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Gallina de piel
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Amor eterno al fútbol de barrio

Muchos aficionados han encontrado en las históricas canchas populares como el Europa o el Sant Andreu una identidad a salvo del universo cada vez más impersonal y pervertido del negocio del fútbol

Instalaciones y ambiente de los aficionados del Club Esportiu Europa en Barcelona.
Instalaciones y ambiente de los aficionados del Club Esportiu Europa en Barcelona.CRISTÓBAL CASTRO
Daniel Verdú

Un fantasma recorre Europa, el fantasma del fútbol de barrio. Un fútbol como el de antes, donde los clubes pertenecen a sus socios, no es necesario comprobar la resistencia del mobiliario de un bar en la cabeza de otro hincha y el estadio es el epicentro de una comunidad social al servicio de los vecinos, y no un arma sonora contra ellos. Un fútbol donde entidades como el Club Esportiu Europa pueden definirse en sus estatutos como antifascista, feminista y contrario al bullying y a la homofobia. El domingo, el equipo del barrio de Gràcia de Barcelona se hizo con el liderato del tercer grupo de la Segunda RFEF contra el Terrassa. Pero eso, que no era poca cosa, podría ser lo de menos. Lo interesante, a menudo, sucede en las gradas y en el barrio.

Muchos aficionados han encontrado en las históricas canchas populares —el Europa es uno de los fundadores de la Liga española— una identidad a salvo del universo cada vez más impersonal y pervertido del negocio del fútbol. A los abonos inasumibles, al maltrato de los clubes a sus socios, a los fondos de inversión, a las fantasmadas de superligas, al dinero de Emiratos y Arabia Saudí, al racismo o a no poder ver una maldita final de tu equipo sin comprar un billete a la Meca. No es lo mismo, claro, y algunos siguen de reojo a sus equipos de siempre, pero otros han ido perdiendo poco a poco el interés en su versión televisada.

El fútbol popular ha crecido en los últimos años iluminado por ese faro romántico del Odio Eterno al Fútbol Moderno. También por algunos mitos como el Red Star parisino o, sobre todo, el St. Pauli, el pequeño equipo de Hamburgo que lleva el nombre de su barrio y que encarna qué puede hacer un club por su comunidad, como cuentan en St. Pauli, otro fútbol es posible (Capitán Swing, 2019) Natxo Parra y Carles Viñas. El equipo, que hoy milita en la Bundesliga, fue el primero en Alemania en prohibir la entrada a su estadio a aficionados de extrema derecha y en tener un presidente abiertamente gay y militante de la causa LGTBIQ+, el empresario teatral Corny Littmann. Gracias a decisiones de este tipo, generalmente sin grandes resultados deportivos, el club pasó de una media de 1.600 espectadores (1981) a los actuales 30.400.

El fenómeno identitario se expresa también en la revuelta de los aficionados, que logró en Alemania imponer el modelo en el que los socios deben tener el 51% de las acciones del club. O en entidades como Football Club United of Manchester, fundado por aficionados descontentos tras la compra de la familia Glazer del Manchester United. Pero también otros fenómenos de barrio como el Sant Andreu o incluso el Rayo Vallecano, aunque le pese a su presidente Martín Presa: una historia tan bien contada en No es fiera para domar, de Ignacio Pato (Altamarea, 2024).

La paradoja de este fútbol, como toda empresa romántica, se expresa a través de su éxito, en la obligación de obtener más dinero para cumplir la normativa que impone el fútbol profesional. La imposición de crecer. El Europa, por ejemplo, atravesó ese dilema existencial el año pasado, a punto de subir a Primera Federación. La RFEF exige campos de hierba para poder jugar en esa división. El Nou Sardenya, una cancha encajonada entre enormes edificios de la zona alta de Gràcia y la calle de las Camelias, no puede cumplir con los requisitos y el club se vería obligado a buscar refugio en algún estadio lejano, despojando a sus socios y a la entidad de su cordón umbilical con el barrio. Hubo runrún en la grada. En el bar y en la panadería. Y una gran parte de los aficionados llegó a la conclusión de que era mejor no ascender para preservar la identidad del Europa. Este año, depende de a quien le preguntes, vuelve a pintar bien. O también mal.

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Sobre la firma

Daniel Verdú
Nació en Barcelona pero aprendió el oficio en la sección de Madrid de EL PAÍS. Pasó por Cultura y Reportajes, cubrió atentados islamistas en Francia y la catástrofe de Fukushima. Fue corresponsal siete años en Italia y el Vaticano, donde vio caer cinco gobiernos y convivir a dos papas. Corresponsal en París. Los martes firma una columna en Deportes
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