estrella de los Chicago Bears de fútbol americano. Libre. Sin sumisión a nadie más que a ella misma. “Una mujer casada, una mujer de negocios, una mujer feliz”, dice.

La parábola olímpica de Simone Biles, la fuerza con la que nace, y renace después de hundirse, nueve años en la vida de la mejor gimnasta de la historia, la mujer que dio fuerza y potencia a la elasticidad y la elegancia, la lucha por la liberación, es también la alegoría de la vida de todos. Biles, negra y tejana de las afueras de Houston, de Spring (fuente, muelle, primavera) nacida en Ohio, madre alcohólica, hogar de acogida y, finalmente, adoptada por sus abuelos junto a su hermana, es la reina universal del deporte. Ha cerrado sus ojos y ha abierto su boca, y ha abierto los ojos de todo el mundo a una realidad siempre en la sombra de los brillos y de las medallas, que ella afrontó directa y fuerte. Ya no siente como una amenaza, una inquisición en sus pensamientos ocultos y temores, las cámaras que la rodean. Son parte del decorado, ya inerte, indiferente, que la sigue, vaya por donde vaya, pise donde pise, y en el entrenamiento de podio (el primero en la Arena de Bercy, en el escenario real de los Juegos, la toma de contacto fundamental con los materiales, las luces, el sonido: estos es también un show) solo están para ella, que parece tan diminutos sus 142 centímetros de altura en los pasillos del laberinto de la pista, tan gigantesca en el tapiz, que revoluciona. “Soy un raro ejemplo de longevidad en gimnasia”, dice en L’Équipe. “Siento que mi cuerpo envejece, pero siento también que lo controlo más. Me siento afortunada por haber durado tanto. Para creer en una misma hay que identificarse con modelos, y estoy orgullosa de poder ser un ejemplo para las demás gimnastas”. Y la brasileña Rebeca Andrade, la única que se le acerca un poco en el planeta gimnasia, le hace eco. “Es una atleta increíble, que representa a muchas de nosotras y que hace brillar los ojos de muchas niñas negras en Brasil, les hace pelear, y lo que ella representa para mí quiero yo, serlo para las demás”, dice Andrade, de 25 años, campeona olímpica de salto en Tokio, también ejemplo de longevidad.

Está en París. “Más fuerte que nunca, más inteligente, más madura, más fiable”, dice. “Y mejor deportista que nunca. Me gusta más la gimnasia que nunca”.

“Es increíble”, reflexiona Pablo Carriles, juez español de gimnasia en París (el responsable de caballo con arcos, aparato masculino). “En una diagonal de suelo, Biles introduce el Biles II, un doble mortal con triple giro imposible para ninguna otra gimnasta, por miedo a volver a sufrir twisties, la sensación de pérdida en el aire si hay giros, pero más con más dificultad, y muy pocos gimnastas masculinos se atreven a hacerlo”. Los twisties son la memoria gráfica del desastre de Tokio, del punto más bajo. El Yurchenko con triple mortal carpado con que ganó el último Mundial, su respuesta dos años después. En su regreso, Biles no ha parado de innovar y arriesgar introduciendo nuevos elementos en sus mejores aparatos, suelo y salto, e, incluso, en París puede intentar algo nuevo en paralelas.

Su viaje por la vida, su travesía, lo resume en apenas 87 segundos la coreografía de su ejercicio de suelo diseñado por el bailarín francés Grégory Milan. Todo empieza con Taylor Swift. Con el ritmo poderoso de …Ready for it? Mezclada al poco con el funk de Delresto (Echoes), de Travis Scott y Beyoncé. “Lo que menos me gusta del proceso es aprender una nueva rutina con una nueva música”, dijo Biles cuando lo estrenó en junio para ganar los campeonatos de EE UU con dos puntuaciones por encima de 15. “Pero me encanta Taylor Swift y me encanta Beyoncé. Esas son mis chicas”.

Entre la segunda y la tercera diagonales, Biles se expresa casi como una bailarina de jazz, hip hop, en el rincón, y en un momento determinado, se yergue, y con tal velocidad que hay que estar muy atentos para que no pasen desapercibidos, da tres golpes rápidos al aire con el puño derecho cerrado. Son las Revelaciones de Alvin Ailey, el coreógrafo que revolucionó la danza en los años 60 dando el escenario a los bailarines negros estadounidenses. “Biles rompe simbólicamente la jaula en la que ha estado encerrada, se libera”, explica en el New York Times, Milan, el coreógrafo que incluye dramáticamente los golpes como un momento clave en la narrativa de la vida de la gimnasta. “Ya no va a permitir que nada ni nadie le haga daño”.

Después cae, se levanta y vuela. Es la tercera diagonal. Simbólicamente, la resuelve con el Biles I, doble mortal de espaldas con medio giro, el primer movimiento original al que dio su nombre. Era entonces, 2013, la joven de 16 años que tomaba medicación para la hiperactividad y asombró en el Mundial de Amberes. Ganó el concurso completo. Fue el comienzo de todo. “Ahí empecé a creer en mí y en mi gimnasia”, dice. “Y continué entrenándome más y más”.

Burbujeante y extravertida, un corcho de champán disparado, Biles, que se entrena con Aimee Boorman, no es una más, es la mejor, pero no es la líder. No habla por nadie entonces. Tampoco por ella, quizás. No sale de su papel de atleta maravillosa que tres años después, en Río, oro por equipos, en concurso completo, en salto y en suelo, conquista las portadas de todos los medios del mundo y dispara las audiencia de la NBC hasta niveles nunca vistos. Nada parece imposible para ella. Ni en el tapiz ni volando sobre el potro o en las asimétricas. Tampoco en la vida.

Después de un año sabático, en el que no se prohíbe nada, y disfruta, regresa. La gimnasia femenina de Estados Unidos vive entonces sus años más turbulentos. Sale a la luz lo oculto, los abusos sexuales durante décadas a cientos de gimnastas niñas del médico del equipo, Larry Nassar. Cae la protección. Las gimnastas se liberan del peso del secreto. Hablan sin miedo. Se empoderan. Biles, que ha comenzado en 2019 a entrenarse en Spring con el matrimonio francés Cécile y Laurent Landi, no está aún entre ellas. Tokio llama. La pandemia se interpone.

Los Juegos se retrasan un año, lo que empieza ya a pesar en su cabeza, y se desarrollan en un ambiente opresivo de confinamiento, sin comunicación, juegos de equipo, alegría y fiesta en la Villa Olímpica. Son los Juegos silenciosos. El mundo estaba paralizado, los deportistas seguían corriendo. Años después, cuando hablar de salud mental no es un tabú sino una obligación moral, un paso más en el camino de la emancipación, Biles confiesa que ya antes de llegar a la capital japonesa tenía un presentimiento, pensamientos depresivos. Pese a su grandeza, pese a ser la gimnasta perfecta, se agobia. Nadie duda de que lo ganará todo. No tiene el derecho a ningún error. Ella lo asume y sufre una crisis de identidad. “Pensaba, ¿cómo he llegado a esto? ¿esto es lo yo quería?”, explica en varias entrevistas. La duda, la falta de respuesta, le golpea cuando vuela en el salto de potro en la primera rotación de la final por equipos. En el aire decide parar. Se retira de la competición. “Solo quería huir, salir del gimnasio, perderme, pensar solo en mí”, declara. “Pero sabía que me curaría”. Solo regresa, sin haberse recuperado del todo, para conseguir una medalla de bronce en la barra de equilibrio.

El equilibrio mental, el que busca, el que le preocupa, lo recupera hablando, saliendo de sí misma. Habla de la salud mental. “Ser capaz de sentirme vulnerable delante de todos supuso un gran riesgo para mí”, pero fue una victoria”, dice. En septiembre de 2021, testifica en el proceso que condena a Larry Nassar. “Yo también he sido víctima”, proclama. Interiormente, sigue pensando, sin embargo, que no puede seguir. Quiere retirarse. La terapia mental triunfa. Biles empieza a acercarse por el gimnasio a charlar, a reírse con sus compañeras. A veces se pone los leotardos y hace algunos ejercicios. Saltos. Cabriolas. Nadie le obliga. Los entrenadores se ríen con ella. Nadie le presiona. Ha encontrado el equilibrio. La gimnasia ya no lo es todo y por eso le puede dar todo. También está la familia. El perro. La vida. Sin prisas, con paciencia, regresa a la gimnasia definitivamente. En el Mundial de Amberes, el otoño pasado, la misma ciudad flamenca 10 años después de su revelación, renace. Lo acostumbrado. Cuatro medallas de oro. Equipos, completo, suelo. Equilibrio. Los números, 30 medallas mundiales (23 de oro), más que nadie; siete olímpicas (cuatro de oro), ya no son nada. Ella vuela, libre, por encima de todo.

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Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.
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