Toni Kroos sale por la chimenea
El Madrid le debe una estética y una manera de estar en el campo, la manera con la que uno se queda en el recuerdo: ganando sin tener que decir “lo siento”
En los últimos tiempos, un amigo madridista la tomó, a mi juicio demasiado teatralmente como para que lo tomásemos en serio, con Toni Kroos. Le responsabilizaba de los goles encajados, reclamaba explicaciones de Ancelotti cuando lo veía de titular, se iba corriendo a la tele a empujar el culo de Kroos para que adelantase al equipo, le ordenaba a dónde dirigir los pases adecuados. Yo veía el espectáculo con nostalgia. Al fin y al cabo, ese es el final de todas las leyendas, de Di Stéfano a Zidane: que un aficionado con veinte kilos más que tú y que nunca ha visto un balón te explique cómo se juega al fútbol. En algún momento del partido Kroos, como solía, abría un bidón de gasolina con un chasquido en sus botas, y el Madrid se adelantaba una, dos o tres veces en el marcador, las veces que le diese la gana a Kroos. Y después de las celebraciones mirábamos para nuestro amigo, que sonreía feliz en su sillón: “¿Veis cómo hay que espolearlo?”.
De fútbol los aficionados no sabemos ninguno más que Kroos, pero de decadencias sí bastante más que él. A los 17 años muchos de nosotros pensábamos en algo para nuestra vida que no llegó, y a esa edad él empezó su carrera profesional en el fútbol de élite. Su retirada, sin embargo, nos hace sospechar que conoce demasiado bien su cuerpo y demasiado bien a los aficionados como para pensar que saldría indemne de unos años más de carrera. “Hay que irse cuando aún te pueden echar de menos”, dijo Xabi Alonso desde Múnich, otro que se fue compitiendo en un grande europeo. Kroos es un jugador de una rara y deliciosa integridad. Se prometió a sí mismo que en algún momento se marcharía en lo más alto y ha decidido hacerlo a las puertas de una final de Champions. Fue a Arabia Saudí a ganarse los silbidos con los que se premia la dignidad de un futbolista. Ha ganado todos los títulos, los ha perdido todos menos uno (el de campeón del mundo de clubes), y ha seguido buscando en el campo una excelencia antigua que le emparenta con los más grandes centrocampistas de la historia.
Su relación con el juego es proporcional a su relación con los espacios y la pelota. Los controles y el golpeo son exactamente los controles y el golpeo con los que el Madrid lleva moviéndose diez años. Es un ritmo venenoso, como el aire viciado que se cuela en la habitación y todos respiran sin saber que están muriendo; el Madrid asfixia por orden de Kroos, y a veces también mata el propio alemán con sus manos, como en Múnich, cuando descerrajó dos líneas de defensa alemanas moviendo los deditos. “Mi idea del fútbol, la base de mi juego, es que yo solo soy bueno cuando juego para el equipo. Esa es mi calidad. Si hago algo por mi cuenta, no soy tan bueno”, dijo hace un año a EL PAÍS. Recordó entonces que sigue aprendiendo en el campo, que no hay momento en el que su curiosidad por ser mejor descanse.
Kroos ha sido un faro impresionante en la historia del juego y la belleza del Real Madrid. Ha vestido victorias imposibles poniendo a bailar a estadios enteros con cambios de ritmo de tal manera que en lugar de un campo de fútbol aquello parecía Wimbledon, y ha detenido hundimientos a base de acaparar el balón y reorganizar los ánimos. Es uno de esos pocos teóricos del fútbol a los que les sale mejor la práctica que la lección. El Madrid le debe una estética y una manera distinguida de estar en el campo, la manera apabullante y lujosa con que uno siempre se queda en el recuerdo: ganando sin tener que decir “lo siento”.
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